Habilito este blog con el objetivo de obligarme a rescatar textos míos dispares y dispersos que, fuere por triste encargo o por fea autoimposición o por ineludible compromiso, fui alumbrando para su ulterior lectura ante un auditorio convocado aposta o para engordar alguna publicación peregrina, en papel, bajo la excusa de prólogo, artículo, conferencia o quién sabe qué género de cosa escrita.
jueves, 6 de diciembre de 2012
UN ENCARGO
sábado, 17 de noviembre de 2012
SOBRE LA GENERACIÓN LITERARIA DE 1898
A cualquiera de los profesores que impartía el Curso de Orientación Universitaria en el instituto Baquero Goyanes se le ocurrió aleccionar a las muchachas y muchachos de aquel año con un ciclo de charlas específicas en el salón de actos, espacio más solemne que el aula, para engordar las actividades de la semana cultural y contribuir, de paso, a conmemorar el centenario simbólico de aquella generación así denominada: del 98. La lógica imponía que ese toro lo toreasen los respectivos jefes de departamento –de Geografía e Historia, de Latín y Griego, de Filosofía, de Lengua y Literatura…-, compañeros más dotados y con más galones (puede que incluso catedráticos de pata negra, como les gustaba definirse para magnificar el trámite de su examen en Madrid), y también con más experiencia objetiva (esto es, con más trienios y sexenios en el arduo andamiaje de las jerarquías internas). Pero mi jefe de entonces se inhibió, no sé si porque le vendría grande la tal lidia, y tuvo la ocurrencia de cederle generosamente el capote a uno que pasaba por allí. Entre bromas y veras, me tomé la molestia de construir un texto desenfadado, un discurso en clave de humor con el que busqué la complicidad de un grupo humano que, a día de hoy, por desgracia, ya no suele circular por las mismas aulas del mismo instituto.
Cuando se me propuso participar en este encuentro o simposio, más o menos académico y a la vez más o menos lúdico, a propósito de la conmemoración este año del primer centenario de la llamada Generación del 98, lo primero que pensé fue qué os podría yo contar sobre ese tema tan lejano y al mismo tiempo tan actual, qué podría yo decir que os resultase lo suficientemente interesante, y provechoso, y ameno, y así evitar que os aburrierais con esa solemnidad soberana con que se suelen aburrir los alumnos y las alumnas que acuden de vez en cuando, como vosotros y vosotras, a actos tan bienintencionados y solemnes como éste.
EL PLAGIO NECESARIO
jueves, 21 de junio de 2012
LOS PREMIOS MARÍA AGUSTINA (II)
(Continúa el discurso)
Ellos son, en la modalidad de narración corta, Clara Martín Arpón y Rosana Murias Carracedo; y, en el apartado de poesía, Violeta Roca Valero y José Palomares Expósito, quienes han remitido sus trabajos, como para demostrar el arraigo y seguimiento que alcanza este certamen en toda España, desde cuatro comunidades tan alejadas geográficamente, pero tan unidas en la lengua, como son La Rioja, Galicia, Madrid y Andalucía.
Mientras leía el relato Sociedad anónima, de la gallega de Orense Rosana Murias, he notado en él algo que se me escapaba constantemente, un algo que trascendía el puro ámbito de las palabras escritas y que impregnaba la historia de ricos sones de leyenda, merced a un desarrollo cuasipoético de las peligrosas posibilidades que ofrece un lenguaje pretendidamente narrativo. Sorprende, al fin, que todo esté montado sobre el efecto irónico del título, que se vale a su vez de un sintagma fijado en el habla (“Sociedad Anónima”) para elevarse hasta ese significado originario y autónomo que posee, en sí mismo, cada vocablo.
Por su parte, Clara Martín, riojana de Arnedo, muestra en su relato Puesta en escena una enorme capacidad para interpretar y registrar las pasiones más profundas y contradictorias, movilizadas mediante una carta de amor que remite el protagonista. Acierta, además, al intuir ya el fecundísimo juego literario que suele aportarle a la literatura ese diálogo tan cervantino entre realidad y ficción, entre los verdaderos sentimientos de los personajes -actores de cine, en este caso- y la falsa pasión que protagonizan delante de las cámaras, durante el rodaje de una escena.
De los Poemas del estío, de Violeta Roca, que viene de Móstoles, destaca el tono lírico-descriptivo, en un verso libre, mas nunca libertino, que sabe conjugar los motivos tradicionales -tamizados desde una experiencia propia que cifra a veces en el soporte geográfico: Cadaqués, Lisboa, el Egeo- con otros de una originalidad, digámoslo así, ultramoderna, significada en el aprovechamiento poético de artilugios tan fríos y tan efímeros (tan fríos y tan efímeros según la estética que ahora impera) como una máquina de futbolín o un nuevo modelo de lavadora automática.
