jueves, 6 de diciembre de 2012

UN ENCARGO


Fue un encargo que se me insinuó en la madrugada cálida del verano y que yo alenté y asumí gustosa y –como se suele adverbiar cuando en los motivos no participa el vil metal- desinteresadamente. El expresidente de la Peña Flamenca de La Unión era también, a la sazón, mi cuñado político, y entre la dignidad de su legítimo cabreo y el ánimo contrariado de otros vecinos de aquel pueblo, dimos en redactar un artículo que, con tono sobrio pero incisivo, denunciase siquiera por un día el flagrante fallo del jurado del Festival. Yo, sin entender de cantes, era ya entonces un letraherido inquieto a quien no había que convencer mucho para que, siendo justa la causa, pusiera mis talentos expresivos al servicio de quienes los necesitaran. Firmó los folios D. José Martínez Martínez, hoy mi excuñado político, bajo el señuelo de autoridad de la Peña que hubo presidido, y antes de mandarlos al periódico se recaudaron algunas decenas de firmas de adhesión. Que yo recuerde, he vuelto a ejercitarme otro par de veces más en tal modo de caridad filológica, salvo que para esos casos mis labios permanecerán tan sellados como hasta ahora.


LA LÁMPARA, MENOS ‘MINERA’

La verdad, Murcia, 27 de agosto de 1998


            La XXXVIII edición del Festival Nacional del Cante de las Minas, que se celebra en La Unión cada año durante la segunda semana de agosto, se cerró en la madrugada del domingo 16 con la emisión del fallo del concurso en sus variedades de baile, guitarra y cantes varios, y con la consiguiente entrega de los premios. De todo ello da buena cuenta en su reportaje para La verdad el señor Gregorio Mármol, quien al referirse a la concesión de la Lámpara Minera (al mejor cante por mineras) señala que “la decisión del jurado calificador fue protestada por un pequeño sector del público”. Puesto que personalmente me considero parte de ese pequeño sector de público, he creído necesario redactar unas líneas y dar una explicación a todos aquellos aficionados y curiosos que, estuvieran o no presentes esa noche, desconocen los verdaderos entresijos del concurso y las circunstancias reales que, en este caso, rodean el fallo.
            En primer lugar he de decir que ese fallo, en lo que concierne a la Lámpara Minera, estaba dictado desde hace meses, desde el instante en que se amañó la composición de un jurado descaradamente afín al clan de los Piñana; para ello bastaba con mover los hilos de las influencias (que las tienen los Piñana, también en el mundillo del periodismo regional), traerse de Murcia a un par de profesores al parecer muy sabios y luego contratar aquí, en La Unión, a señalados adláteres que supieran amoldarse a sus sapientísimos designios. Dicho y hecho: el muchacho de Piñana se coló en las semifinales cantando cosas que él y sus allegados llamaban mineras; y después se coló en la final, hasta que, como ya nos temíamos quienes lo habíamos escuchado en las pruebas clasificatorias, le brindaron el suculento cheque por 750.000 pesetas. Yo no sé qué porcentaje del público que asiste al Festival sabe distinguir los palos más elementales del cante, ni si ese mismo porcentaje sabría decir qué es y qué no es una minera, con sus tonos altos, medios y bajos. Yo no sé si entre los turistas foráneos que se acercan desde La Manga, las autoridades con pase de protocolo, los flamencólogos de salón, las esculturales acompañantes de los nuevos folcloristas y los amigos, familiares y demás advenedizos de la cosa flamenca habrá muchos que sepan, por ejemplo, quién es Pencho Cros, ni si lo habrán escuchado alguna vez para saber cómo tiene que cantarse una minera. Desde luego, lo que cantó el muchacho de Piñana la otra noche podía ser cualquier otra cosa, pero nunca una minera, y sin embargo los señores miembros del jurado le dieron la Lámpara y el cheque.
            Este es el final de la historia, pero la historia se remonta varios años atrás. Poco después de la edición de 1993, el padre del muchacho, resentido porque le habían descalificado a su hijo, firmó un largo artículo titulado La otra cara del festival, donde, aparte de mostrar su mezquindad cultural desacreditando el cante por mineras (“se van quedando cada día artísticamente más solos. Siguen luchando por un cante que no tiene sentido alguno”, decía), arremete contra el jurado que dio el premio al entonces joven barcelonés Miguel Poveda (que ahí está para escucharlo y para que los entendidos hagan sus comparaciones) diciendo que “la sentencia ya estaba echada” y otras lindezas como esta: “En la pasada edición del Festival el fallo fue estrepitoso, y en verdad que habría que preguntarse, después del resultado, ¿qué saben Pencho Cros (…y otros…) de cante?” Respecto al bueno de Pencho, mejor es dar la callada por respuesta y que lo juzgue la verdadera historia de estos cantes; respecto a esos otros, cuyo nombre omito aquí por respeto, no estaría de más recordarle al señor Piñana que alguno de ellos ha sido parte del jurado que recientemente le ha regalado el premio a su muchacho.
            Mi abuelo, que no era un sabio, solía decir a veces que hay dos formas de hacer las cosas, bien o mal, y que no caben términos medios. No se trata, como el señor Piñana insinúa con sus aires de grandeza, de ser ‘piñanero’ o ‘antipiñanero’; se trata de algo tan sencillo –y tan difícil- como es cantar bien esta modalidad autóctona que encuentra su hondura y su sentido en nuestra tradición. El muchacho de Piñana, a fin de cuentas, no tiene la culpa de irse en los tonos más elementales y no saber hacer una minera según los cánones que rigen el concurso. Pero sobre los ilustres miembros del jurado pesará siempre la responsabilidad moral (si no de otro tipo) de haber otorgado el premio a quien no lo merecía, y, por tanto, de haber contribuido al desprestigio del Festival Nacional del Cante de las Minas en lo que se refiere a la Lámpara Minera (este año, lamparón).

sábado, 17 de noviembre de 2012

SOBRE LA GENERACIÓN LITERARIA DE 1898


A cualquiera de los profesores que impartía el Curso de Orientación Universitaria en el instituto Baquero Goyanes se le ocurrió aleccionar a las muchachas y muchachos de aquel año con un ciclo de charlas específicas en el salón de actos, espacio más solemne que el aula, para engordar las actividades de la semana cultural y contribuir, de paso, a conmemorar el centenario simbólico de aquella generación así denominada: del 98. La lógica imponía que ese toro lo toreasen los respectivos jefes de departamento –de Geografía e Historia, de Latín y Griego, de Filosofía, de Lengua y Literatura…-, compañeros más dotados y con más galones (puede que incluso catedráticos de pata negra, como les gustaba definirse para magnificar el trámite de su examen en Madrid), y también con más experiencia objetiva (esto es, con más trienios y sexenios en el arduo andamiaje de las jerarquías internas). Pero mi jefe de entonces se inhibió, no sé si porque le vendría grande la tal lidia, y tuvo la ocurrencia de cederle generosamente el capote a uno que pasaba por allí. Entre bromas y veras, me tomé la molestia de construir un texto desenfadado, un discurso en clave de humor con el que busqué la complicidad de un grupo humano que, a día de hoy, por desgracia, ya no suele circular por las mismas aulas del mismo instituto. 
 

