viernes, 13 de septiembre de 2013

VIEJOS Y NUEVOS COMPROMISOS Y FAVORES



A finales de la década última del siglo y del milenio, recién estrenada la treintena, mi vanidad y mi incertidumbre se dejaron tentar por el falso hechizo de la tertulia en algún que otro tugurio literario, y caí precipitadamente en una vorágine de llamamientos noctámbulos, lecturas poéticas autóctonas, frivolidades de velador decimonónico e incontables presentaciones públicas que -entre cigarrillo y cigarrillo, entre cerveza y cerveza, entre adulación y flirteo- traicionaban la intimidad de mis verdaderas apetencias, pero que, también, durante algo más de una década, me ayudaron a sobrevivir y a fortalecerme en un clima infestado de desaires conscientes y de envidiosos ninguneos y de enemistades perennes.

He aquí la escueta serie de textos que he podido recuperar (pues hubo al menos otros tantos que se me extraviaron o que improvisé sobre notas garabateadas in situ: mejor para todos), ora impresos a modo de prólogo o de columna subliminal en alguna revistilla sin historia ni porvenir, ora simplemente leídos a viva voz ante la mirada indagadora y el oído heterogéneo de los circunstantes.


[ 1 ]
UN INTRUSO LLAMADO PASCUAL GARCÍA


Diario 16-Murcia,
29 de octubre de 1995

La república literaria está de enhorabuena. La república literaria, que por supuesto es soberana y que no admite bajo su cielo ni la arbitrariedad amistosa ni la falsa adulación provinciana, que es implacable al conceder visados de residencia y que no registra más frontera que la demarcada por el buen hacer y la honestidad sin paliativo, conoce nuevo huésped. La república literaria, esa vasta geografía de soledad e incertidumbre que descree de honores mundanos, porque confunden el camino, y donde solo unos poquitos, los más osados, conviven a su modo con esa otra incomprensión, la fama -Borges díxit-, mientras el resto se contenta con deambular por sus avenidas como páginas en blanco y siempre con la duda a cuestas sobre si avistará o no su Ítaca imposible; esa república, digo, ya alberga en una muy digna pensión para recién llegados pobres y jóvenes y periféricos (Los Libros de la Frontera & Editora Regional de Murcia) un título escueto, providencial, definitivo, y el nombre exacto y el apellido humilde -en cuya alianza alguien podrá leer no solo el origen, sino también la explicación de su presente y hasta el porvenir que le aguarda, como otros leen el mensaje callado de los astros- de su artífice.
Pascual García García (Moratalla, 1962) fue doblando sin prisa el equipaje de sus obsesiones en una tierra pobre, fronteriza, ajena al tumulto de la gran urbe y casi de espaldas a él; en unos años de frío migratorio y de dos días de tren y de pies que se hunden en el fango ajeno de un país vecino; en unos años de cometas al viento de los cerros y de dedos entumecidos entre granos de aceituna y de callejones que conocen la crueldad magnífica de los juegos infantiles; en unos años de paradojas sin escrúpulo, de abierta lucha entre los progresos aparentes de la ciencia moderna y la mirada cauta y dócil de quienes ya no podían caminar con nosotros porque el curso despiadado de la historia les había cercenado los miembros y la fe para otra cosa que no fuera el manejo paciente de la azada y el pan duro de la sumisión. Pascual García, por edad al menos -“Nací bajo / los cerros (y me criaron las palabras) / el año en que murió borracho Faulkner”, ha escrito-, ha sabido aún de las interminables trasnochadas junto al fuego del hogar, allá en la sierra, ha escuchado las historias de hombres que fueron llamados a las guerras de otros para después contarlo con una risa necia y orgullosa y con un puñado de tabaco de picadura moviéndose entre sus dedos, ha pertenecido a la calle como a un lugar