La imitación del maestro es, quizá, sobre todo al principio, el ejercicio más saludable para quien anda buscando su propia voz y su propio estilo. José Palomares, jiennense, de Linares, ha construido siete sonetos bajo la sombra inevitable y benigna del polifacético Quevedo, siete sonetos imbuidos de aquel espíritu de desengaño ingenioso y de lucidez mezquina con que aún hoy nos salpican nuestros clásicos más clásicos, los del Barroco; y he de añadir que salda suficientemente no solo las exigencias mínimas del aparato retórico, sino también ese difícil obstáculo que supone cualquier revisión de los tópicos de las mitologías.
Probablemente no sea yo el más indicado para dar consejos; y pienso, además, que en los difusos dominios de la literatura (como en cualquier otra manifestación artística) el camino solo puede ser individual, y, como dice el dicho, solo puede hacerse andando.
En efecto, a escribir se aprende escribiendo mucho y rompiendo mucho, no conozco más secreto que ese; pero también leyendo, y viviendo, y sacrificando: leyendo unos libros y dejando de leer otros, viviendo una sola vida y dejando de vivir las otras, sacrificándose constantemente en pos de esa quimera. Hay que elegir ese camino o renunciar a él, y cuanto antes mejor. Cada artista (y cada escritor, por supuesto) ha de inventar y protagonizar su propia y única e intransferible peripecia para llegar a ser, al fin, quien de verdad es, como quería el sabio Píndaro. Hay en el verdadero escritor, en el escritor de raza, una apuesta exclusiva y un compromiso permanente consigo mismo, un reto íntimo que bien pudiéramos apuntalar con tres palabras netas: humildad, autenticidad y perseverancia. En esto de la literatura no se trata, en definitiva, de competir con nadie -solo los mediocres se rebajan a la competición, y los hay a montones en las listas semanales de los más vendidos-; no, no se trata de competir, sino de saber en todo momento que se escribe por el placer inefable de escribir, sin esperar nada a cambio, sabiendo que uno es uno y que está cumpliendo su destino mientras aporta a su Obra lo mejor de sí mismo.
Alguien ha dicho que la patria del artista es su infancia; no, la patria del artista no es otra que la soledad, y quizá en el seno de esa soledad anide el espectro permanente de la infancia. Toda Obra se realiza en silencio, y acontece y triunfa necesariamente en soledad. Clara, Rosana, Violeta, José: disfrutad de estos instantes de gloria escurridiza que le estáis arrebatando a la soledad, son vuestros. Entre tanto, nosotros, los lectores, no debemos olvidar que estos párrafos vuestros y estas estrofas vuestras fueron escritos en la soledad de muchas horas, y que su resultado es fruto de una lucha encarnizada y necia que pocas veces alcanza la recompensa de veladas tan dulces como esta.
Pero sepan ustedes y sabed también vosotros –Clara, Rosana, Violeta, José- que el verdadero escritor no tiene nada que ver con estas cosas; que no tiene nada que ver con los premios, ni con las palmaditas en la espalda, ni con las recepciones en tumulto, ni con la bendición de un crítico más o menos advenedizo, ni siquiera con el aplauso inmediato del gran público. Sabed que la prueba que os está esperando desde mañana, cuando regreséis a vuestros hogares y a vuestra soledad y sintáis de nuevo el impulso orgiástico de la escritura en vuestras manos, la auténtica prueba, digo, será otra vez ese folio completamente blanco que se resiste al garabato y al milagro de la tinta, y lo mismo pasado mañana, y al otro, y al otro… Si queréis ser escritores, sabed de antemano que nunca estaréis seguros de serlo, ni siquiera de merecerlo, y que en ese viaje innegociable de aquel Ulises hacia la Ítaca del mito están también, simbolizados de alguna manera, vuestra felicidad y vuestro sino.
Os deseo mucha suerte a los cuatro; y a ustedes les agradezco su atención y su paciencia.
miércoles, 13 de junio de 2012
LOS PREMIOS MARÍA AGUSTINA (I)
Once años después de la gloria vana que conlleva cualquier especie de reconocimiento socioliterario –en aquel caso fue la excusa un primerizo premio de poesía- a la labor callada de quien pule versos y renglones para dignificar su soledad y engañar a su tristeza, los profesores de los institutos de Lorca que convocaban el Certamen María Agustina para jóvenes con menos de veintiún años vinieron a acordarse de mí, que ya me zambullía en la década de mis treinta con dos libros desapercibidos y con ningún caché, para hacer los honores que la tradición exige y desplegar mi discurso sobrio y fatalista ante la nueva generación de laureados. No sé cómo interpretó la concurrencia mis palabras de entonces, que se dijeron de pie y se expandieron desde el mismo micrófono con atril que usó después un alcalde, pero sí recuerdo que las butacas de la sala me miraban como a un gurú con hechuras de discurseador profesional y que luego, tras el aplauso convenido, entre canapé y canapé, las tres muchachas y el muchacho me pidieron los folios para llevarse puesta una fotocopia con mi autógrafo.