RAMIRO DE MAEZTU ET ALIA

Leído en el instituto Mariano Baquero Goyanes, el 27 de marzo de 1998

Cuando se me propuso participar en este encuentro o simposio, más o menos académico y a la vez más o menos lúdico, a propósito de la conmemoración este año del primer centenario de la llamada Generación del 98, lo primero que pensé fue qué os podría yo contar sobre ese tema tan lejano y al mismo tiempo tan actual, qué podría yo decir que os resultase lo suficientemente interesante, y provechoso, y ameno, y así evitar que os aburrierais con esa solemnidad soberana con que se suelen aburrir los alumnos y las alumnas que acuden de vez en cuando, como vosotros y vosotras, a actos tan bienintencionados y solemnes como éste.
            Después, ilusionado con la perspectiva de subirme a una tarima y adueñarme de un micrófono –lo confieso: hice este discurso pensando seriamente que tendría un micrófono-, y ser así, durante unos minutos, el protagonista momentáneo de la sala, fui apuntando en mi cerebro y luego en el cuaderno una serie de ideas que quizás se podían tratar, mal que bien, a lo largo de una intervención que yo ya me quería imaginar rebosante de frases inteligentes y de citas textuales muy floridas y muy correctas, muy a tono con el motivo que nos reúne, citas extraídas para este encuentro de libros escritos por esos magníficos escritores que la Historia de la Literatura, a la que le encantan los encasillamientos y las etiquetas definitivas, suele agrupar bajo el membrete teórico de ‘Generación del 98.
            Anoté en aquel cuaderno, por ejemplo, que me tendría que centrar tan sólo en los autores fundamentales de ese grupo generacional, que son, como ya sabéis, don Miguel de Unamuno (bilbaíno, y profesor de griego en la Universidad de Salamanca), don José Martínez Ruiz, Azorín (emparentado con la ciudad murciana de Yecla), don Pío Baroja (otro vasco, y, según se cuenta, solterón cascarrabias, pero de buen corazón), don Ramiro de Maeztu (de quien nadie habla nunca), don Ramón María del Valle-Inclán (eximio y lúcido y bohemio, no menos extravagante que el marqués de Bradomín que él inventó) y, cómo no, el poeta don Antonio Machado (andaluz, profesor de lenguas vivas, un hombre bueno en el buen sentido de la palabra). Anoté con cierto arrebato en mi cuaderno algunas características que casi todos los libros de texto y los manuales de uso suelen considerar comunes a todos ellos, desde la sobriedad de su lenguaje a la voluntad antirretórica, desde el pretendido cuidado de la forma al gusto por las palabras tradicionales y terruñeras, desde la tendencia al lirismo en el ritmo de la prosa a la visión del paisaje como trasunto del estado del alma.
            Anoté y localicé y fotocopié para tal fin algunos textos entrañables que yo recordaba haber leído hace años, y que ahora, apurado por la urgencia de tener que prepararme este breve discursillo para vosotros, regresaban oportunos a mi mente, y con ansias renovadas. Así, señalé un fragmento de Baroja que muchos de vosotros conocéis porque está en la novela El árbol de la ciencia, en concreto ése que empieza con una frase definitiva y, al menos para mí, apabullante: “Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo”; recordé también aquel otro de Valle-Inclán incluido en una página de Luces de bohemia, donde define el concepto de esperpento sirviéndose de los espejos cóncavos, deformantes, que al parecer alguien había puesto en el callejón más felino de Madrid en el primer cuarto de siglo; y entresaqué alguna evocación del paisaje, una de las muchas que brotaron de la pluma limpia y minuciosa del más estilista de todos, que sin duda fue Azorín; y me embriagué de párrafos donde Unamuno expresaba su terrible agnosticismo, su perpetua agonía de cristiano que aún no sabe que lo es sin remedio; y, en fin, marqué un poema de Machado para mí muy revelador, cual es el que le escribió a su buen amigo José María Palacio, enfermo aquél de nostalgias primaverales, o ese otro no menos conmovedor que le dedica a un olmo seco, a un olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, al que, con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas verdes le han salido. De Ramiro de Maeztu no anoté nada porque de él nadie habla nunca.
            Anoté todo eso y algunas cosas más que ahora me callo porque me ha dicho un pajarito que tenemos el tiempo limitado, y no quisiera yo abusar de vuestra paciencia. Pero después, al cabo de los días, revisando esos apuntes del cuaderno para ponerlos en orden y poder redactar esto mismo que estoy leyendo ahora sin el micrófono que imaginé, caí en la cuenta de mi ligereza, acaso disculpable, y me obligué a sincerarme conmigo mismo (que es, como sabréis a su debido tiempo, la forma más cara de sinceridad), y procuré, de paso, ser honesto con quienes fueran a escuchar estas palabras.
            No, me dije; no me va a ser posible ensartar para un grupo de alumnos y de alumnas que ya me retan con sus bostezos una retahíla de tópicos que conmemore y ensalce con dignidad a los componentes dignísimos de esta generación literaria de 1898. Y no me va a ser posible, entre otras cosas, porque yo nunca he creído en las etiquetas generacionales, ni siquiera me acabo de tragar el concepto ése de ‘generación’ que, aprendido de un tal Peterson (o Petersen, no recuerdo bien), anda por ahí en boca de críticos sagaces y de catedráticos estupendos que repiten sin empacho ésta y otras sagacidades de los críticos.
            Es verdad que los señores Unamuno, Baroja, Azorín, Valle-Inclán, Machado (Antonio) y algún otro como Maeztu (de quien nadie habla nunca) coincidieron en una época histórica muy concreta y en un país también concreto, y ya eso por sí solo, cuando hay talento y sensibilidad y espíritu crítico, se basta y se sobra para reunirlos como a un grupo de escritores merecedores de nuestro interés y de nuestro aplauso. Y es verdad que todos ellos compartieron y padecieron esa crisis espiritual de finales de siglo y que a menudo lamentaron la situación francamente lamentable del país en el que les había tocado vivir, un país que nadie ha reflejado en la pintura mejor que don Francisco de Goya y Lucientes, un país grotesco, esperpéntico, un país de charanga y pandereta todavía viciado por delirios de grandeza y por una plaga eterna de quijotes remolones, un país invertebrado, como un poco más tarde lo llamaría con acierto el insigne Ortega, y un país que la mirada de Baroja retrató con maestría irónica y con arrobas de desaliento en muchas páginas de sus libros, también en el titulado El árbol de la ciencia, ése que alguno de vosotros conoce tan bien gracias, sin duda, al buen oficio de vuestros estupendos profesores.
            En fin, que nadie se engañe: los escritores ‘noventayochistas’ no son más ni son menos que extraordinarios observadores de una época de decadencia de los valores patrios (porque, me atrevo a decir hoy aquí, delante de gente autorizada, la decadencia es el estado habitual de esto que denominamos España, y si alguno de vosotros lo duda, ahí está la historia, la historia verdadera, la historia con minúscula, la intrahistoria unamuniana, para corroborarlo). Todos ellos, más otros que nunca se nombran pero que estuvieron ahí (como Maeztu, al que nadie cita nunca), fueron atentísimos observadores de la esencia española y de la realidad de su tiempo, a veces condescendientes con su atraso de siglo, a veces muy críticos y muy punzantes, a veces delicados y entusiastas, insustituibles cantores de sus tierras y de sus costumbres y sus gentes. Lo único que los une, según mi corto entender, es el uso escrupuloso y respetuoso de una lengua que en términos perifrásticos hemos dado en llamar, y no por casualidad, la lengua de Cervantes. Eso es lo que los une, y también una cierta predisposición y una noble capacidad para mirar a su alrededor y detectar el significado profundo de las cosas, habilidad, por cierto, que uno echa en falta en buena parte de los escritores que hoy en día nos circundan con sus éxitos editoriales y con sus premios millonarios.
            Hay, a propósito, y con esto voy terminando, un texto de Azorín, un fragmento programático de su libro de artículos Tiempos y cosas, donde, después de describir con el sigilo de un orfebre del idioma todo cuanto él ve desde la ventana de su despacho (“Yo tengo una profunda simpatía por los tejados”, dice al principio de un párrafo), resume en muy pocas líneas la postura del escritor y del artista, del verdadero escritor y del verdadero artista, diré mejor, así en el 98 de hace un siglo como en el 98 del presente. Poned atención a sus palabras, que ya cito: “¿No sentís vosotros esta concordancia secreta y poderosa de las cosas que nos rodean? ¿ No veis en esta pequeña ciudad una vida tan intensa, tan bella como la de las más grandes y tumultuosas urbes del mundo? Todo merece ser vivido en la vida; no hay nada que sea inexpresivo, que sea opaco, que sea vulgar a los ojos de un observador. Si vosotros afirmáis que este pueblo es gris y paseáis por él con aire de superioridad abrumadora, yo os diré que la vulgaridad y la monotonía no está en el pueblo, sino en vosotros”.
            Antes de concluir, me gustaría hacer una mínima advertencia a los alumnos de COU que tienen que examinarse de Literatura en la prueba de selectividad; y es que, si os sale, pongamos por caso, El árbol de la ciencia de Pío Baroja, no se os ocurra en ningún momento decir, como yo he dicho, que no creéis en el concepto de ‘Generación del 98, porque os puede costar caro. Me temo que los profesores que os van a evaluar se sentirán (nos sentiremos) muy felices y muy dichosos si vosotros seguís repitiendo como chicos buenos y aplicados (y como chicas buenas y aplicadas, sí) la misma cantilena de siempre, la misma que a ellos les contaron en su día y que ellos, nosotros, ahora os transmitimos como verdad irrefutable, porque la historia de la literatura, supongo que ya lo iréis conociendo en vuestras carnes, es bastante conservadora en sus cosas, o bastante inmovilista, o bastante conformista, no sé bien cómo llamarlo. Y cuando hayáis aprobado la selectividad, entonces sí, leed por vosotros mismos a Unamuno, a Azorín, a Baroja, a Valle, a Machado y a Maeztu, sobre todo al Maeztu ése de quien nadie habla nunca, y sacad vuestras propias conclusiones, que son en definitiva las que valen.

