viernes, 27 de abril de 2012

NOSOTROS, LOS SUMISOS


Durante toda una década estuve demorando el momento de ceder a mis obligaciones como varón y como español. Primero me escudé en mis estudios superiores y más tarde inventé cualquier excusa para retrasarlo, hasta que, ya casado y trabajando en la enseñanza, me acogí al coladero legal que se dispensaba bajo la fórmula de objetor de conciencia. Por las mañanas me preparaba la prueba para conducir un automóvil, por las tardes impartía mis clases en el instituto, muchas noches dormía en un centro de minusválidos psíquicos al que me habían destinado para completar horas de guardia. El artículo que sigue, escrito en esas coyunturas, fue fotocopiado y alojado en un sobre y después sellado no menos de tres veces en el transcurso de un año, siempre buscando un espacio en la página de opinión del mismo periódico provinciano; hasta que al fin me lo incluyeron y lo volví a leer y lo recorté de un ejemplar, ya reproducido en su tinta multiplicada y ajena, mas acribillado lamentablemente por una errata que juzgué y juzgo imperdonable: ellos mecanografiaron “rendición” donde yo había puesto “redención”.


La verdad, Murcia, 21 de enero de 1997

En la España de mi asustadiza infancia, y aun en la de mi tormentosa adolescencia, los jóvenes dejaban de ser jóvenes y se convertían en hombres hechos y derechos en el instante en que el ejército patrio los reclutaba para cumplir el periodo reglamentario de servicio militar. Besar la bandera en el día de la jura y, a ser posible, adivinando la emoción pronta de la madre o de la novia sentaditas entre el público; encanallarse poco a poco junto al resto de la tropa para no sentir ningún escrúpulo con los novatos de la última remesa; copular con alguna mujerzuela cualquier viernes por la tarde en una pensión de mala muerte; e instigar y compartir el glorioso mamoneo jerárquico sobre el que solía y suele sustentarse la arbitrariedad castrense significaba, al parecer, el trámite perfecto para lograr la definitiva aceptación de la tribu y la sanción social de virilidad que el macho hispano y su futura camada precisaban. De aquel mito de la propaganda fascista, erróneo a todas luces -porque, ¿qué es, al fin, un hombre hecho y derecho?-, hoy apenas si permanece el discurso falsamente enardecido de nuestros padres y abuelos, que sucumbieron también al legítimo orgullo de fabricarse su leyenda para terminar por creérsela a fuerza de seniles olvidos y de rememoraciones infinitas.
            Si en aquel entonces se excluía de tal honor a quienes padecían deficiencias (físicas o psíquicas) y a quienes, en suma, no daban la talla, humillación que algunos arrastraban el resto de sus días, hoy, en cambio, la nómina de los que se libran ha engordado gracias a la recuperación de un concepto, tan ético como íntimo, que existe desde hace siglos y que ya los espíritus religiosos supieron apropiarse como inveterado estandarte de sus credos: hablo de la que llaman conciencia. En efecto, nuestro actual sistema de gobierno ha tenido a bien rehabilitar el vocablo y cuanto significa para, unido a otros, forjar locuciones del tipo de, por ejemplo, libertad de conciencia (como si la conciencia pudiera no serlo en algún caso), votar en conciencia (ídem de ídem, porque qué es votar sino eso, un acto supremo de conciencia) o, inclusive, presos de conciencia (que siempre los hubo, pero que no estaban bautizados). Paradójicamente, hoy, en España, los únicos presos de conciencia son esos jóvenes que no transigen con el anacronismo escandaloso y masculino de la obligatoriedad miliciana; pero no se les pone esa etiqueta bondadosa (sería como reconocer su derecho antibélico de conciencia), sino que se les señala con el seguro lastre de insumisos, lo que en términos jurídicos viene a significar más o menos esto: despreciables individuos que no se someten solidariamente a los mandatos del Estado ni a un servicio tan inútil como discriminatorio (digo sexualmente discriminatorio, según el principio de igualdad que expresa la Constitución de 1976). Antaño no había insumisos, sino desertores, palabra que yo escuchaba de niño en los relatos del abuelo y que siempre anudé con la idea irremediable de tragedia: los desertores, como los exiliados políticos, huían a pie por la frontera de Francia para no regresar nunca, porque el regreso les hubiera deparado un consejo de guerra y, quizás, la muerte.
            Pues bien, entre éstos y aquéllos, entre los asociales insumisos y los honorables mozos de reemplazo, estamos nosotros, los objetores, también nombrados objetores de conciencia. No he de ocultar que la mayor parte de los objetores somos en realidad insumisos de conciencia, pero nos han faltado agallas o nos han sobrado razones para no incurrir en un delito tipificado en el Código Penal. Sin embargo, se nos castiga con cuatro meses más respecto al soldadito de reemplazo y se nos destina a cualquier centro público para realizar una supuesta prestación (pero en absoluto voluntaria) social (que suena tan bonito) y sustitutoria (es decir, de segunda clase), cuyos términos específicos siguen siendo confusos en la práctica, lo que provoca que en el entorno sindical se nos tenga bajo sospecha permanente. El resultado es que nosotros, los objetores, los que no hemos sabido ceder al regio orgullo cuartelario ni tampoco a la valentía suprema de la insumisión, somos en verdad los únicos sumisos de esta historia: castigados sin delito, mal vistos por unos y por otros, no somos más que blanda carne de burgués con nuestros estudios terminados y con la imposibilidad de más prórrogas y con la abrumadora sensación de estarle haciendo el juego al Estado que nos somete; un juego perdido de antemano, porque nos engañaron (y aceptamos el engaño) a conciencia. Nosotros, los sumisos, los prestatarios conformistas, somos también el hermano díscolo de la fanfarronería soldadesca, y somos -necesarios al cabo, como Judas- la redención final del insumiso que soporta su encierro con algunas carencias elementales, sí, pero con la conciencia bien tranquila.