mítico donde convergían la inocencia atroz y el misterio que la legitima y la orfandad momentánea pero ebria de tribalismo cuando tras una guerra de piedras con los muchachos de otro barrio sangraba a chorros la cabeza de alguno y había que correr al médico para que el médico cosiera. Pascual García, también, ha sufrido sin duda por esa clase de resignación feudal que en aquellos años muchos de su generación y de la mía ya no sabíamos compartir con nuestros mayores, y contra ella se rebelaba nuestra sangre nueva de pioneros que empezaban a estudiar para sacar una carrera que les diese la posición que sus padres no tuvieron, la única carrera de toda la estirpe pero que para ellos -no para nosotros- significaba la redención final, el objetivo cumplido, atentos entre tanto nosotros a un universo pudoroso de fantasías y de clandestinidades librescas que era como el vaticinio irrenunciable de la soledad y el sello del escritor que hoy, aquí, nombramos.
Entiendo que lo primero que debe hacer un artista es expatriarse; y lo segundo, no olvidar sus orígenes. A mi juicio, Pascual García ha observado ese estricto itinerario y ha aprendido mucho en la travesía, de modo que en El intruso se nos revela ya con un pulso seguro, dominador absoluto de una atmósfera literaria que no evade aquella realidad vivida, o lo esencial humano de aquella realidad vivida: antes al contrario, bucea en ella y chapotea con prudencia para salpicarnos descarnadamente, sin concesión alguna, con un manojo de historias que casi nunca se resuelven accionando el botón mágico del cierre-sorpresa, sino en el recodo diez veces más denso donde por lo común transcurre la mayor parte de nuestras vidas: en la sospecha, en el vacío subjetivo, en lo incierto cotidiano con que continuamente nos asedia el revés de la memoria y del olvido, en ese límite difuso donde el chantaje del tiempo modela seres con caras de fracaso, seres que, en los relatos de Pascual, sin embargo, suelen ser aún capaces de sentir y esgrimir las más duras emociones. Relatos con conflicto dramático, imbuidos de malentendidos y de paisajes de fondo gris que se diluyen en el trazo seco de los caracteres, que no es preciso perfilar porque aquí los gestos, los diálogos y sobre todo los silencios dicen más de lo que el narrador sabe o intuye o desea sugerir.
No hace mucho declaraba Augusto Roa Bastos que la literatura se estaba convirtiendo en un ejercicio de play-boys. Hace todavía menos, Antonio Muñoz Molina se quejaba en un artículo de que a los pijos les había dado ahora por la literatura, pero que no estaban dispuestos a dar su vida por ella ni a llevarse un mal rato. Si esto es así, si el artista que viene quiere ser un pijo o un play-boy, entonces la república literaria tendrá que endurecer aún más su régimen de visados para residentes y va a tener que clarificar mucho más las cosas. La arbitrariedad comercial de las grandes empresas editoriales no acompaña; el paladar deshabituado de la masa amplia de lectores, tampoco. Lo único que nos queda es la palabra de los verdaderos, la autenticidad sin trampa de jóvenes que, como Pascual García con El intruso, han llamado sin arrogancia pero firmes -“una sola cosa, entre muchas, me parece insoportable para el artista: no sentirse ya al principio”, apuntó en sus diarios Cesare Pavese- a las puertas altas de esta república y han hallado la recompensa del tesón y la felicidad del recién llegado. Tal y como está el mundo de las letras, sacar la cabeza en medio de tanto niño pijo subvencionado por papá, y de tanto play-boy con hambre de recepciones tumultuosas, y de tanta soberbia provinciana y baldía, se me aparece como un acto de intrusismo necesario y valiente que el tiempo, como siempre, se encargará de corroborar y sancionar. Y tú que lo veas, Pascual.