EL PLAGIO NECESARIO


Al comenzar el año 1997, en un encuentro azaroso, recibí el encargo filántropo de escribir algo sobre el plagio artístico, cualquier cosa, lo que se me ocurriera, para engrosar el primer número de una publicación colectiva que saldría en primavera: la revista, Attonitus, y “Fusilamientos” el lema inaugural del proyecto. Inmediatamente dije sí –lleva su tiempo aprender a decir no-, y casi sin transición fijé mis sentidos en uno de los asuntos que, como profesor y como escritor –años después me inspiró La víspera, un breve relato que todavía satisface mi maltrecha vanidad-, más me motivan en el vasto mundo de los azares literarios: el famosísimo caso del Quijote de Avellaneda. Lo entregué en el tiempo y la forma convenidos; asistí al aperitivo que animó la presentación oficial en Los Molinos del Río, sito en la ciudad de Murcia; jamás he vuelto a saber de aquellas gentes ni, tampoco, si su entusiasmo primigenio alcanzó al milagro de un número dos.

Attonitus, nº 1, mayo de 1997, pág. 30

Cuando en 1614 el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda dio a una imprenta de Tarragona su Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, seguramente no imaginaba que su relato de las nuevas aventuras del ya famoso epígono de la caballería andante estaba llamado a convertirse, junto a él mismo, en una magnífica y definitiva y nunca lo bastante ponderada prolongación de la prodigiosa inventiva de Cervantes. Huelga decir que nos hallamos ante un caso único e irrepetible en la historia de la literatura, y que sin este texto tan injustamente relegado por la crítica la continuación cervantina de 1615 no sería la misma ni hubiera alcanzado ese techo sublime de verosimilitud y perfección.
Lo mejor del Quijote de Avellaneda no es, strictu sensu, el Quijote de Avellaneda, sino el juego tan fecundo que su existencia previa, providencial, otorga al invencible de Cervantes. En efecto, lo que más sorprende aquí no es que los protagonistas de la segunda parte hayan leído la primera de 1605 -vértigo bien notado por Jorge Luis Borges en un ensayo memorable-, sino el que a esos mismos protagonistas les sea dada la oportunidad insólita de conocer la historia de lo que aún no les ha sucedido ni les está sucediendo ni van a permitir que les suceda, como no sea entre las tapas mentirosas de aquel libro de autor moderno y tordesillesco recién impreso en Tarragona; lo que sorprende más allá de todo cálculo es que don Álvaro Tarfe, personaje principal en la versión de Avellaneda, irrumpa de la pluma de Cervantes en el capítulo LXXII y denuncie ante el mundo que el señor don Quijote y su escudero Sancho, que él vio y trató largamente en Zaragoza, no eran los verdaderos que ahora tenía delante de sus ojos y sus narices; lo que nos sumerge en el misterio y en la paradoja ilimitada de la ficción es que este Sancho y este don Quijote nuestros, los ‘verdaderos’, quieran y sepan renunciar al falso destino que su falso biógrafo les había señalado, y que lo evidencien manifestando su intención, ahora, de no entrar en Zaragoza ni participar en sus fiestas del arnés –como estaba anunciado desde el principio del capítulo LII y como asimismo se insiste al finalizar el LVII-, y que, a cambio, varíen su rumbo hacia Barcelona.
El Quijote de Avellaneda no es un plagio –no hay tal cuando no se ocultan fuentes ni se niegan parentescos-, sino una continuación; pero una continuación desautorizada por los mismo personajes que hubieran debido protagonizarla. Más aún: ni siquiera es una continuación apócrifa, o ahistórica, ni una suerte de novela fantástica que no se ajusta en sus términos a los sucesos que refiere, sino una historia cabal que yerra únicamente ahí donde a su historiador más va a dolerle, esto es, en el papel veraz de unos protagonistas que se revelan impostores en el instante en que el tal don Álvaro Tarfe –el más privilegiado y el más ingenuo también, pues asiste a la impostura y no repara en ella hasta mucho tiempo después, ya en las páginas de Cervantes- acepta que se ha topado con dos quijotes y con dos sanchos tan ciertos y tan de carne y hueso como desiguales, y que son estos, no aquellos, los auténticos.
Así entendido, la hipótesis antigua de que el propio Miguel de Cervantes hubiera escrito el Quijote que luego él mismo reprenderá por boca de sus personajes no es una hipótesis descabellada ni absurda, pero sí demasiado truculenta como para resultar rentable. Más prudente –más estimulante- es pensar que Avellaneda fue una criatura requerida por la voluntad imaginativa de un genio que la necesitaba entre su vasta galería de formas inmortales. Vale afirmar, en suma, que Cervantes engendró, o que propició intelectualmente, al licenciado Fernández de Avellaneda para que este relatara la pantomima necesaria de dos locos de Argamesilla que se hacen pasar por protagonistas de una historia ajena, de una historia que cualquiera de ellos leyó acaso en un libro editado en Madrid unos diez años antes, hacia 1605. Al fin, al dejar de emular a palmerines y amadises para reconocerse emulado por ser él, por ser el don Quijote de la Mancha que siempre quiso ser, tampoco don Alonso Quijano ha podido eludir su noble y venturoso y sin embargo triste destino caballeresco.

jueves, 21 de junio de 2012

LOS PREMIOS MARÍA AGUSTINA (II)

(Continúa el discurso)

Ellos son, en la modalidad de narración corta, Clara Martín Arpón y Rosana Murias Carracedo; y, en el apartado de poesía, Violeta Roca Valero y José Palomares Expósito, quienes han remitido sus trabajos, como para demostrar el arraigo y seguimiento que alcanza este certamen en toda España, desde cuatro comunidades tan alejadas geográficamente, pero tan unidas en la lengua, como son La Rioja, Galicia, Madrid y Andalucía.

Mientras leía el relato Sociedad anónima, de la gallega de Orense Rosana Murias, he notado en él algo que se me escapaba constantemente, un algo que trascendía el puro ámbito de las palabras escritas y que impregnaba la historia de ricos sones de leyenda, merced a un desarrollo cuasipoético de las peligrosas posibilidades que ofrece un lenguaje pretendidamente narrativo. Sorprende, al fin, que todo esté montado sobre el efecto irónico del título, que se vale a su vez de un sintagma fijado en el habla (“Sociedad Anónima”) para elevarse hasta ese significado originario y autónomo que posee, en sí mismo, cada vocablo.