Leído en Lorca (Murcia), el 24 de abril de 1997
( I )
Hay en nuestras vidas, en la vida de cualquiera de nosotros, acontecimientos aparentemente triviales y aparentemente fortuitos que, sin embargo, tienen la potestad de restaurarnos a nosotros mismos, de reintegrarnos por unos minutos o por unas horas (o, acaso, ya para siempre) en aquellos que alguna vez fuimos o que soñamos ser, sin que medie en el prodigio la inexorable parsimonia que registran las agujas de todos los relojes.
Quiero decir que, a menudo, la simple percepción de un aroma, o una cierta tonalidad del horizonte, o quizá una efímera mariposa disecada entre las páginas de un manoseado libro de Ciencias o de Historia, consiguen devolvernos esos momentos de nuestro pasado en que fuimos dichosos, o lo que es lo mismo, esos momentos que ahora reinventamos urgidos por la dicha de creer que lo fuimos.
Otras veces, muchísimas, la aventura del retorno sabe vivir agazapada entre las cosas más irrelevantes, coexistiendo en la sombra y en medio de la vulgaridad formidable de esos hábitos que llamamos cotidianos, acechando su ocasión tras la menos idílica de todas las excusas; por ejemplo, tras una inesperada llamada de teléfono.
Así, cuando hace un par de meses las personas que coordinan esta XXIII edición del Certamen Literario “María Agustina” contactaron conmigo, por teléfono, para invitarme cordialmente a participar en este acto, seguramente no alcanzaron ni a sospechar siquiera que con ello, con esa parda minucia tecnológica que consiste en marcar unos dígitos y aguardar una señal y luego una respuesta, estaban contribuyendo a recuperar en mí, para mí, a ese jovencito que fui de dieciocho o de diecinueve primaveras.
En efecto, desde el instante en que ellos me lo propusieron y yo acepté este honor, y nos emplazamos para la cita solemne de esta hora y de este día, aquí, junto a todos ustedes, debo admitir que los pálpitos del compromiso recién adquirido se mezclaron con los recuerdos lejanos de aquella otra tarde de hace diez u once años, de aquella primorosa tarde de mayo de 1986 en que, por vez primera, circulando con mi padre a través de carreteras secundarias y de paisajes agrestes, visité esta entrañable ciudad para recibir no solo mi primer premio literario importante, sino, por qué no decirlo, también mi primera compensación a tantas horas de desvaríos y de secretas ilusiones animadas por la literatura: un cheque por valor de cincuenta mil pesetas (de las de entonces) y un diploma surcado con mi nombre y apellidos que mis padres, orgullosamente, se apresuraron a enmarcar.
Las cosas que nos ocurren por primera vez pueden permanecer ocultas en un letargo riguroso de años, lustros o decenios, pero siempre conservarán para nosotros su imborrable resto de pureza y simbolismo, una magia incierta que igual se nutre de memorias que se atiborra de olvidos, para luego perpetuarse en esa sustancia nueva y definitiva que da forma y materia a los recuerdos.
Lamentablemente, he extraviado los pormenores; no sé cómo cayeron en mis manos las bases de aquella convocatoria, y no puedo precisar tampoco qué extraño impulso me acompañó mientras enhebraba aquellos versos alentados por el desamor y por la tristeza, aquellos versos que hoy juzgo de una efusividad elemental y casi vana, aquellos versos que mis dedos mecanografiaron con una morosidad parvularia, letra a letra, palabra a palabra, y de los que más tarde hice tres copias que introduje, ceremoniosamente, en un sobre grande y anónimo, distinguido tan solo por el señuelo cómplice de un lema que, lamentablemente, también he olvidado.
Pero lo cierto es que aquel encuentro literario, en la Lorca de hace toda una década, permanecía dormido en mi memoria, como esperando, paciente, la chispa que lo reviviese, y esta comunicación telefónica de hace un par de meses, con los coordinadores del certamen, a mí me sirvió para reencontrarme de repente con las circunstancias y con las sensaciones de lo que -hoy puedo afirmarlo ante ustedes sin miedo a equivocarme- significó mi verdadero bautismo de escritor para un público que, de algún modo, había valorado, si no mi talento, sí al menos mi entusiasmo primerizo e inédito.