lunes, 2 de abril de 2012

MORATALLA (II)

(Continúa el Pregón de las Fiestas Patronales)

- II -

Leído en Moratalla (Murcia) el 6 de julio de 1996

Para mí, como para ustedes –lo sé-, Moratalla significa mucho más que eso, quizá porque sin ese nombre que siempre irá unido al mío las sensaciones y los caminos de mi infancia hubieran sido otros muy distintos, y desde luego yo no hubiera sido el que fui ni sería ahora el que soy ni estaría en estos momentos aquí, ante ustedes, tratando de explicarme con ustedes este destino que es el mío y que es el de todos ustedes.

Moratalla, la Moratalla que yo he respirado y he sentido y he odiado y añorado y solo ahora empiezo a comprender un poco, con la ayuda de estas reflexiones atemperadas por escrito, esa Moratalla –digo- es también la Moratalla de todos aquellos que emigraron en los años más crudos con una triste maleta bajo el brazo y que ya no han querido o no han podido o las circunstancias no les han dejado regresar; y es también la Moratalla de todos aquellos que supieron y saben lo que son dos días de tren, cargados de esperanza y de ilusión, y lo que son cuarenta o cincuenta días más cortando los racimos ajenos y hundidos en el fango ajeno de un país ajeno, y otra vez dos días de tren rumiados de nostalgias y con un fajo de billetes hasta que se divisa el pueblo desde La Loma y la emoción les llena de lágrimas los ojos; y es también la Moratalla de todos los hijos y de todas las mujeres de entonces, la de quienes compartíamos el falso privilegio de quedarnos aquí, aguardando a los que se iban en un pueblo casi despoblado, la de quienes escribíamos las cuatro letras de rigor y la escueta esquela de la abuela diciendo que al recibo de la suya aquí nos encontrábamos todos muy bien G.A.D., o lo que es lo mismo, gracias a Dios, mujeres e hijos que ya nunca olvidaremos la inefable incertidumbre de esperar a los que se fueron durante incontables noches de frío y de lluvia en aquel cuartucho habilitado para recibir al renqueante coche de línea; y es también la Moratalla de quienes hasta no hace mucho salíamos al atardecer para pedir a los vecinos un palico leña p’al castillo la Purísima, y es la de quienes bailábamos el zompo y jugábamos a la vaca y volábamos nuestras cometas en el Patio de los Yébenes, y es la de quienes todas las tardes nos pateábamos el cerro hasta llegar a Las Balsicas para que los muchachos grandes no nos dejaran intervenir en un partido improvisado que no duraba más de media hora y que solía terminar a pedradas, y es la de quienes asistíamos atónitos a los primeros redobles alevosos y nocturnos en una vieja casa de la calle Palomar donde se ponían a secar las pieles y donde luego se armaban aquellos tambores de cordel que a nosotros, a los críos de aquel entonces, nos sonaban con un misterio especial, con un misterio que desgraciadamente ya no tienen para casi ninguno de nosotros, y es la de quienes apostados durante horas y horas a la entrada del pueblo hemos aguardado en balde la anunciada visita del Tío de la Pita con su tamborilero acompañante y con su clásico tará-tará-tararí, ora pro nobis, y es la de quienes hemos perseguido año tras año el olor antiguo de los boquetes de la infancia, ese olor salvaje a amanecer de pólvora y a pasodoble inequívoco y a madera con resina y a miedo irremediable en la mañana mágica del primer encierro.