Por su parte, Clara Martín, riojana de Arnedo, muestra en su relato Puesta en escena una enorme capacidad para interpretar y registrar las pasiones más profundas y contradictorias, movilizadas mediante una carta de amor que remite el protagonista. Acierta, además, al intuir ya el fecundísimo juego literario que suele aportarle a la literatura ese diálogo tan cervantino entre realidad y ficción, entre los verdaderos sentimientos de los personajes -actores de cine, en este caso- y la falsa pasión que protagonizan delante de las cámaras, durante el rodaje de una escena.

De los Poemas del estío, de Violeta Roca, que viene de Móstoles, destaca el tono lírico-descriptivo, en un verso libre, mas nunca libertino, que sabe conjugar los motivos tradicionales -tamizados desde una experiencia propia que cifra a veces en el soporte geográfico: Cadaqués, Lisboa, el Egeo- con otros de una originalidad, digámoslo así, ultramoderna, significada en el aprovechamiento poético de artilugios tan fríos y tan efímeros (tan fríos y tan efímeros según la estética que ahora impera) como una máquina de futbolín o un nuevo modelo de lavadora automática.

La imitación del maestro es, quizá, sobre todo al principio, el ejercicio más saludable para quien anda buscando su propia voz y su propio estilo. José Palomares, jiennense, de Linares, ha construido siete sonetos bajo la sombra inevitable y benigna del polifacético Quevedo, siete sonetos imbuidos de aquel espíritu de desengaño ingenioso y de lucidez mezquina con que aún hoy nos salpican nuestros clásicos más clásicos, los del Barroco; y he de añadir que salda suficientemente no solo las exigencias mínimas del aparato retórico, sino también ese difícil obstáculo que supone cualquier revisión de los tópicos de las mitologías.

Probablemente no sea yo el más indicado para dar consejos; y pienso, además, que en los difusos dominios de la literatura (como en cualquier otra manifestación artística) el camino solo puede ser individual, y, como dice el dicho, solo puede hacerse andando.

En efecto, a escribir se aprende escribiendo mucho y rompiendo mucho, no conozco más secreto que ese; pero también leyendo, y viviendo, y sacrificando: leyendo unos libros y dejando de leer otros, viviendo una sola vida y dejando de vivir las otras, sacrificándose constantemente en pos de esa quimera. Hay que elegir ese camino o renunciar a él, y cuanto antes mejor. Cada artista (y cada escritor, por supuesto) ha de inventar y protagonizar su propia y única e intransferible peripecia para llegar a ser, al fin, quien de verdad es, como quería el sabio Píndaro. Hay en el verdadero escritor, en el escritor de raza, una apuesta exclusiva y un compromiso permanente consigo mismo, un reto íntimo que bien pudiéramos apuntalar con tres palabras netas: humildad, autenticidad y perseverancia. En esto de la literatura no se trata, en definitiva, de competir con nadie -solo los mediocres se rebajan a la competición, y los hay a montones en las listas semanales de los más vendidos-; no, no se trata de competir, sino de saber en todo momento que se escribe por el placer inefable de escribir, sin esperar nada a cambio, sabiendo que uno es uno y que está cumpliendo su destino mientras aporta a su Obra lo mejor de sí mismo.

Alguien ha dicho que la patria del artista es su infancia; no, la patria del artista no es otra que la soledad, y quizá en el seno de esa soledad anide el espectro permanente de la infancia. Toda Obra se realiza en silencio, y acontece y triunfa necesariamente en soledad. Clara, Rosana, Violeta, José: disfrutad de estos instantes de gloria escurridiza que le estáis arrebatando a la soledad, son vuestros. Entre tanto, nosotros, los lectores, no debemos olvidar que estos párrafos vuestros y estas estrofas vuestras fueron escritos en la soledad de muchas horas, y que su resultado es fruto de una lucha encarnizada y necia que pocas veces alcanza la recompensa de veladas tan dulces como esta.

Pero sepan ustedes y sabed también vosotros –Clara, Rosana, Violeta, José- que el verdadero escritor no tiene nada que ver con estas cosas; que no tiene nada que ver con los premios, ni con las palmaditas en la espalda, ni con las recepciones en tumulto, ni con la bendición de un crítico más o menos advenedizo, ni siquiera con el aplauso inmediato del gran público. Sabed que la prueba que os está esperando desde mañana, cuando regreséis a vuestros hogares y a vuestra soledad y sintáis de nuevo el impulso orgiástico de la escritura en vuestras manos, la auténtica prueba, digo, será otra vez ese folio completamente blanco que se resiste al garabato y al milagro de la tinta, y lo mismo pasado mañana, y al otro, y al otro… Si queréis ser escritores, sabed de antemano que nunca estaréis seguros de serlo, ni siquiera de merecerlo, y que en ese viaje innegociable de aquel Ulises hacia la Ítaca del mito están también, simbolizados de alguna manera, vuestra felicidad y vuestro sino.

Os deseo mucha suerte a los cuatro; y a ustedes les agradezco su atención y su paciencia.

miércoles, 13 de junio de 2012

LOS PREMIOS MARÍA AGUSTINA (I)

Once años después de la gloria vana que conlleva cualquier especie de reconocimiento socioliterario –en aquel caso fue la excusa un primerizo premio de poesía- a la labor callada de quien pule versos y renglones para dignificar su soledad y engañar a su tristeza, los profesores de los institutos de Lorca que convocaban el Certamen María Agustina para jóvenes con menos de veintiún años vinieron a acordarse de mí, que ya me zambullía en la década de mis treinta con dos libros desapercibidos y con ningún caché, para hacer los honores que la tradición exige y desplegar mi discurso sobrio y fatalista ante la nueva generación de laureados. No sé cómo interpretó la concurrencia mis palabras de entonces, que se dijeron de pie y se expandieron desde el mismo micrófono con atril que usó después un alcalde, pero sí recuerdo que las butacas de la sala me miraban como a un gurú con hechuras de discurseador profesional y que luego, tras el aplauso convenido, entre canapé y canapé, las tres muchachas y el muchacho me pidieron los folios para llevarse puesta una fotocopia con mi autógrafo.


Leído en Lorca (Murcia), el 24 de abril de 1997

( I )

Hay en nuestras vidas, en la vida de cualquiera de nosotros, acontecimientos aparentemente triviales y aparentemente fortuitos que, sin embargo, tienen la potestad de restaurarnos a nosotros mismos, de reintegrarnos por unos minutos o por unas horas (o, acaso, ya para siempre) en aquellos que alguna vez fuimos o que soñamos ser, sin que medie en el prodigio la inexorable parsimonia que registran las agujas de todos los relojes.

Quiero decir que, a menudo, la simple percepción de un aroma, o una cierta tonalidad del horizonte, o quizá una efímera mariposa disecada entre las páginas de un manoseado libro de Ciencias o de Historia, consiguen devolvernos esos momentos de nuestro pasado en que fuimos dichosos, o lo que es lo mismo, esos momentos que ahora reinventamos urgidos por la dicha de creer que lo fuimos.

Otras veces, muchísimas, la aventura del retorno sabe vivir agazapada entre las cosas más irrelevantes, coexistiendo en la sombra y en medio de la vulgaridad formidable de esos hábitos que llamamos cotidianos, acechando su ocasión tras la menos idílica de todas las excusas; por ejemplo, tras una inesperada llamada de teléfono.

Así, cuando hace un par de meses las personas que coordinan esta XXIII edición del Certamen Literario “María Agustina” contactaron conmigo, por teléfono, para invitarme cordialmente a participar en este acto, seguramente no alcanzaron ni a sospechar siquiera que con ello, con esa parda minucia tecnológica que consiste en marcar unos dígitos y aguardar una señal y luego una respuesta, estaban contribuyendo a recuperar en mí, para mí, a ese jovencito que fui de dieciocho o de diecinueve primaveras.