Confío en que sabrán disculpar la licencia de esta breve incursión autobiográfica; pero es que me ha parecido oportuno y conveniente indagar hasta qué punto va unido mi humilde destino de escritor -no hay falsa modestia en mis palabras: pienso que cualquier destino de escritor, si de verdad lo es, tiene que ser humilde, por principio-, hasta qué punto va unido mi destino, decía, a este premio, el “María Agustina” de Lorca, evidenciando así, de paso, más allá de mi propia y particular vivencia, la necesidad natural, casi biológica, de estos concursos que subsisten milagrosamente gracias al empeño de unas pocas personas, al margen de los circuitos comerciales, y que están pensados por y para jóvenes de la talla de estos cuatro que hoy, aquí, merecen nuestro reconocimiento y nuestro aplauso.
(Continuará)
martes, 8 de mayo de 2012
EL DÍA DEL LIBRO
Una mañana llamó al teléfono del instituto -en aquel entonces todavía no habían proliferado los móviles personales- un funcionario de la Editora Regional de Murcia que preguntó por mí y, tras alguna zalamería, me invitó a presentarme en menos de cuarenta y ocho horas en la Biblioteca, al objeto de improvisar una charla de autor y departir con varios grupos de alumnos de secundaria que ya habían sido citados con motivo del Día del Libro. Entendí que no tenía más remedio que aceptar -en aquel entonces yo aún no había aprendido a decir que no-, pese a intuir que se trataba de un acto irrelevante, sin compensación ni honorario de ningún tipo, de una encerrona que los gestores de la política cultural rentabilizarían a mi costa y a la de otros escritorcillos incautos o simplemente presuntuosos, y que si echaban mano de mí en el último momento era por imprevisión o porque les habría fallado cualquier nombre con más pedigrí que el mío. Juraría que pronuncié un texto mucho más entusiasta -en aquel entonces yo era un optimista de solo treinta años- de lo que hoy soy capaz de recordar.
No nos engañemos: si yo estoy aquí es porque, libremente, sin coacción de ningún tipo, he escrito y luego me he ocupado de que me publiquen un par de libros de poemas; y si vosotros estáis ahí es porque entra en el universo de lo posible que algún día, también libremente, sin coacción de ningún tipo, os convirtáis en los lectores que andan buscando cualquiera de los dos libros de poemas que he escrito y que me han publicado. La fórmula que se me ocurre improvisar aquí, para todos y cada uno de vosotros, es muy sencilla y es siempre la misma:
ALGUIEN ESCRIBE ALGO
PARA QUE LO LEA ALGUIEN.
Lo cual, traducido a nuestro caso concreto, a nuestro aquí y a nuestro ahora, se podría resumir en el siguiente enunciado:
SI YO ESCRIBÍ ESTE PAR DE LIBROS DE POEMAS
ES PARA QUE DESPUÉS PUEDAS LEERLOS TÚ.
Entre ese YO que abre la frase y ese TÚ que la cierra, dentro de ese paréntesis imaginario que se produce en el espacio que media entre los dos pronombres, entre el TÚ y el YO, es donde, a mi entender, se encuentra lo más importante de todo, lo que hoy nos ha traído hasta aquí, tanto a vosotros como a mí: el libro, cada uno de mis libros. Con esto vengo a deciros que si un libro existe es, en primera y última instancia, gracias a esos dos personajes que hasta ahora no se conocían de nada, y que son precisamente quien ha escrito el libro y quien se dispone a leerlo.
Así pues, estos dos libros míos que orgullosamente he traído conmigo y que están firmados por mí, con mi nombre y mis apellidos, podrán alcanzar todo su ser y todo su valor real, todo su valor como instrumentos de cultura, no solo gracias a quien los escribió (en este caso YO), sino también, y muy especialmente, gracias a la colaboración final de cualquiera de vosotros (TÚ o TÚ o TÚ), de aquel de vosotros que se decida a abrirlos y a leerlos. Tened presente que si faltase alguno de los dos, solo uno, si faltase quien los ha escrito o quien los va a leer, no habría entonces ninguna posibilidad de comunicación entre nosotros, y por lo tanto tampoco se podría hablar de verdaderos libros, sino apenas de un par de objetos perfectamente encuadernados e impresos que se van cubriendo de polvo y de olvido en las estanterías de cualquier biblioteca o en el almacén de cualquier librero o editor.
