jueves, 24 de octubre de 2013

LAS AVERIGUACIONES DE HELENA


Llamémoslo casualidad o destino -lo que acaba significando exactamente lo mismo si medimos las distancias sucesivas entre la punta del hilo y el ovillo del que nace, esto es, entre la supersticiosa candidez de los crédulos y la interpretación objetiva de las causas-, pero es un hecho indiscutible que a menudo triunfa el secreto y soterrado impulso de la vida, y que, rehenes de su inercia, sentimos como si una fuerza centrípeta nos situara en el más impensado de los escenarios posibles. La historia que sigue podía haberla imaginado, pero se anticipó la realidad; así que me impuse contarla y me obligué a escribirla, aunque solo fuera para poder tasar con palabras la magnitud extrañamente universal que mi inclinación a lo libresco le otorgaba a un hallazgo tan minucioso y tan privado, y no se me ocurrió mejor recurso que ceder la alta responsabilidad de la narración a mi hija Helena, que en ese tiempo acababa de soplar las nueve velas de la tarta.  El relato se alzó luego con el Premio Albaricoque de Oro 2007, que concede el ayuntamiento de Moratalla, y al año siguiente se imprimió íntegro en la Revista-Programa de las Fiestas.


Escrito en mayo de 2007

Leído en Moratalla, por Helena, en julio de 2008


Hola a todos. Perdonad que esté un poco nerviosilla. Quiero decir, en primer lugar, que no tengo mucha experiencia en contar una historia con mis propias palabras, es natural, sólo tengo nueve años recién cumplidos, estoy en tercero de primaria y me falta aún bastante vocabulario por aprender. Pero resulta que el Señor Autor, que ya sabéis que es el que más manda, me ha elegido precisamente a mí para este importantísimo puesto, el de Narradora nada menos, y yo, claro, no le he sabido decir que no, estas oportunidades no se nos presentan todos los días. La verdad es que desde que era chiquitita me encanta que mis papis me lean cuentos y poemas, o incluso leerlos yo, no hay noche que me acueste sin haber disfrutado de algunas páginas. Así que se puede comprender que esté a la vez nerviosa y contenta, porque ahora ya he dejado de ser solo una simple lectora y me he convertido en la voz que cuenta la historia. Ojalá que este Señor Autor que me ha contratado a mí sea paciente conmigo y me ayude a poner en mi boca cada una de las palabras que vayamos necesitando, y eso sin que se note demasiado que me las pone él, porque si se nota entonces seguro que le lloverán las críticas.        
            Bueno, ya empiezo, prestad atención. Lo que se me ha encomendado narrar en estos folios es completamente cierto, soy tan pequeña que aún no he aprendido a decir mentiras gordas como las que dicen los narradores de más edad. Todo lo que va a suceder a partir de ahora tiene su origen en la biblioteca de mi casa, una salita en la que hay muchas estanterías con muchos libros. Es allí donde a veces mi mamá me cuenta cosas de cuando era pequeña, y otras veces es mi papá el que me recita los versos que se sabe de memoria, como los del pirata, de uno que se llamaba Espronceda, y los de la casada infiel, de otro que se llamaba García Lorca. Esos son de los que más repite, pero hay más. Un día, mi papá va y me dice que nuestras vidas son como ríos que van a dar en la mar, y otro me suelta que qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, y otro habla de un olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, al que con las lluvias de abril y el sol de mayo algunas hojas verdes le han salido. En fin, que se sabe la tira. Y a mí, como soy muy inquieta, una tarde de la pasada navidad se me ocurrió preguntarle que cuál de todos consideraba él su poema favorito. Se quedó pensando un buen rato porque la pregunta se las trae, y negó con la cabeza, y razonó que eso era imposible, que había muchos poemas favoritos, que depende del momento y del estado de ánimo y de muchas otras cosas, pero que… pero que si ahora mismo tuviera que elegir uno entre todos, entre todos todos, pues que a lo mejor se quedaría con el que empieza de este modo:

            Adán,
            qué gran principio el tuyo, amigo Adán […]

