miércoles, 9 de octubre de 2013

CANTANDO LOS CUARENTA


En el umbral de 2007, a pocos días de convertirme en un hombre de cuarenta años, se me ocurrió enhebrar una sucesión de párrafos (o de versículos, en el mejor de los casos) que dieran pistas poéticamente elementales sobre cada una de mis cuarenta edades, procurando interpretar ciertas ironías de la memoria en un contexto de ineludible gravedad existencial. El 20 de enero cayó en sábado, así que, cuando mis hijos vinieron a la cama, tras felicitarme y regalarme, no me pareció inoportuno que ellos y su madre fuesen los primeros receptores de este poema que en un principio se hubiera querido titular Cantando los cuarenta. Por esas mismas fechas, algún mandamás de la Consejería de Educación tuvo a bien convocar a una decena de escritores de la región, yo entre ellos, para participar de forma periódica y remunerada, durante un curso completo, en un programa de animación a la lectura que consistía en acudir varias veces a varios colegios de primaria y contarles a los niños lo que nos viniese en gana. Fue en esa feliz coyuntura donde entendí la oportunidad de presentarme a los alumnos con el texto que resumía la peripecia de cada uno de mis años; de ahí el título definitivo, y de ahí que acaso haya acabado siendo, de todos los míos, el que más he leído en público. 


AUTOBIOGRAFÍA PARA NIÑOS



Revista Caxitán, nº 2, año II, Real Academia Alfonso X El Sabio, Murcia, enero 2010, pp. 48-52


Yo soy un hijo de padres inmigrantes, engendrado en el país vecino: de pequeño me contaban que antes de nacer fui ropa sucia en la maleta que usaron para desandar sin problemas la frontera.

Llegué a la vida un día viernes, por san Sebastián, con dos vueltas de cordón al cuello, en la casa número 22 de una calle de palomas, en un pueblo extraviado entre montañas y memorias.

Cuando tenía un añito me hicieron un retrato en que aprieto fuertemente un lápiz en la mano, toda una premonición, como si ese lápiz fuera ya el último asidero para significar mi desamparo. 

A los diecinueve meses sufrí un duro golpe: me arrebataron la teta de mi madre porque algún médico iluso dijo que este niño ya era muy mayor para seguir mamando de la teta caliente de su madre.

Como a los dos o tres años, mi padre y yo nos caímos de un burro avieso que tenía mi abuelo, pero yo no me hice ni un rasguño porque el cuerpo robusto de mi padre supo hacerme de almohada.

A los cuatro años descubrí cómo huele un aula por dentro, y lloré mucho aquel día, y me quise ir, y doña Socorro, la maestra, echó la llave y la guardó en el bolsillo de su bata para que no me escapase.

A los cinco años me regalaron una hermanita que lloraba como un ratón, aprendí a leer y a escribir, contaba los días que faltaban para las fiestas, me llevaron a una corrida de toros en la plaza de verdad del pueblo de al lado.

A los seis comprendí que éramos pobres porque aún no teníamos tele en casa, y mis amigos y yo mirábamos a hurtadillas la primera que le trajeron a una familia del barrio, en blanco y negro.

A los siete coleccionaba un álbum de cromos con mi primo Fede, jugábamos a la pelota en aquella calle acostada y estrecha y yo me imaginaba delantero y capitán del Barça, como un tal Johann Cruyff.

A los ocho me sorprendió una semana de vacaciones en noviembre: se había muerto alguien importante y todos nos alegramos mucho aunque no supiéramos quién era el que se había muerto.

A los nueve ya retrataba en las servilletas a los viejos que venían a la taberna de mis padres, y a ellos les maravillaba lo bien que dibujaba aquel niño y me daban a veces una moneda por mi obra.

A los diez años sentí un miedo de adulto: miedo a que a mi madre se le produjese un cáncer incurable, miedo a que mi padre se muriera en un accidente, miedo adulto a sentir el vértigo que produce el miedo.

A los once acaparó mi pecho un raro cosquilleo, una desazón que se extendía también hacia el estómago cuando en el cole me sentaban junto a una niña que tenía nombre de princesa de cuento.

A los doce vi el mar y probé su sal, empecé a suspender las matemáticas y a inventarme versos que me daba vergüenza enseñar, y la cabeza se me llenó de pájaros de todos los colores.

A los trece, los Reyes Magos me pusieron una máquina de escribir marca Olivetti, y yo alucinaba tras el estallido de las teclas y con el misterio de las palabras que surgían, alineadas mágicamente sobre el folio.

A los catorce pasé al instituto, seguí mal en matemáticas, compré un libro de Blas de Otero y decidí que iba a ser escritor o que ya era escritor antes de decidirlo, porque no podía dejar de serlo.

A los quince supe lo que es el amor sin buscarlo en ningún diccionario, y comprobé que al principio es alegre y triste y que después sigue siendo alegre y triste y que al fin no deja de ser alegre y triste.

A los dieciséis me hice popular porque acaparaba premios en los concursos literarios que organizaban en el instituto, y volví a enamorarme, y como sufría mucho escribí los poemas tristes de mi primer libro.