Lo que os vengo a decir con todo esto es que mis dos libros, estos que he traído conmigo y que me llevó algún tiempo escribir, existen como meros objetos desde el momento en que fueron publicados; pero que no existirán en su totalidad para vosotros, como no existirán para nadie (o estarán incompletos, imperfectos), mientras no os acerquéis a ellos y los recibáis por vuestra cuenta, individualmente, a solas, sin que deban interponerse entre cada uno de vosotros y yo mismo más que las propias páginas, con sus palabras y con sus versos y con sus imágenes más o menos bellas y desgarradoras. Desde ese instante, desde que TÚ empieces a leerlos y a desbrozarlos poco a poco, estos libros empezarán también a dejar de pertenecerme a mí para empezar a pertenecerte a ti (o a ti, o a ti, o a ti), a todos y a cada uno de los lectores que se atrevan a visitarlos.
Sí; aunque parezca raro, serán ya más tuyos que míos, tendrán más que ver con tu propio mundo que con el mío, y eso por la razón sencilla de que leer consiste, básicamente, en saber interpretar los textos desde la posición de cada uno, según su experiencia particular y su particular sensibilidad y su cultura particular. Leer consiste en alimentarse espiritualmente e intelectualmente de lo que alguien ha dejado escrito, y ya todos sabemos que quien se alimenta crece y se hace más fuerte, y si se alimenta con gusto, tanto mejor, también en el caso maravilloso de los libros.
Significa esto que cada uno de vosotros posee la facultad de recrear, o de volver a crear para sí mismo, todo cuanto lee, según sea su forma de ser y según sea su perspectiva personal de las cosas, y esa perspectiva, en tanto que es humana, es siempre única y es siempre distinta de la del resto de lectores que hayan tenido, tengan o vayan a tener estos dos libros que he convertido en protagonistas de nuestra cita. Por eso suele decirse a menudo, yo creo que con muchísima razón, que un mismo libro, por ejemplo cualquiera de estos dos que he escrito y que me ocupé de publicar, será diferente dependiendo de quién lo lea: el texto escrito será el mismo para todos, eso es evidente, pero su interpretación varía según la sensibilidad de quien lo lea; incluso, un mismo libro puede resultar distinto si se lee a los quince años, si se vuelve a leer a los veinticinco y si se vuelve a leer a los sesenta. ¿Por qué? Pues por eso, porque las personas tampoco somos las mismas a los quince, a los veinticinco y a los sesenta años. Sin duda, puede haber tantos Quijotes y tantas Regentas y tantas Islas del tesoro como hombres y mujeres sean capaces de abrir un ejemplar y meterse en la historia que late en esos libros, porque cada uno de nosotros los va a entender a su manera, de acuerdo consigo mismo y de acuerdo, también, con el potencial de su fantasía, sin que deba tener en cuenta a nadie más.
Podría haberos hablado un poco de mí mismo, de las cosas que escribo, de dónde y cómo y cuándo las escribo, de si creo o no creo en la inspiración y en las musas, de si el poeta nace ya siéndolo o si se va haciendo poeta con el tiempo, de si se liga mucho yendo de poeta por la vida, de por qué escribo poemas cuando lo que ahora mola es hacer otras cosas; o, incluso, podría haberos hablado de cuáles han sido y cuáles son mis escritores favoritos, o de qué hay que hacer para que te publiquen un libro en una editorial más o menos importante y prestigiosa. Pero me cuesta mucho, cuando hablo en público, utilizar mi experiencia como un arma de protagonismo, y más en un día como el de hoy, en que el verdadero protagonista no debe ser el autor, sino los libros, que es como admitir que los verdaderos protagonistas sois realmente vosotros, los posibles lectores, los futuros lectores, porque sin vosotros, sin la presencia física y la colaboración activa de cada uno de vosotros -ya lo he dicho antes-, los libros están muertos y no tienen nada que decir, absolutamente nada. De todas formas, si alguien lleva escondida por ahí alguna pregunta sobre el autor o sobre sus libros o sobre cuanto acabo de decir, estaré encantado de intentar responderla.
viernes, 27 de abril de 2012
NOSOTROS, LOS SUMISOS
lunes, 2 de abril de 2012
MORATALLA (II)
(Continúa el Pregón de las Fiestas Patronales)
- II -
Leído en Moratalla (Murcia) el 6 de julio de 1996
Para mí, como para ustedes –lo sé-, Moratalla significa mucho más que eso, quizá porque sin ese nombre que siempre irá unido al mío las sensaciones y los caminos de mi infancia hubieran sido otros muy distintos, y desde luego yo no hubiera sido el que fui ni sería ahora el que soy ni estaría en estos momentos aquí, ante ustedes, tratando de explicarme con ustedes este destino que es el mío y que es el de todos ustedes.
