jueves, 24 de octubre de 2013

SÁNCHEZ DEL CASTILLO, ADÁN Y YO


Al fin, tras muchas idas y venidas y esperas y plantones, la edición a mi cargo con los poemas de Antonio Sánchez Fernández, Sánchez del Castillo, halló forma bajo el sello naciente de Tres Fronteras, empresa de financiación pública cuyos nuevos inquilinos se las prometían muy felices aventando las cenizas de lo que se llamó Editora Regional de Murcia hasta su etapa última (acaso la etapa más opaca y ominosa, sin duda la más clientelista y arbitraria). Durante el año largo de gestiones y de trámites ociosos tuve tiempo de chocar contra el iceberg de la incertidumbre, de sucumbir al desánimo que acecha tras la menor excusa y, en definitiva, de reconsiderar la pertinencia objetiva de un proyecto eminentemente sentimental en el que me apliqué con entusiasmo y al que terminé por dedicarle más energías filológicas de las que estaba dispuesto a admitir. El volumen, con treinta y seis poemas saneados y un estudio epilogal, se presentó primero en la Biblioteca Regional de Murcia (donde brindó su ciencia José Belmonte) y luego en una sala que habilitó el ayuntamiento de Caravaca de la Cruz (donde nos acompañó Javier Orrico), y en ambos actos, cuando me tocó decir algo, procedí a la lectura de este texto de diez párrafos numerados.


Leído en Murcia el 25 de noviembre de 2008

Leído en Caravaca en febrero o marzo de 2009


1

A mi abuela materna, que falleció en 1995, le escuché varias veces la remota historia de un hermano suyo al que ella no conoció, que al parecer se había metido en un convento con la intención de hacerse cura, pero que no llegó a cantar misa porque lo sorprendió la enfermedad y la muerte cuando tenía alrededor de veinte años. No lo conoció porque eran solo hermanos de padre: su madre había muerto de una epidemia de cólera cuando ella apenas alcanzaba los dieciocho meses de vida; entonces el padre viudo se casó con otra mujer y ella, mi abuela, se crió con unos tíos mayores que no tenían descendencia; así que la relación entre padre e hija se tensó o se fue haciendo cada vez más esporádica, sobre todo cuando aquel y su nueva familia ya numerosa se fueron a vivir definitivamente al pueblo de al lado.



2

Desde que me recuerdo, siempre tuve una inclinación natural por los libros, cosa insólita si se considera que en la casa donde nací no los había y que tanto mis padres como mis cuatro abuelos y las generaciones que los anteceden en el tiempo nunca tuvieron la oportunidad de completar siquiera lo que hoy llamamos estudios primarios. Sin ser analfabetos, que no lo son, sí es verdad que carecieron y carecen de la competencia imprescindible para adentrarse en la lectura ociosa y desentrañar sus códigos, aventura que se torna imposible si hablamos de la poesía. Quizá por eso, algo muy dentro de mí alienta el dudoso orgullo de haber sido un pionero de sangre, una especie de precursor que poco a poco fue llenando de libros aquella casa, y luego la casa en la que ahora vivo; hasta el punto de que la incontinencia de ese mismo virus me impulsó también a escribir mis propios libros, otra osadía si nos retrotraemos al espacio de mis orígenes, pero un ejercicio de identidad que, hoy lo sé, en mi caso ya es irreversible.



3

Pues bien, en mi primitivo afán de lector devoraba cuanto tenía a mi alcance, que por cierto no era mucho. Me detenía en los fragmentos de los libros de texto que cada curso me deparaba el criterio selecto de don Fernando Lázaro Carreter (gracias a él aún puedo recitar de memoria a los hermanos Machado y a García Lorca, a Miguel Hernández y a Blas de Otero); o bien algunos clásicos que el azar o la pura intuición iban sacando de la biblioteca del municipio (allí me topé con los heterónimos de Pessoa), y también varias novelas de pasta dura y triángulo invertido que yo llamo de autoayuda (sépase que muchos años después perpetré y leí una tesis sobre literatura erótica). Y, con idéntico afán, desprovisto de criterio, cada año les daba mil vueltas a los programas sucesivos de las fiestas de mi pueblo, donde se solían mezclar las rimas de autores locales con páginas de patrocinadores comerciales y un remero de artículos relacionados con el paisanaje. Fue ahí, en el programa festivo de 1982 (yo tenía quince años), donde encontré un poema titulado Adán, atribuido a un tal Sánchez del Castillo, un poema que me sorprendió poderosamente desde aquel comienzo mítico: “Adán, qué gran principio el tuyo, amigo Adán”.