A los diecisiete me aficioné a los besos de las muchachas, que ya guardaban en los labios el sabor femenino del carmín y que se pintaban los ojos los sábados por la noche para acudir a la discoteca.

A los dieciocho dejé atrás el triste otoño y el duro invierno, cambié el pueblo por la universidad, eché a la hoguera los cuadernos de matemáticas y en mi casa pusieron un teléfono para que pudiese llamar.

A los diecinueve me dieron un cheque de cincuenta mil pesetas por haber escrito unos poemas, y mis padres se pusieron orgullosos de tener un hijo tan listo, que hasta me sacaron el nombre en el periódico.   

A los veinte años tuve la certeza de que había alcanzado una edad importante, pero en el fondo seguía siendo tan niño como cuando tuve quince para aprender qué era el amor sin buscarlo en el diccionario.

A los veintiuno me llamó la patria para servir en el ejército, y yo me inventé mil excusas para no ir, porque a mí los ejércitos nunca me han gustado y porque nadie me explicó qué significaba la patria.

A los veintidós me propuse escribir una novela de doscientas páginas, y como soy terco la escribí, pero luego me di cuenta de que tenía mucho que aprender sobre cómo hacer novelas, así que la tricé.

A los veintitrés conocí a una mujer de nombre Carmen que tocaba el piano y madrugaba para leer, y que ahora, casi todas las mañanas del mundo, me prepara un zumo de naranja con sus manos.

A los veinticuatro, igual que a los doce, regresaron a mi cabeza pájaros de todos los colores, así que llené libretas y libretas con ideas y proyectos para el futuro de escritor que me estaba forjando.

A los veinticinco suena raro que los demás te digan que ya has cumplido un cuarto de siglo, y aunque no te sientas viejo sí que miras atrás con otros ojos y a veces piensas que hace tantos años que.

A los veintiséis publiqué un primer libro que se titulaba Imágenes de archivo, y me hicieron entrevistas y me pidieron un recital y algún autógrafo, y le dedicaron palabras generosas los críticos de mi ciudad. 

A los veintisiete conseguí trabajo de profesor, cedí en casarme por la iglesia, viajamos en avión a las islas, besó una muerte dulce y repentina aquel primo con el que llené álbumes de cromos y otras cosas.

A los veintiocho estudié sin entusiasmo el código de circulación y suspendí hasta tres veces el examen, pero me editaron otro libro de poemas y los periodistas opinaron que tal vez yo sería un buen poeta.  

A los veintinueve me puse un bigote que me hacía mayor, escribí otra novela de doscientas páginas y volví a destruirla porque tampoco era aún la novela perfecta que yo había querido escribir.

A los treinta años me dejé el cráneo como bola de billar, empecé a leer las obras completas del filósofo loco que se abrazó a un caballo y en nochevieja cambié por gajos de mandarina las doce uvas tradicionales.

A los treinta y uno nació mi hija Helena, la que más tarde sentenció que de mayor iba a ser cuidadora de delfines, la misma que ya sabe patinar y tocar el violonchelo y leer y dibujar e inventarse historias.

A los treinta y dos me hice experto en llevar el carrito, en cambiar pañales, en preparar biberones, en dar potitos de fruta y en cantar aquello de los cinco lobitos que tuvo la loba blancos y negros detrás de la escoba.

A los treinta y tres, que dicen que es la edad de Cristo, sorprendí en la imagen que me devolvía el espejo unas cuantas canas que nunca antes me había visto, camufladas como espías entre el cabello.

A los treinta y cuatro vino mi hijo Federico, que aún es dueño del sueño de ser delantero del Barça como Ronaldinho, y que ya busca en los libros las palabras que serán el pan secreto de su imaginación.

A los treinta y cinco, mi familia y yo nos tomamos nuestro primer mes de vacaciones completas en la playa, extravagancia o lujo que mis padres y los padres de mis padres jamás pudieron permitirse. 

A los treinta y seis llevé a mis hijos a gritar contra una guerra que querían hacer los que no tienen hijos en la guerra, pero esa guerra la empezaron y aún mueren en ella cada día muchos hijos de otros.

A los treinta y siete seleccioné un libro, un olor, un cuadro, un poema, un sabor, una película, un sonido, una canción, una palabra y un deseo entre todos los que recordaba, y los declaré mis favoritos.  

A los treinta y ocho traté de poner orden en mis viejos proyectos literarios, y bauticé cada uno de los pájaros que seguían anidando en mi cabeza, y me compré a plazos un nuevo ordenador portátil.

A los treinta y nueve me parecía mentira haber llegado a treinta y nueve, así que sumé la edad en que se marcharon de la vida mis dos abuelas y mis dos abuelos, dividí entre cuatro y me dio ochenta y seis.

La semana que viene cumpliré cuarenta años; mi mujer y mis hijos están sanos, peso setenta y cinco kilos en ayunas y doy gracias por conservar aún una madre y un padre a los que abrazar y que me abracen.
Sin embargo, todos me dicen que aparento menos edad de la que tengo. 

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