Moratalla, la Moratalla que yo he respirado y he sentido y he odiado y añorado y solo ahora empiezo a comprender un poco, con la ayuda de estas reflexiones atemperadas por escrito, esa Moratalla –digo- es también la Moratalla de todos aquellos que emigraron en los años más crudos con una triste maleta bajo el brazo y que ya no han querido o no han podido o las circunstancias no les han dejado regresar; y es también la Moratalla de todos aquellos que supieron y saben lo que son dos días de tren, cargados de esperanza y de ilusión, y lo que son cuarenta o cincuenta días más cortando los racimos ajenos y hundidos en el fango ajeno de un país ajeno, y otra vez dos días de tren rumiados de nostalgias y con un fajo de billetes hasta que se divisa el pueblo desde La Loma y la emoción les llena de lágrimas los ojos; y es también la Moratalla de todos los hijos y de todas las mujeres de entonces, la de quienes compartíamos el falso privilegio de quedarnos aquí, aguardando a los que se iban en un pueblo casi despoblado, la de quienes escribíamos las cuatro letras de rigor y la escueta esquela de la abuela diciendo que al recibo de la suya aquí nos encontrábamos todos muy bien G.A.D., o lo que es lo mismo, gracias a Dios, mujeres e hijos que ya nunca olvidaremos la inefable incertidumbre de esperar a los que se fueron durante incontables noches de frío y de lluvia en aquel cuartucho habilitado para recibir al renqueante coche de línea; y es también la Moratalla de quienes hasta no hace mucho salíamos al atardecer para pedir a los vecinos un palico leña p’al castillo la Purísima, y es la de quienes bailábamos el zompo y jugábamos a la vaca y volábamos nuestras cometas en el Patio de los Yébenes, y es la de quienes todas las tardes nos pateábamos el cerro hasta llegar a Las Balsicas para que los muchachos grandes no nos dejaran intervenir en un partido improvisado que no duraba más de media hora y que solía terminar a pedradas, y es la de quienes asistíamos atónitos a los primeros redobles alevosos y nocturnos en una vieja casa de la calle Palomar donde se ponían a secar las pieles y donde luego se armaban aquellos tambores de cordel que a nosotros, a los críos de aquel entonces, nos sonaban con un misterio especial, con un misterio que desgraciadamente ya no tienen para casi ninguno de nosotros, y es la de quienes apostados durante horas y horas a la entrada del pueblo hemos aguardado en balde la anunciada visita del Tío de la Pita con su tamborilero acompañante y con su clásico tará-tará-tararí, ora pro nobis, y es la de quienes hemos perseguido año tras año el olor antiguo de los boquetes de la infancia, ese olor salvaje a amanecer de pólvora y a pasodoble inequívoco y a madera con resina y a miedo irremediable en la mañana mágica del primer encierro.
Podría seguir enumerando, demostrando con recuerdos que son míos y que son de todos ustedes que esta y no otra es la verdadera biografía de cualquier moratallero, se precie o no de serlo, la historia que siempre ignorarán más allá de las mal disimuladas curvas del Caracolillo y más abajo de la finca de Ulea; porque la verdadera identidad de un pueblo está ahí, está en las calles de la infancia y en los caminos serpenteantes de la primera juventud, cuando todo era expectativa del sentir y todo era sorpresa de los miembros y todo certeza inocente de la felicidad; está ahí, sí, mucho más que en el discurso exaltado y rimbombante y lleno de incursiones librescas muy a propósito con que nos quiera marear cualquier extraordinario pregonero, sea cantante, político, matador de toros o escritor muy vendido, por ilustre que este sea.
No, queridos amigos y amigas, no somos perfectos, ni es precisamente el nuestro el mejor ni el peor de los pueblos, ni necesitamos a nadie que nos venga a pregonar lo contrario como un ángel anunciador de las maravillas del infierno, o viceversa. Pero es verdad que sin ser perfecto ni ser el mejor –porque cualquier pueblo lo es para sus moradores-, este es nuestro pueblo y esta nuestra tierra y este el vínculo que nos une, y es verdad que mucho o parte de lo que somos, bueno y malo y regular, es a este pueblo y a esta tierra y a este vínculo a quien se lo debemos, y es en él –es decir, en nosotros mismo- donde hemos de buscar las respuestas que no nos dará nadie y las soluciones que hacen falta si lo que queremos es mejorarlo y mejorarnos.
Estoy convencido de que no aman más a su tierra quienes continuamente la ponderan y ensalzan, refiriéndose a ella como si no hubiera otra, porque esos que así hacen, aunque no lo sepan, están cegados por el peor de los males de este mundo, que no es otro que la ignorancia satisfecha de sí misma. Ya lo escribió mucho mejor que yo, en apenas dos versos, el poeta Antonio Machado: Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora. No, no seamos tan necios como para despreciar lo que no sabemos o no hemos visto, no nos miremos el ombligo como si fuéramos el centro del universo, no nos conformemos tampoco con lo que somos ni hagamos bandera de nuestras mezquindades, ni nos creamos todos los halagos con que nos tientan las lucidas lenguas mercenarias, ni nos revolquemos en el aislamiento narcisista y estéril que propicia la incultura, ni seamos los falsos mesías del falso progreso con que se nos engatusa desde la ignorancia consabida de las instituciones.