En efecto, desde el instante en que ellos me lo propusieron y yo acepté este honor, y nos emplazamos para la cita solemne de esta hora y de este día, aquí, junto a todos ustedes, debo admitir que los pálpitos del compromiso recién adquirido se mezclaron con los recuerdos lejanos de aquella otra tarde de hace diez u once años, de aquella primorosa tarde de mayo de 1986 en que, por vez primera, circulando con mi padre a través de carreteras secundarias y de paisajes agrestes, visité esta entrañable ciudad para recibir no solo mi primer premio literario importante, sino, por qué no decirlo, también mi primera compensación a tantas horas de desvaríos y de secretas ilusiones animadas por la literatura: un cheque por valor de cincuenta mil pesetas (de las de entonces) y un diploma surcado con mi nombre y apellidos que mis padres, orgullosamente, se apresuraron a enmarcar.

Las cosas que nos ocurren por primera vez pueden permanecer ocultas en un letargo riguroso de años, lustros o decenios, pero siempre conservarán para nosotros su imborrable resto de pureza y simbolismo, una magia incierta que igual se nutre de memorias que se atiborra de olvidos, para luego perpetuarse en esa sustancia nueva y definitiva que da forma y materia a los recuerdos.

Lamentablemente, he extraviado los pormenores; no sé cómo cayeron en mis manos las bases de aquella convocatoria, y no puedo precisar tampoco qué extraño impulso me acompañó mientras enhebraba aquellos versos alentados por el desamor y por la tristeza, aquellos versos que hoy juzgo de una efusividad elemental y casi vana, aquellos versos que mis dedos mecanografiaron con una morosidad parvularia, letra a letra, palabra a palabra, y de los que más tarde hice tres copias que introduje, ceremoniosamente, en un sobre grande y anónimo, distinguido tan solo por el señuelo cómplice de un lema que, lamentablemente, también he olvidado.

Pero lo cierto es que aquel encuentro literario, en la Lorca de hace toda una década, permanecía dormido en mi memoria, como esperando, paciente, la chispa que lo reviviese, y esta comunicación telefónica de hace un par de meses, con los coordinadores del certamen, a mí me sirvió para reencontrarme de repente con las circunstancias y con las sensaciones de lo que -hoy puedo afirmarlo ante ustedes sin miedo a equivocarme- significó mi verdadero bautismo de escritor para un público que, de algún modo, había valorado, si no mi talento, sí al menos mi entusiasmo primerizo e inédito.

Confío en que sabrán disculpar la licencia de esta breve incursión autobiográfica; pero es que me ha parecido oportuno y conveniente indagar hasta qué punto va unido mi humilde destino de escritor -no hay falsa modestia en mis palabras: pienso que cualquier destino de escritor, si de verdad lo es, tiene que ser humilde, por principio-, hasta qué punto va unido mi destino, decía, a este premio, el “María Agustina” de Lorca, evidenciando así, de paso, más allá de mi propia y particular vivencia, la necesidad natural, casi biológica, de estos concursos que subsisten milagrosamente gracias al empeño de unas pocas personas, al margen de los circuitos comerciales, y que están pensados por y para jóvenes de la talla de estos cuatro que hoy, aquí, merecen nuestro reconocimiento y nuestro aplauso.

(Continuará)


martes, 8 de mayo de 2012

EL DÍA DEL LIBRO

Una mañana llamó al teléfono del instituto -en aquel entonces todavía no habían proliferado los móviles personales- un funcionario de la Editora Regional de Murcia que preguntó por mí y, tras alguna zalamería, me invitó a presentarme en menos de cuarenta y ocho horas en la Biblioteca, al objeto de improvisar una charla de autor y departir con varios grupos de alumnos de secundaria que ya habían sido citados con motivo del Día del Libro. Entendí que no tenía más remedio que aceptar -en aquel entonces yo aún no había aprendido a decir que no-, pese a intuir que se trataba de un acto irrelevante, sin compensación ni honorario de ningún tipo, de una encerrona que los gestores de la política cultural rentabilizarían a mi costa y a la de otros escritorcillos incautos o simplemente presuntuosos, y que si echaban mano de mí en el último momento era por imprevisión o porque les habría fallado cualquier nombre con más pedigrí que el mío. Juraría que pronuncié un texto mucho más entusiasta -en aquel entonces yo era un optimista de solo treinta años- de lo que hoy soy capaz de recordar.


Leído en la Biblioteca Regional de Murcia, el 23 de abril de 1997

No nos engañemos: si yo estoy aquí es porque, libremente, sin coacción de ningún tipo, he escrito y luego me he ocupado de que me publiquen un par de libros de poemas; y si vosotros estáis ahí es porque entra en el universo de lo posible que algún día, también libremente, sin coacción de ningún tipo, os convirtáis en los lectores que andan buscando cualquiera de los dos libros de poemas que he escrito y que me han publicado. La fórmula que se me ocurre improvisar aquí, para todos y cada uno de vosotros, es muy sencilla y es siempre la misma:

ALGUIEN ESCRIBE ALGO

PARA QUE LO LEA ALGUIEN.

Lo cual, traducido a nuestro caso concreto, a nuestro aquí y a nuestro ahora, se podría resumir en el siguiente enunciado:

SI YO ESCRIBÍ ESTE PAR DE LIBROS DE POEMAS

ES PARA QUE DESPUÉS PUEDAS LEERLOS TÚ.

Entre ese YO que abre la frase y ese TÚ que la cierra, dentro de ese paréntesis imaginario que se produce en el espacio que media entre los dos pronombres, entre el TÚ y el YO, es donde, a mi entender, se encuentra lo más importante de todo, lo que hoy nos ha traído hasta aquí, tanto a vosotros como a mí: el libro, cada uno de mis libros. Con esto vengo a deciros que si un libro existe es, en primera y última instancia, gracias a esos dos personajes que hasta ahora no se conocían de nada, y que son precisamente quien ha escrito el libro y quien se dispone a leerlo.

Así pues, estos dos libros míos que orgullosamente he traído conmigo y que están firmados por mí, con mi nombre y mis apellidos, podrán alcanzar todo su ser y todo su valor real, todo su valor como instrumentos de cultura, no solo gracias a quien los escribió (en este caso YO), sino también, y muy especialmente, gracias a la colaboración final de cualquiera de vosotros (TÚ o TÚ o TÚ), de aquel de vosotros que se decida a abrirlos y a leerlos. Tened presente que si faltase alguno de los dos, solo uno, si faltase quien los ha escrito o quien los va a leer, no habría entonces ninguna posibilidad de comunicación entre nosotros, y por lo tanto tampoco se podría hablar de verdaderos libros, sino apenas de un par de objetos perfectamente encuadernados e impresos que se van cubriendo de polvo y de olvido en las estanterías de cualquier biblioteca o en el almacén de cualquier librero o editor.

Lo que os vengo a decir con todo esto es que mis dos libros, estos que he traído conmigo y que me llevó algún tiempo escribir, existen como meros objetos desde el momento en que fueron publicados; pero que no existirán en su totalidad para vosotros, como no existirán para nadie (o estarán incompletos, imperfectos), mientras no os acerquéis a ellos y los recibáis por vuestra cuenta, individualmente, a solas, sin que deban interponerse entre cada uno de vosotros y yo mismo más que las propias páginas, con sus palabras y con sus versos y con sus imágenes más o menos bellas y desgarradoras. Desde ese instante, desde que TÚ empieces a leerlos y a desbrozarlos poco a poco, estos libros empezarán también a dejar de pertenecerme a mí para empezar a pertenecerte a ti (o a ti, o a ti, o a ti), a todos y a cada uno de los lectores que se atrevan a visitarlos.