4

Pasó el tiempo –que, como ustedes saben, nunca deja de pasar salvo en raras ocasiones-, y en 1992 al Concejo de Moratalla, que es mi pueblo, se le ocurrió contar conmigo para antologar en un volumen a todos los escritores moratalleros antiguos y modernos, un censo con ribetes localistas que hoy juzgo excesivo y que en aquel entonces realicé en sana colaboración con mi amigo el profesor Gustavo Romera Marcos, impenitente divulgador de las cosas de su tierra. Yo, mal que bien, cumplí aplicadamente con mi parte del trabajo, pero en mitad de la tarea me tuve que marchar a una universidad del norte de Italia con una beca de estudios, no sin antes consensuar con Gustavo que en lo tocante a Sánchez del Castillo no podíamos dejar de poner el impresionante poema Adán, que, según mi entender y también el suyo, era una reliquia poética extraordinaria y fuera de lo común en estos pagos. Y así se hizo.



5

Antes, a finales de la década de los ochenta, yo había conocido al poeta Javier Orrico Martínez, autor de La memoria inventada, que fue para mí libro de cabecera durante mucho tiempo. Resulta que un día, en la Facultad, me senté en un banco junto a una chica de Caravaca cuyo apellido era Orrico, así que indagué si tenía algo que ver con el tal poeta y ella me certificó que, precisamente, ese era su hermano. De modo que una noche de mayo, en aquella escalinata donde se concentraban los bares de copas de Caravaca, nos vimos -por casualidad- entre el gentío, y ella aprovechó para presentarme a su hermano Javier, que -no por casualidad- andaba por allí. Tengo que admitir que tanto él como yo íbamos… íbamos como era costumbre ir en las fiestas de la Cruz: yo le recité de memoria un poema de su libro, “El Reino del Olvido”, mientras él declaró –seguramente para congraciarse conmigo- que los mejores poetas de Caravaca solían ser habitualmente los nacidos en Moratalla, así el caso de Elías Los Arcos, pero sobre todo el del malogrado Sánchez del Castillo, cuyo poema Adán podía figurar sin complejo en cualquier antología, a despecho de las archiconocidas “canseras” y otros ripios de la murcianía profunda. Palabra de Javier.



6

Entre tanto, yo avanzaba en mi peripecia personal: empecé a ganarme la vida dando clases en los institutos, conseguí después de varios intentos un permiso para conducir automóviles y publiqué algunos libros de poemas que casi nadie leía o que ni siquiera entendían los entendidos, que, ya se sabe, son los primeros que tienen que entender los poemas para que a uno lo alcance algún prestigio literario. Y así, en dulce o amarga soledad conmigo, allá por el 2003 o el 2004 consideré cerrado un poemario muy meditado y muy particular, lleno de invocaciones a la geografía de mis orígenes, a las personas que poblaron los fantasmas de mi infancia y a esos mitos de aquel entonces que tienen la virtud de ya no tambalearse nunca, porque los forjó y los esculpió el barro de la inocencia. Al frente de aquel poemario, que aún sigue inédito y que cualquier día habrá de titularse Identidades, pertenencias, sentí de repente la confusa necesidad de poner, como especie de pórtico necesario, y también a modo de reconocimiento y de homenaje, precisamente los versos iniciales de aquel poema fundacional de Sánchez del Castillo que conocí en un programa de las fiestas de veinte años atrás: “Adán, qué gran principio el tuyo, amigo Adán”.



7

A todo esto, un tal Jesús, otro hermano de padre de mi abuela materna, siguió viniendo a Moratalla todos los años con la ocasión y excusa de las fiestas mayores, las de la vaca, que al parecer le gustaban mucho porque las había vivido de chico, antes de trasladarse con los suyos a la vecina Caravaca. En esas visitas, que no duraban más de una mañana o de una tarde, él siempre se preocupaba de contactar con mi abuela o hacía lo posible por ver a mi madre, lo que contribuyó a mantener mínimamente vivo ese tenue hilo de sangre por el que -todo hay que decirlo- mi propia abuela, en su fuero interno, nunca hizo ningún movimiento, quizás por un prurito absurdo de desapego o de rencor. Este Jesús que derrocha tanta amabilidad y afecto, me decía mi madre, es el hermano de aquel otro que iba para cura y que no llegó a cantar misa porque se murió tan joven, de una tuberculosis o alguna enfermedad de las de entonces. Yo a Jesús empecé a tratarlo un poco y a reconocerlo como pariente solo en estos últimos años, cuando asistía sin excusa a los entierros sucesivos que iba deparando el calendario de la vida: el de mi abuela, el de mi abuelo, el de mi tío.