No es sino mi profundo amor por este pueblo, que es el pueblo y la tierra de mi gente, el que me obliga a ser tanto más crítico con él que con otros, y es este apego insustituible el que nunca me ha dejado ni me deja ahora transigir con sus defectos –que los tiene, como todos los pueblos, y que no son pocos-, porque me duelen sus defectos y me duelen sus problemas endémicos, porque cada defecto y cada problema de este pueblo que somos todos, ustedes y yo, es también un defecto y un problema mío, que he sido y soy parte de él, y es un defecto y un problema de mis amigos de aquí, y de mis vecinos de aquí, y de los miembros de mi familia que aún viven y de los que ya han muerto, y de nuestros antepasados comunes y lejanos, y de todos nosotros, en definitiva.
No quiero concluir esta lectura sin dejar de animarles, con todo mi afecto y mi respeto, a que disfruten serenamente de los momentos festivos que se aproximan, y, asimismo, confío en que mis palabras de esta noche, lejos de aburrirles como a mí me aburrieron las de otros, les hayan servido de estímulo para la reflexión y les ayuden en el futuro a recuperar la conciencia real de lo que somos y de lo que para nosotros, paisanos todos, significa ser hijos de una misma tierra y de un mismo pueblo al que llamamos Moratalla.
Muchas gracias.
viernes, 30 de marzo de 2012
MORATALLA (I)
Un día indeterminado de 1996, a comienzos de la primavera, recibí en mi casa la llamada de algún funcionario del ayuntamiento de mi pueblo que, sin grandes alardes ni rodeos, en calidad de portavoz del grupo de personas encargado de organizar las fiestas del Santísimo Cristo del Rayo (las fiestas de la vaca, como allí las nombramos), me propuso así, de sopetón, ser ese año el pregonero oficial. Estupefacto, aturdido y al mismo tiempo honrado por el hecho de que mis paisanos hubieran pensado en mí -al fin y al cabo un joven poetilla que se abría paso con dos libros editados en Barcelona-, dije simplemente que sí, y no hice más preguntas, y me puse a trabajar desde entonces en un discurso que yo quería que fuese, ante todo, honesto: para con mis amigos y vecinos, para con mi árbol genealógico, para conmigo mismo y también para con mis hijos aún no nacidos ni engendrados. Sé que hubo unos cuantos doctos locales que no encajaron bien el tono intimista y sincero de mis palabras, pues al parecer se alejaba de la retórica grandilocuente y chauvinista que por norma preside la consabida farsa de estos actos. No me pagaron ninguna dieta, ni yo lo esperaba. Tampoco me agradecieron que me hubiera tomado la molestia de escribirlo en soledad y de leerlo luego desde un estrado. Como colofón, nadie quiso acordarse de incluir el texto en el Programa de Festejos del año siguiente, según mandaban tradición y costumbre. Fue entonces cuando me dije que nunca más.
PREGÓN DE LA FIESTAS PATRONALES
Leído en Moratalla (Murcia) el 6 de julio de 1996
- I -
Queridos amigos y queridas amigas, paisanos todos:
Desde que yo no era más que un adolescente un poco más tímido que ahora y con muchos más pájaros en la cabeza que ahora, siempre he sentido una particular atracción por cuanto se hiciera y se dijera en este acto solemne que hoy nos reúne, en esta lúdica velada llena de tentadoras efigies femeninas, de lecturas poéticas muy floridas y muy ripiosas, y de aburridos discursos coyunturales, preludio todo ello de la semana festiva que se nos promete.
Yo, cuando el portero de turno se apiadaba de mí y me dejaba entrar a la sala (cosa que no siempre ocurría), me sentaba plácidamente ahí abajo, en cualquier butaca de las que ustedes ocupan esta noche, y con ese atrevimiento íntimo que algunas veces nos da la timidez me dedicaba a soñar en ser yo, algún día, quien desde este escenario recitara los gloriosos versos del poema premiado, y me dedicaba después a imaginar cosas inimaginables (mejor dicho, cosas no confesables) que admitían en su afán la presencia tentadora, y sin duda turbadora, de cualquiera de las damas de tan bella y fabulosa corte.