Sí; aunque parezca raro, serán ya más tuyos que míos, tendrán más que ver con tu propio mundo que con el mío, y eso por la razón sencilla de que leer consiste, básicamente, en saber interpretar los textos desde la posición de cada uno, según su experiencia particular y su particular sensibilidad y su cultura particular. Leer consiste en alimentarse espiritualmente e intelectualmente de lo que alguien ha dejado escrito, y ya todos sabemos que quien se alimenta crece y se hace más fuerte, y si se alimenta con gusto, tanto mejor, también en el caso maravilloso de los libros.

Significa esto que cada uno de vosotros posee la facultad de recrear, o de volver a crear para sí mismo, todo cuanto lee, según sea su forma de ser y según sea su perspectiva personal de las cosas, y esa perspectiva, en tanto que es humana, es siempre única y es siempre distinta de la del resto de lectores que hayan tenido, tengan o vayan a tener estos dos libros que he convertido en protagonistas de nuestra cita. Por eso suele decirse a menudo, yo creo que con muchísima razón, que un mismo libro, por ejemplo cualquiera de estos dos que he escrito y que me ocupé de publicar, será diferente dependiendo de quién lo lea: el texto escrito será el mismo para todos, eso es evidente, pero su interpretación varía según la sensibilidad de quien lo lea; incluso, un mismo libro puede resultar distinto si se lee a los quince años, si se vuelve a leer a los veinticinco y si se vuelve a leer a los sesenta. ¿Por qué? Pues por eso, porque las personas tampoco somos las mismas a los quince, a los veinticinco y a los sesenta años. Sin duda, puede haber tantos Quijotes y tantas Regentas y tantas Islas del tesoro como hombres y mujeres sean capaces de abrir un ejemplar y meterse en la historia que late en esos libros, porque cada uno de nosotros los va a entender a su manera, de acuerdo consigo mismo y de acuerdo, también, con el potencial de su fantasía, sin que deba tener en cuenta a nadie más.

Podría haberos hablado un poco de mí mismo, de las cosas que escribo, de dónde y cómo y cuándo las escribo, de si creo o no creo en la inspiración y en las musas, de si el poeta nace ya siéndolo o si se va haciendo poeta con el tiempo, de si se liga mucho yendo de poeta por la vida, de por qué escribo poemas cuando lo que ahora mola es hacer otras cosas; o, incluso, podría haberos hablado de cuáles han sido y cuáles son mis escritores favoritos, o de qué hay que hacer para que te publiquen un libro en una editorial más o menos importante y prestigiosa. Pero me cuesta mucho, cuando hablo en público, utilizar mi experiencia como un arma de protagonismo, y más en un día como el de hoy, en que el verdadero protagonista no debe ser el autor, sino los libros, que es como admitir que los verdaderos protagonistas sois realmente vosotros, los posibles lectores, los futuros lectores, porque sin vosotros, sin la presencia física y la colaboración activa de cada uno de vosotros -ya lo he dicho antes-, los libros están muertos y no tienen nada que decir, absolutamente nada. De todas formas, si alguien lleva escondida por ahí alguna pregunta sobre el autor o sobre sus libros o sobre cuanto acabo de decir, estaré encantado de intentar responderla.

viernes, 27 de abril de 2012

NOSOTROS, LOS SUMISOS


Durante toda una década estuve demorando el momento de ceder a mis obligaciones como varón y como español. Primero me escudé en mis estudios superiores y más tarde inventé cualquier excusa para retrasarlo, hasta que, ya casado y trabajando en la enseñanza, me acogí al coladero legal que se dispensaba bajo la fórmula de objetor de conciencia. Por las mañanas me preparaba la prueba para conducir un automóvil, por las tardes impartía mis clases en el instituto, muchas noches dormía en un centro de minusválidos psíquicos al que me habían destinado para completar horas de guardia. El artículo que sigue, escrito en esas coyunturas, fue fotocopiado y alojado en un sobre y después sellado no menos de tres veces en el transcurso de un año, siempre buscando un espacio en la página de opinión del mismo periódico provinciano; hasta que al fin me lo incluyeron y lo volví a leer y lo recorté de un ejemplar, ya reproducido en su tinta multiplicada y ajena, mas acribillado lamentablemente por una errata que juzgué y juzgo imperdonable: ellos mecanografiaron “rendición” donde yo había puesto “redención”.


La verdad, Murcia, 21 de enero de 1997

En la España de mi asustadiza infancia, y aun en la de mi tormentosa adolescencia, los jóvenes dejaban de ser jóvenes y se convertían en hombres hechos y derechos en el instante en que el ejército patrio los reclutaba para cumplir el periodo reglamentario de servicio militar. Besar la bandera en el día de la jura y, a ser posible, adivinando la emoción pronta de la madre o de la novia sentaditas entre el público; encanallarse poco a poco junto al resto de la tropa para no sentir ningún escrúpulo con los novatos de la última remesa; copular con alguna mujerzuela cualquier viernes por la tarde en una pensión de mala muerte; e instigar y compartir el glorioso mamoneo jerárquico sobre el que solía y suele sustentarse la arbitrariedad castrense significaba, al parecer, el trámite perfecto para lograr la definitiva aceptación de la tribu y la sanción social de virilidad que el macho hispano y su futura camada precisaban. De aquel mito de la propaganda fascista, erróneo a todas luces -porque, ¿qué es, al fin, un hombre hecho y derecho?-, hoy apenas si permanece el discurso falsamente enardecido de nuestros padres y abuelos, que sucumbieron también al legítimo orgullo de fabricarse su leyenda para terminar por creérsela a fuerza de seniles olvidos y de rememoraciones infinitas.
            Si en aquel entonces se excluía de tal honor a quienes padecían deficiencias (físicas o psíquicas) y a quienes, en suma, no daban la talla, humillación que algunos arrastraban el resto de sus días, hoy, en cambio, la nómina de los que se libran ha engordado gracias a la recuperación de un concepto, tan ético como íntimo, que existe desde hace siglos y que ya los espíritus religiosos supieron apropiarse como inveterado estandarte de sus credos: hablo de la que llaman conciencia. En efecto, nuestro actual sistema de gobierno ha tenido a bien rehabilitar el vocablo y cuanto significa para, unido a otros, forjar locuciones del tipo de, por ejemplo, libertad de conciencia (como si la conciencia pudiera no serlo en algún caso), votar en conciencia (ídem de ídem, porque qué es votar sino eso, un acto supremo de conciencia) o, inclusive, presos de conciencia (que siempre los hubo, pero que no estaban bautizados). Paradójicamente, hoy, en España, los únicos presos de conciencia son esos jóvenes que no transigen con el anacronismo escandaloso y masculino de la obligatoriedad miliciana; pero no se les pone esa etiqueta bondadosa (sería como reconocer su derecho antibélico de conciencia), sino que se les señala con el seguro lastre de insumisos, lo que en términos jurídicos viene a significar más o menos esto: despreciables individuos que no se someten solidariamente a los mandatos del Estado ni a un servicio tan inútil como discriminatorio (digo sexualmente discriminatorio, según el principio de igualdad que expresa la Constitución de 1976). Antaño no había insumisos, sino desertores, palabra que yo escuchaba de niño en los relatos del abuelo y que siempre anudé con la idea irremediable de tragedia: los desertores, como los exiliados políticos, huían a pie por la frontera de Francia para no regresar nunca, porque el regreso les hubiera deparado un consejo de guerra y, quizás, la muerte.
            Pues bien, entre éstos y aquéllos, entre los asociales insumisos y los honorables mozos de reemplazo, estamos nosotros, los objetores, también nombrados objetores de conciencia. No he de ocultar que la mayor parte de los objetores somos en realidad insumisos de conciencia, pero nos han faltado agallas o nos han sobrado razones para no incurrir en un delito tipificado en el Código Penal. Sin embargo, se nos castiga con cuatro meses más respecto al soldadito de reemplazo y se nos destina a cualquier centro público para realizar una supuesta prestación (pero en absoluto voluntaria) social (que suena tan bonito) y sustitutoria (es decir, de segunda clase), cuyos términos específicos siguen siendo confusos en la práctica, lo que provoca que en el entorno sindical se nos tenga bajo sospecha permanente. El resultado es que nosotros, los objetores, los que no hemos sabido ceder al regio orgullo cuartelario ni tampoco a la valentía suprema de la insumisión, somos en verdad los únicos sumisos de esta historia: castigados sin delito, mal vistos por unos y por otros, no somos más que blanda carne de burgués con nuestros estudios terminados y con la imposibilidad de más prórrogas y con la abrumadora sensación de estarle haciendo el juego al Estado que nos somete; un juego perdido de antemano, porque nos engañaron (y aceptamos el engaño) a conciencia. Nosotros, los sumisos, los prestatarios conformistas, somos también el hermano díscolo de la fanfarronería soldadesca, y somos -necesarios al cabo, como Judas- la redención final del insumiso que soporta su encierro con algunas carencias elementales, sí, pero con la conciencia bien tranquila.