8

Y alcanzamos a la primavera de 2007, a mis cuarenta años recién cumplidos. Durante una comida familiar, mi madre comenta que ha visitado a su tío Jesús de Caravaca, y que este, en el transcurso de la conversación, le había dicho que su hermano Antonio, el que iba a ser cura y murió joven, tiene una calle a su nombre en Moratalla. ¿Una calle a su nombre? ¿Por qué?, me pregunté con una punzada de clarividencia. ¿Le han dado su nombre a una calle del pueblo porque iba a ser cura? Qué tontería. ¿Se la han dado porque murió a los veintidós años? Absurdo. Si tiene ese reconocimiento del consistorio será por algo más, me dije, así que durante unas pocas horas me convertí en el detective que se afana en buscar pruebas para corroborar sus intuiciones. Contrasté fechas y apellidos, y cuando ya no me quedaban dudas cogí un ejemplar de la antología aquella sobre escritores moratalleros y me fui a Caravaca, al número 22 de la calle Planchas donde vivía el tío Jesús. Me identifiqué con mucho tacto, no quería meter la pata en un asunto tan delicado, y después le mostré la página con la fotografía que en ese volumen acompaña al nombre del poeta Antonio Sánchez Fernández, que firmaba como Sánchez del Castillo: él, sin vacilar un ápice, me dijo que sí, que ese era su hermano Antonio, el mismo que se fue con los carmelitas descalzos y que agarró la tuberculosis y murió en 1957, a los veintidós años, y hasta creyó recordar que años atrás le pidieron una foto de su hermano para ponerla en un libro, pero que luego nadie le dio más noticias.



9

Ni que decir tiene que el impacto de la revelación me duró semanas y meses, y que aún hoy me sigue fascinando. Después de toda una vida en pos de mis sueños literarios, de sentirme pionero, de escribir y publicar poemas que casi nadie lee… ahora, vencidos los temidos cuarenta, y a tan solo unos meses de que se cumpla exactamente el medio siglo de la muerte del poeta Sánchez del Castillo, recobro este eslabón impensado en la persona, nada más y nada menos, del admiradísimo autor del poema Adán. De inmediato, me sentí llamado a la tarea más romántica de mi vida: recuperar sus escritos, organizarlos, restaurarlos y procurarles una edición digna de su valor objetivo y de su lugar en mi genealogía; no en balde, él se acababa de revelar como mi tío-abuelo poeta. Hablé con los alcaldes respectivos de Moratalla y Caravaca para contarles no tanto la historia, sino el propósito. Presenté después el trabajo manuscrito a Ediciones Tres Fronteras. Las cosas iban más despacio de lo que yo hubiera querido, pero el domingo 10 de febrero de 2008 pasé por la casa de Jesús, en Caravaca, para que él o cualquiera de sus hijos firmase el contrato de edición a nombre de los herederos, y él, bastante decaído en su salud, me volvió a mostrar su ilusión por esta empresa. Lamentablemente, apenas veinte días después de mi visita, el 1º de marzo de este mismo año, recibí por teléfono la noticia de su fallecimiento, por lo que ya no pudo ver la realidad física de este libro de su hermano.



10

Después de este recuento de azares y de peripecias personales, comprenderán ustedes que me sienta muy satisfecho de la edición de este libro, por lo mucho que significa íntimamente para mí y porque, honestamente, entiendo que el talento de su autor demandaba un empeño editorial y un esfuerzo divulgativo mucho mayor que el que puede ofrecer la comarca. Concluyo, pues, con una sensación de alivio, de misión cumplida, y quiero hacerlo, como no podía ser de otro modo, con los versos de aquel Adán de Antonio Sánchez Fernández que firmó sus poemas como Sánchez del Castillo. Va por él y va por ustedes:



Adán,

qué gran principio el tuyo, amigo Adán.



Te hizo Dios.

Dios te formó de hierba,

te bañó de rocío,

te construyó con adelfas de plata,

te coronó de nardos,

te llenó los ojos de uvas,

hizo tus manos de madera de acacia,

tu cuerpo lo formó de una sola mirada,

¡y qué mirada esta, amigo Adán!



Entonces eras tú

como un beso arrastrado por los ángeles.



Te dejó Dios caer como una pluma,

y era tuyo el árbol

y era tuya la risa picaresca de los juncos,

tuyos la mar, la arena, el sol…



A ti los vientos llegaban

y se hacían en tu frente

rizos de lirios y rizos de azucenas.

Y tuya era la vida.



Solo tú allí,

te anochecía.



Y Dios con sus palabras iba formándote los muslos,

dejándote los pájaros sembrados en tu cuerpo.



Todo lo poseías tú:

tuyo era Dios

y tuya la poesía…



Qué gran principio el tuyo, amigo Adán.

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