            Siempre que podemos, les hacemos una visita a mis abuelitos, en particular si pilla en fiestas. Este año, como la tarde del Jueves Santo diluviaba y no pudimos salir a aporrear el tambor tradicional, me puse a hojear un libro de escritores antiguos y nuevos, muertos y vivos, un libro que no sé ni cómo habrá ido a parar allí, porque la verdad es que mis abuelos por parte de padre no tienen la costumbre de leer, no pudieron ir a la escuela todo lo necesario. Era una antología con fotos y escritos de gente del pueblo. Pasando páginas y páginas, me vi de pronto frente a un poema que se titulaba exactamente así, Adán, y luego comprobé que debajo venían las mismas palabras que mi padre me había dicho que formaban sus versos favoritos, esas de “qué gran principio el tuyo, amigo Adán”. ¡Vaya, qué casualidad! La fotografía del poeta me era familiar, no sé por qué. Se llamaba Antonio Sánchez Fernández, estuvo en un colegio de frailes carmelitas y al poco tiempo se murió, cuando el pobre solo contaba veintidós años. Os parecerá raro, pero en el mismo momento de ver esa cara antigua al lado de ese nombre y con esos apellidos tuve un presentimiento extraño, algo que yo sola no sabré explicar con mis poco vocabulario, a no ser que el Señor Autor me eche una mano. Llamé a papá y le mostré mi hallazgo como si hubiera encontrado una mina de oro. Le dije: es tu poema favorito, ¿verdad, papi? Y él, sin darle mucha importancia, concedió que sí, que precisamente era ese, y luego me dio un besito y gruñó entre dientes que qué buena memoria tiene esta niña, caramba. Yo me fui con el libro hacia la cocina y le expliqué a mi abuela que aquí, en este libro, viene un autor que se iba a meter a cura o algo así pero que se murió muy joven, hace ya algunos años, él era de este pueblo, puede ser que tú lo conocieras, abuelita, porque tú te acuerdas muy bien de las historias y de las personas de antes. Mi abuela estaba atareada con esas fritas de masa que le salen tan ricas. Ella no entiende mucho de escrituras ni de libros, vuelvo a repetir que casi no pudo ir a la escuela para poder ayudar en su casa, entonces no era como hoy en día, que nos sobra de todo y no sabemos valorar nada. Pero al cabo de un rato, cuando sacó de la sartén la última frita y las espolvoreó de azúcar, me buscó los ojos y recordó en voz alta que su madre, que en paz descanse, había tenido un hermano al que no conoció, eran solo hermanos de padre, y que este hermano ingresó en un monasterio para hacerse fraile o cura y se murió también muy jovencico, fíjate qué casualidades tiene la vida, eh.
            Entonces mi papá, que había oído mil veces la historia esa del pariente desconocido que no llegó a cantar misa, me observó ya con otra cara y me quitó el libro de las manos. Creo que se quedó tan blanco como este papel, como si empezara a atar cabos que nunca antes se le pasara por la imaginación que pudieran ser atados. (Por cierto, ahora que no nos oye, a mi papi le fascina pensar que las cosas nunca pasan por casualidad, él dice que todo lo que nos sucede va atado al suceso anterior y al suceso posterior, como en una cadena infinita, y que si quitamos un solo eslabón, uno solo, nuestra vida ya no es la misma ni tiene el mismo sentido). La abuela se había puesto con las tortas de bacalao, que también le salen deliciosas, así que no daba abasto a responder a las preguntas que mi padre le hacía sobre los años, los apellidos y muchas otras referencias de aquel pariente. De pronto le había entrado la fiebre de la genealogía y no había quien lo detuviese, él es así de impulsivo cuando se le mete algo en la cabeza, mi mami opina con cariño que tiene arrancadas de caballo y paradas de burro, por algo será. En ese instante, como quien no quiere la cosa, la abuelita destapó la definitiva caja de los truenos: dijo que en Caravaca vive aún su tío Jesús, hermano de este que no llegó a cantar misa, que con él siempre ha tenido buen trato, a ella la llama sobrina cuando la visita todos los años con ocasión de los encierros de vacas, porque él se acuerda de cuando era un crío y siente la añoranza de estas fiestas; su familia se fue del pueblo casi al terminar la guerra. ¡Vaya!, murmura mi padre, el poeta Sánchez del Castillo nació en Moratalla en 1935 y también se marchó a Caravaca con su familia a los cuatro años, justo al terminar la guerra... Todo parecía encajar milagrosamente, pero faltaba un dato que a mi padre se le antojó fundamental cuando salió de labios de la abuela: el muchacho que murió joven y que no llegó a cantar misa tiene dedicada una calle en nuestro pueblo, la que hace esquina con la confitería de Mariano Roch, mi abuela lo sabe bien porque el tío Jesús se lo comentó, orgulloso, con motivo de uno de esos entierros familiares a los que él suele acudir sin excusa.