lunes, 2 de abril de 2012

MORATALLA (II)

(Continúa el Pregón de las Fiestas Patronales)

- II -

Leído en Moratalla (Murcia) el 6 de julio de 1996

Para mí, como para ustedes –lo sé-, Moratalla significa mucho más que eso, quizá porque sin ese nombre que siempre irá unido al mío las sensaciones y los caminos de mi infancia hubieran sido otros muy distintos, y desde luego yo no hubiera sido el que fui ni sería ahora el que soy ni estaría en estos momentos aquí, ante ustedes, tratando de explicarme con ustedes este destino que es el mío y que es el de todos ustedes.

Moratalla, la Moratalla que yo he respirado y he sentido y he odiado y añorado y solo ahora empiezo a comprender un poco, con la ayuda de estas reflexiones atemperadas por escrito, esa Moratalla –digo- es también la Moratalla de todos aquellos que emigraron en los años más crudos con una triste maleta bajo el brazo y que ya no han querido o no han podido o las circunstancias no les han dejado regresar; y es también la Moratalla de todos aquellos que supieron y saben lo que son dos días de tren, cargados de esperanza y de ilusión, y lo que son cuarenta o cincuenta días más cortando los racimos ajenos y hundidos en el fango ajeno de un país ajeno, y otra vez dos días de tren rumiados de nostalgias y con un fajo de billetes hasta que se divisa el pueblo desde La Loma y la emoción les llena de lágrimas los ojos; y es también la Moratalla de todos los hijos y de todas las mujeres de entonces, la de quienes compartíamos el falso privilegio de quedarnos aquí, aguardando a los que se iban en un pueblo casi despoblado, la de quienes escribíamos las cuatro letras de rigor y la escueta esquela de la abuela diciendo que al recibo de la suya aquí nos encontrábamos todos muy bien G.A.D., o lo que es lo mismo, gracias a Dios, mujeres e hijos que ya nunca olvidaremos la inefable incertidumbre de esperar a los que se fueron durante incontables noches de frío y de lluvia en aquel cuartucho habilitado para recibir al renqueante coche de línea; y es también la Moratalla de quienes hasta no hace mucho salíamos al atardecer para pedir a los vecinos un palico leña p’al castillo la Purísima, y es la de quienes bailábamos el zompo y jugábamos a la vaca y volábamos nuestras cometas en el Patio de los Yébenes, y es la de quienes todas las tardes nos pateábamos el cerro hasta llegar a Las Balsicas para que los muchachos grandes no nos dejaran intervenir en un partido improvisado que no duraba más de media hora y que solía terminar a pedradas, y es la de quienes asistíamos atónitos a los primeros redobles alevosos y nocturnos en una vieja casa de la calle Palomar donde se ponían a secar las pieles y donde luego se armaban aquellos tambores de cordel que a nosotros, a los críos de aquel entonces, nos sonaban con un misterio especial, con un misterio que desgraciadamente ya no tienen para casi ninguno de nosotros, y es la de quienes apostados durante horas y horas a la entrada del pueblo hemos aguardado en balde la anunciada visita del Tío de la Pita con su tamborilero acompañante y con su clásico tará-tará-tararí, ora pro nobis, y es la de quienes hemos perseguido año tras año el olor antiguo de los boquetes de la infancia, ese olor salvaje a amanecer de pólvora y a pasodoble inequívoco y a madera con resina y a miedo irremediable en la mañana mágica del primer encierro.

Podría seguir enumerando, demostrando con recuerdos que son míos y que son de todos ustedes que esta y no otra es la verdadera biografía de cualquier moratallero, se precie o no de serlo, la historia que siempre ignorarán más allá de las mal disimuladas curvas del Caracolillo y más abajo de la finca de Ulea; porque la verdadera identidad de un pueblo está ahí, está en las calles de la infancia y en los caminos serpenteantes de la primera juventud, cuando todo era expectativa del sentir y todo era sorpresa de los miembros y todo certeza inocente de la felicidad; está ahí, sí, mucho más que en el discurso exaltado y rimbombante y lleno de incursiones librescas muy a propósito con que nos quiera marear cualquier extraordinario pregonero, sea cantante, político, matador de toros o escritor muy vendido, por ilustre que este sea.

No, queridos amigos y amigas, no somos perfectos, ni es precisamente el nuestro el mejor ni el peor de los pueblos, ni necesitamos a nadie que nos venga a pregonar lo contrario como un ángel anunciador de las maravillas del infierno, o viceversa. Pero es verdad que sin ser perfecto ni ser el mejor –porque cualquier pueblo lo es para sus moradores-, este es nuestro pueblo y esta nuestra tierra y este el vínculo que nos une, y es verdad que mucho o parte de lo que somos, bueno y malo y regular, es a este pueblo y a esta tierra y a este vínculo a quien se lo debemos, y es en él –es decir, en nosotros mismo- donde hemos de buscar las respuestas que no nos dará nadie y las soluciones que hacen falta si lo que queremos es mejorarlo y mejorarnos.

Estoy convencido de que no aman más a su tierra quienes continuamente la ponderan y ensalzan, refiriéndose a ella como si no hubiera otra, porque esos que así hacen, aunque no lo sepan, están cegados por el peor de los males de este mundo, que no es otro que la ignorancia satisfecha de sí misma. Ya lo escribió mucho mejor que yo, en apenas dos versos, el poeta Antonio Machado: Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora. No, no seamos tan necios como para despreciar lo que no sabemos o no hemos visto, no nos miremos el ombligo como si fuéramos el centro del universo, no nos conformemos tampoco con lo que somos ni hagamos bandera de nuestras mezquindades, ni nos creamos todos los halagos con que nos tientan las lucidas lenguas mercenarias, ni nos revolquemos en el aislamiento narcisista y estéril que propicia la incultura, ni seamos los falsos mesías del falso progreso con que se nos engatusa desde la ignorancia consabida de las instituciones.

No es sino mi profundo amor por este pueblo, que es el pueblo y la tierra de mi gente, el que me obliga a ser tanto más crítico con él que con otros, y es este apego insustituible el que nunca me ha dejado ni me deja ahora transigir con sus defectos –que los tiene, como todos los pueblos, y que no son pocos-, porque me duelen sus defectos y me duelen sus problemas endémicos, porque cada defecto y cada problema de este pueblo que somos todos, ustedes y yo, es también un defecto y un problema mío, que he sido y soy parte de él, y es un defecto y un problema de mis amigos de aquí, y de mis vecinos de aquí, y de los miembros de mi familia que aún viven y de los que ya han muerto, y de nuestros antepasados comunes y lejanos, y de todos nosotros, en definitiva.