Pero nunca sospeché que mi papel en este acto pudiese ser alguna vez el que hoy represento, esto es, el papel del aburrido pregonero que, con su verbo fácil y diestro en la adulación casi profesional, construye (o permite que le construyan) un discurso serio, sensato, de concilio, a ratos cómplice y a ratos aleccionador, siempre correcto y siempre tedioso y siempre con su justa dosis de altivez académica, mesurado en las necesarias alabanzas y salpicado también, cómo no, de las imprescindibles referencias a nuestras fascinantes leyendas y a nuestras incomparables tradiciones y a nuestras ponderadas reliquias histórico-artísticas.
Sí, aquellos ilustres pregoneros foráneos que yo escuchaba desde mi butaca soñadora –escritores de postín, políticos provincianos y advenedizos, e incluso algún que otro torerillo de cartel- hablaban magníficamente, como libros abiertos, de las bondades innegables de esta tierra y de este pueblo: hablaban de sus parajes excelentes, de su rica huerta y de su extensa serranía, de sus pobladores siempre hospitalarios y alegres, del espíritu festivo que al parecer recorre nuestra sangre desde el principio de los tiempos como si se tratara de un don natural y de gracia exclusiva…
Hablaban de todo eso, es verdad, y hasta ponían a veces todo su corazón y su fe en las palabras que usaban; pero lo hacían -yo al menos así lo percibía- con esa magnífica frialdad de quien lee y lee y en realidad no entiende muy bien el significado profundo de cuanto está leyendo, y no lo entiende porque no lo ha vivido y porque no lo ha mamado, o porque definitivamente su bienintencionado discurso está tejido por esa otra mano solícita y ajena que sabe hurgar en los estantes polvorientos de las bibliotecas para extraer de ahí los fríos datos y las frías noticias que confinan la Historia a unas cuantas páginas cosidas entre dos tapas de cartón. Pero no: ustedes y yo sabemos que esta no es la verdadera Historia; ustedes y yo sabemos que la que nos venden en los libros y en las enciclopedias y en los voluminosos manuales de historia no es, de ningún modo, toda la Historia que merece contarse.
Por eso, cuando el representante de la mayordomía me llamó a mi casa por teléfono para proponerme con toda cordialidad ser el pregonero oficial de las fiestas de este año, yo creí que se había equivocado de número y de persona, pues en primer lugar yo no soy forastero, es decir, yo no me puedo permitir hablarles a ustedes de esta tierra ni de este pueblo y de sus gentes con la descomprometida facilidad con que lo haría, pongamos por caso, cualquier consejero o consejera de cualquier consejería de la Comunidad Autónoma de Murcia; y tampoco soy yo el típico personaje más o menos ilustre o más o menos célebre –ni soy banderillero, ni soy cantante, ni soy deportista de elite- que se plante en el escenario de esta velada solemne con su manojo de folios alquilados y con su empaque de mercenario oficial para leer aburridamente lo que ustedes ya esperan que se les lea, por ejemplo lo bonita que es Moratalla y lo femeninas que son sus mujeres y lo machos que son sus hombres y lo alto que está el castillo y lo encantado que está el peñón que da vida a la leyenda.
¡Cuán fácil es enumerar una tras otra todas y cada una de las excelencias verdaderas y fingidas de un pueblo y de una tierra que no es el nuestro, que no es la nuestra! Lo realmente difícil, os lo digo yo, es subir aquí para hablar ante ustedes de la propia tierra, de la tierra de uno, de la tierra que nos vio nacer y crecer y que luego nos vio marcharnos y que tarde o temprano nos verá volver. Lo difícil es conservar y transmitir la suficiente honestidad para sincerarse con uno mismo y con ese destino mío y nuestro que llamamos Moratalla, con un destino que entre todos compartimos desde el día en que nacemos o desde mucho antes, desde que somos engendrados para merecer este destino, lo queramos o no. Y entonces, a partir de ahí, empezamos a reconocer entre todos que no, que no es verdad, que aunque suene tan bonito de labios de un extraño no es esa que nos venden toda la verdad, y que nos engañan quienes, con sus trajes de entretiempo hechos a medida y con sus finas corbatas de seda, vienen a decirnos desde este estrado que hoy tengo el honor de ocupar que los moratalleros, por el mero hecho de serlo, somos perfectos y maravillosos, y que nuestro pueblo, como no podía ser menos, es el mejor y el más habitable de los pueblos; nos engañan sin mala intención, pero nos engañan, porque esos mismos que vienen a decírnoslo embutidos en sus trajes de entretiempo y con sus finas corbatas de seda podrían decir lo mismo, y dicen lo mismo de hecho, exactamente lo mismo, cuando se les reclama pregonar su discurso en San Sebastián de los Reyes o en Medina del Campo o en La Puebla de Don Fadrique o dondequiera que se les reclame.
(Continuará)