            La casa está en la parte antigua de Caravaca, en lo alto de lo que debió ser un cerro. Es difícil acceder en coche, así que aparca por la glorieta y se deja llevar por las indicaciones que le han dado mis abuelos. Mi padre recuerda que es jueves, 26 de abril, y que ya empieza el calor. Yo no he podido acompañarlo, pero ahora sí que lo puedo contar para vosotros, porque os habréis dado cuenta de que soy de esa clase de narrador que se ha informado bien de todos los detalles para no meter la pata. Él sube por esas callejuelas de trazado árabe, de angosturas laberínticas, y preguntando preguntando da con la puerta de la casita baja en la que vive Jesús el Moratallero, apodo con el que se le conoce en la vecina localidad. Mi padre se presenta como hijo de su sobrina tal, le explica con mucho tacto el motivo de su visita y…, y él confirma sin ninguna vacilación que sí, que ese de la fotografía que le muestra mi padre en ese libro de escritores es en efecto su hermano Antonio, el que ingresó en el colegio teresiano de Castellón, de la orden de los carmelitas descalzos, y se murió tan joven, de tuberculosis. Mi padre, maravillado por la demostración inmediata de lo que no había sabido imaginar en todos los años de su vida y que solo en unos días había cobrado tantísimo sentido, le hace preguntas que Jesús responde sin lagunas en la memoria, primero quejándose de que alguien que él creía de confianza le pidió unos papeles manuscritos de su hermano y que ya no los ha vuelto a ver, después objetando que su Antonio no nació en la Cueva de Valero, como se lee en otros libros, sino mismamente en la Calle de las Eras, de Moratalla, en la subida del castillo, junto al cementerio. Con emoción contenida evoca el tiempo en que su hermano empezó a escribir poesías, tenía dos o tres buenos amigos con los que hablaba de eso, luego se le metió la idea de hacerse fraile y allá que se fue a Castellón de la Plana, pero se lo devolvieron ya malo, sin arreglo, y se pasó muchos meses en la cama, leyendo y escribiendo sus cosas. Está sepultado en Caravaca, con sus padres y con una hermana que también murió en plena juventud, pero allí no hay nada que lo reconozca, ni una triste placa que identifique los restos de aquel poeta Sánchez del Castillo que nació un día como hoy, 26 de abril del treinta y cinco, y es autor de casi medio centenar de poemas, entre ellos aquel bellísimo sobre Adán. En noviembre, el 13 de noviembre de este mismo año, añade Jesús, se cumplirá el medio siglo de su muerte si no me fallan las cuentas.
            Mi padre regresa con un júbilo y con una premura intelectual que no sentía desde hace mucho tiempo, y mientras baja las calles empinadas de la parte antigua de Caravaca no deja de pensar en las extrañas casualidades que componen nuestra existencia, pues ha tenido que pasar la mitad de su vida para que una hija suya -es decir, yo- viniera a hacerle una pregunta sobre su poema favorito, y que esa pregunta desencadenase una catarata de acontecimientos hasta desembocar en esta inesperada averiguación sobre un insigne antepasado suyo y también mío, de los dos. Mi padre entra en su coche y pone las manos sobre el volante, todavía no lo arranca, está como ensimismado, pensando tal vez en que el destino que escribe nuestras vidas le tenía reservada esta escena del reencuentro con un lejano tío-abuelo para comprender el imperio y el vigor invencible de los lazos sanguíneos, y aún más: para asignarle el privilegio romántico de reclamar una reparación para el malogrado poeta y por el justo reconocimiento de su obra tantos años después. El camino de vuelta se le hace corto, pues no deja de barajar un montón de proyectos que le tocan muy de cerca. Cuando entra en casa y me busca para darme un beso, me confirma que sí, que el poeta Sánchez del Castillo era hermano de padre de la mamá de la abuelita, padre con el que apenas trató y hermano al que ni siquiera conoció, la vida tiene estas cosas. Y en tono solemne añade que ahora que se va a cumplir el cincuenta aniversario de su pérdida es a nosotros a quienes corresponde -se refiere a nosotros dos, a él y a mí- rendirle el homenaje que su labor poética merece.
            Y a eso es a lo que hemos venido esta noche.
            Gracias a todos por escucharme.

No hay comentarios:

Publicar un comentario