No quiero concluir esta lectura sin dejar de animarles, con todo mi afecto y mi respeto, a que disfruten serenamente de los momentos festivos que se aproximan, y, asimismo, confío en que mis palabras de esta noche, lejos de aburrirles como a mí me aburrieron las de otros, les hayan servido de estímulo para la reflexión y les ayuden en el futuro a recuperar la conciencia real de lo que somos y de lo que para nosotros, paisanos todos, significa ser hijos de una misma tierra y de un mismo pueblo al que llamamos Moratalla.

Muchas gracias.

viernes, 30 de marzo de 2012

MORATALLA (I)

Un día indeterminado de 1996, a comienzos de la primavera, recibí en mi casa la llamada de algún funcionario del ayuntamiento de mi pueblo que, sin grandes alardes ni rodeos, en calidad de portavoz del grupo de personas encargado de organizar las fiestas del Santísimo Cristo del Rayo (las fiestas de la vaca, como allí las nombramos), me propuso así, de sopetón, ser ese año el pregonero oficial. Estupefacto, aturdido y al mismo tiempo honrado por el hecho de que mis paisanos hubieran pensado en mí -al fin y al cabo un joven poetilla que se abría paso con dos libros editados en Barcelona-, dije simplemente que sí, y no hice más preguntas, y me puse a trabajar desde entonces en un discurso que yo quería que fuese, ante todo, honesto: para con mis amigos y vecinos, para con mi árbol genealógico, para conmigo mismo y también para con mis hijos aún no nacidos ni engendrados. Sé que hubo unos cuantos doctos locales que no encajaron bien el tono intimista y sincero de mis palabras, pues al parecer se alejaba de la retórica grandilocuente y chauvinista que por norma preside la consabida farsa de estos actos. No me pagaron ninguna dieta, ni yo lo esperaba. Tampoco me agradecieron que me hubiera tomado la molestia de escribirlo en soledad y de leerlo luego desde un estrado. Como colofón, nadie quiso acordarse de incluir el texto en el Programa de Festejos del año siguiente, según mandaban tradición y costumbre. Fue entonces cuando me dije que nunca más.


PREGÓN DE LA FIESTAS PATRONALES

Leído en Moratalla (Murcia) el 6 de julio de 1996

- I -

Queridos amigos y queridas amigas, paisanos todos:

Desde que yo no era más que un adolescente un poco más tímido que ahora y con muchos más pájaros en la cabeza que ahora, siempre he sentido una particular atracción por cuanto se hiciera y se dijera en este acto solemne que hoy nos reúne, en esta lúdica velada llena de tentadoras efigies femeninas, de lecturas poéticas muy floridas y muy ripiosas, y de aburridos discursos coyunturales, preludio todo ello de la semana festiva que se nos promete.

Yo, cuando el portero de turno se apiadaba de mí y me dejaba entrar a la sala (cosa que no siempre ocurría), me sentaba plácidamente ahí abajo, en cualquier butaca de las que ustedes ocupan esta noche, y con ese atrevimiento íntimo que algunas veces nos da la timidez me dedicaba a soñar en ser yo, algún día, quien desde este escenario recitara los gloriosos versos del poema premiado, y me dedicaba después a imaginar cosas inimaginables (mejor dicho, cosas no confesables) que admitían en su afán la presencia tentadora, y sin duda turbadora, de cualquiera de las damas de tan bella y fabulosa corte.

Pero nunca sospeché que mi papel en este acto pudiese ser alguna vez el que hoy represento, esto es, el papel del aburrido pregonero que, con su verbo fácil y diestro en la adulación casi profesional, construye (o permite que le construyan) un discurso serio, sensato, de concilio, a ratos cómplice y a ratos aleccionador, siempre correcto y siempre tedioso y siempre con su justa dosis de altivez académica, mesurado en las necesarias alabanzas y salpicado también, cómo no, de las imprescindibles referencias a nuestras fascinantes leyendas y a nuestras incomparables tradiciones y a nuestras ponderadas reliquias histórico-artísticas.

Sí, aquellos ilustres pregoneros foráneos que yo escuchaba desde mi butaca soñadora –escritores de postín, políticos provincianos y advenedizos, e incluso algún que otro torerillo de cartel- hablaban magníficamente, como libros abiertos, de las bondades innegables de esta tierra y de este pueblo: hablaban de sus parajes excelentes, de su rica huerta y de su extensa serranía, de sus pobladores siempre hospitalarios y alegres, del espíritu festivo que al parecer recorre nuestra sangre desde el principio de los tiempos como si se tratara de un don natural y de gracia exclusiva…

Hablaban de todo eso, es verdad, y hasta ponían a veces todo su corazón y su fe en las palabras que usaban; pero lo hacían -yo al menos así lo percibía- con esa magnífica frialdad de quien lee y lee y en realidad no entiende muy bien el significado profundo de cuanto está leyendo, y no lo entiende porque no lo ha vivido y porque no lo ha mamado, o porque definitivamente su bienintencionado discurso está tejido por esa otra mano solícita y ajena que sabe hurgar en los estantes polvorientos de las bibliotecas para extraer de ahí los fríos datos y las frías noticias que confinan la Historia a unas cuantas páginas cosidas entre dos tapas de cartón. Pero no: ustedes y yo sabemos que esta no es la verdadera Historia; ustedes y yo sabemos que la que nos venden en los libros y en las enciclopedias y en los voluminosos manuales de historia no es, de ningún modo, toda la Historia que merece contarse.

Por eso, cuando el representante de la mayordomía me llamó a mi casa por teléfono para proponerme con toda cordialidad ser el pregonero oficial de las fiestas de este año, yo creí que se había equivocado de número y de persona, pues en primer lugar yo no soy forastero, es decir, yo no me puedo permitir hablarles a ustedes de esta tierra ni de este pueblo y de sus gentes con la descomprometida facilidad con que lo haría, pongamos por caso, cualquier consejero o consejera de cualquier consejería de la Comunidad Autónoma de Murcia; y tampoco soy yo el típico personaje más o menos ilustre o más o menos célebre –ni soy banderillero, ni soy cantante, ni soy deportista de elite- que se plante en el escenario de esta velada solemne con su manojo de folios alquilados y con su empaque de mercenario oficial para leer aburridamente lo que ustedes ya esperan que se les lea, por ejemplo lo bonita que es Moratalla y lo femeninas que son sus mujeres y lo machos que son sus hombres y lo alto que está el castillo y lo encantado que está el peñón que da vida a la leyenda.

¡Cuán fácil es enumerar una tras otra todas y cada una de las excelencias verdaderas y fingidas de un pueblo y de una tierra que no es el nuestro, que no es la nuestra! Lo realmente difícil, os lo digo yo, es subir aquí para hablar ante ustedes de la propia tierra, de la tierra de uno, de la tierra que nos vio nacer y crecer y que luego nos vio marcharnos y que tarde o temprano nos verá volver. Lo difícil es conservar y transmitir la suficiente honestidad para sincerarse con uno mismo y con ese destino mío y nuestro que llamamos Moratalla, con un destino que entre todos compartimos desde el día en que nacemos o desde mucho antes, desde que somos engendrados para merecer este destino, lo queramos o no. Y entonces, a partir de ahí, empezamos a reconocer entre todos que no, que no es verdad, que aunque suene tan bonito de labios de un extraño no es esa que nos venden toda la verdad, y que nos engañan quienes, con sus trajes de entretiempo hechos a medida y con sus finas corbatas de seda, vienen a decirnos desde este estrado que hoy tengo el honor de ocupar que los moratalleros, por el mero hecho de serlo, somos perfectos y maravillosos, y que nuestro pueblo, como no podía ser menos, es el mejor y el más habitable de los pueblos; nos engañan sin mala intención, pero nos engañan, porque esos mismos que vienen a decírnoslo embutidos en sus trajes de entretiempo y con sus finas corbatas de seda podrían decir lo mismo, y dicen lo mismo de hecho, exactamente lo mismo, cuando se les reclama pregonar su discurso en San Sebastián de los Reyes o en Medina del Campo o en La Puebla de Don Fadrique o dondequiera que se les reclame.

(Continuará)