Podría seguir enumerando, demostrando con recuerdos que son míos y que son de todos ustedes que esta y no otra es la verdadera biografía de cualquier moratallero, se precie o no de serlo, la historia que siempre ignorarán más allá de las mal disimuladas curvas del Caracolillo y más abajo de la finca de Ulea; porque la verdadera identidad de un pueblo está ahí, está en las calles de la infancia y en los caminos serpenteantes de la primera juventud, cuando todo era expectativa del sentir y todo era sorpresa de los miembros y todo certeza inocente de la felicidad; está ahí, sí, mucho más que en el discurso exaltado y rimbombante y lleno de incursiones librescas muy a propósito con que nos quiera marear cualquier extraordinario pregonero, sea cantante, político, matador de toros o escritor muy vendido, por ilustre que este sea.

No, queridos amigos y amigas, no somos perfectos, ni es precisamente el nuestro el mejor ni el peor de los pueblos, ni necesitamos a nadie que nos venga a pregonar lo contrario como un ángel anunciador de las maravillas del infierno, o viceversa. Pero es verdad que sin ser perfecto ni ser el mejor –porque cualquier pueblo lo es para sus moradores-, este es nuestro pueblo y esta nuestra tierra y este el vínculo que nos une, y es verdad que mucho o parte de lo que somos, bueno y malo y regular, es a este pueblo y a esta tierra y a este vínculo a quien se lo debemos, y es en él –es decir, en nosotros mismo- donde hemos de buscar las respuestas que no nos dará nadie y las soluciones que hacen falta si lo que queremos es mejorarlo y mejorarnos.

Estoy convencido de que no aman más a su tierra quienes continuamente la ponderan y ensalzan, refiriéndose a ella como si no hubiera otra, porque esos que así hacen, aunque no lo sepan, están cegados por el peor de los males de este mundo, que no es otro que la ignorancia satisfecha de sí misma. Ya lo escribió mucho mejor que yo, en apenas dos versos, el poeta Antonio Machado: Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora. No, no seamos tan necios como para despreciar lo que no sabemos o no hemos visto, no nos miremos el ombligo como si fuéramos el centro del universo, no nos conformemos tampoco con lo que somos ni hagamos bandera de nuestras mezquindades, ni nos creamos todos los halagos con que nos tientan las lucidas lenguas mercenarias, ni nos revolquemos en el aislamiento narcisista y estéril que propicia la incultura, ni seamos los falsos mesías del falso progreso con que se nos engatusa desde la ignorancia consabida de las instituciones.

No es sino mi profundo amor por este pueblo, que es el pueblo y la tierra de mi gente, el que me obliga a ser tanto más crítico con él que con otros, y es este apego insustituible el que nunca me ha dejado ni me deja ahora transigir con sus defectos –que los tiene, como todos los pueblos, y que no son pocos-, porque me duelen sus defectos y me duelen sus problemas endémicos, porque cada defecto y cada problema de este pueblo que somos todos, ustedes y yo, es también un defecto y un problema mío, que he sido y soy parte de él, y es un defecto y un problema de mis amigos de aquí, y de mis vecinos de aquí, y de los miembros de mi familia que aún viven y de los que ya han muerto, y de nuestros antepasados comunes y lejanos, y de todos nosotros, en definitiva.

No quiero concluir esta lectura sin dejar de animarles, con todo mi afecto y mi respeto, a que disfruten serenamente de los momentos festivos que se aproximan, y, asimismo, confío en que mis palabras de esta noche, lejos de aburrirles como a mí me aburrieron las de otros, les hayan servido de estímulo para la reflexión y les ayuden en el futuro a recuperar la conciencia real de lo que somos y de lo que para nosotros, paisanos todos, significa ser hijos de una misma tierra y de un mismo pueblo al que llamamos Moratalla.

Muchas gracias.