[ 2 ]
PRESENTACIÓN DE LA COLECCIÓN DE POESÍA “BOLARDO”


Leído en una cervecería de Murcia
el 14 de diciembre de 1999


            El pasado jueves, 9 de diciembre, el poeta Antonio Marín Albalate marcó los nueve dígitos del teléfono de mi casa y me levantó de la siesta para sugerirme tímidamente, proponerme amistosamente y, al fin, invitarme formalmente a ser el presentador o conductor ocasional de este acto.
            El viernes, 10 de diciembre, marqué yo, a mi vez, los nueve dígitos del teléfono de la casa del poeta Juan Acebal (que no sé si haría la siesta en ese instante) para concertar un encuentro y así poder documentarme como es debido sobre los pormenores de este acto que yo había aceptado presentar o dirigir por dos razones: porque soy amigo del poeta Antonio Marín Albalate y porque soy amigo del poeta Juan Acebal.
            El sábado, 11 de diciembre, me encaminé hacia esa cafetería del centro en la que habíamos quedado Juan y yo, y en esa cafetería del centro nos tomamos dos martinis blancos (uno cada uno) con las inevitables aceitunas, y nos fumamos tres o cuatro cigarrillos mientras poníamos a parir a determinados poetisos y/o poetisas que crecen como hongos en ciudades como esta y que salen hasta de debajo de las piedras, al amparo generoso de eso que algunos llaman poesía de la experiencia, pero que no debiéramos en ningún caso confundir con la experiencia de la poesía. En la terraza de esa cafetería del centro, en la calle, agradecidos del sol y de las palomas y agradecidos también, por qué no decirlo, de las eventuales adolescentes que se acercaban y desaparecían sin ningún recado para ninguno de nosotros, estuvimos hablando más de una hora de algunos proyectos nuestros, y creo que los dos echamos en falta al común amigo Antonio (sobre todo porque sabíamos que se estaba perdiendo la visión idílica de las eventuales adolescentes que se acercaban y que luego desaparecían sin ningún recado para ninguno de nosotros). También allí Juan me entregó los números 0 y 0 de estas libretas fabricadas, a mi juicio, con tanto gusto editorial, libretas que inauguran la Colección Bolardo de Poesía bajo el novedoso sello de Nausícaä y con excelentes y sugerentes dibujos de Kiker en su portada.
            El domingo, 12 de diciembre, me desperté a las ocho y media e hice el amor con la mujer que despertó a mi lado, y después de tan dulce desayuno busqué los poemas de Juan y luego los de Antonio aquí recogidos y los leí como es de recibo que los lea un mero lector de poesía: procurando no pensar en que esos eran los poemas sobre los que tendría que hablar en mi presunta presentación de esta noche. Me afeité, me duché, me puse guapo y me fui al bautizo de la niña de un amigo mío que ya se llama María del Carmen (la niña, claro), como su madre. Por la tarde alquilé el vídeo de la reciente versión de Lolita y, a eso de las ocho, empecé a sentir más arriba del estómago ese acceso de mala leche que a los que tenemos la increíble suerte de tener un trabajo fijo y una nómina estable nos suele dar todos los domingos a eso de las ocho, porque es a eso de las ocho cuando ya percibimos la terrible asechanza de otro lunes con sus leyes.
            El lunes, 13 de diciembre, estuve de mal humor durante toda la mañana, hasta que caí en la cuenta de que el mal humor no me lo producía el hecho de que fuese lunes, sino la mala conciencia de saber que tenía que presentar este acto y que, a falta tan solo de unas horas, no había escrito ni una triste palabra que justificase mi multiplicado compromiso: compromiso con la poesía de Antonio Marín Albalate, que ha ido ganando con el tiempo como dicen que le ocurre al buen vino; compromiso con la poesía de Juan Acebal, autoexigente y matemática hasta llegar a la sangre, si hace falta; compromiso con esa amistad que a ellos les ha llevado a contactar conmigo y a mí a responder que sí quiero acompañarlos en este acto; compromiso con un proyecto editorial tan rejuvenecedor y encomiable como este de Nausícaä; y compromiso sobre todo conmigo mismo, no por mí, que no soy nadie, sino por mis padres, que me enseñaron a cumplir mis promesas y a no prescindir de lo bueno que mis padres me enseñaron.
            La tarde del lunes (esto es, ayer por la tarde) volví a leer los versos de Juan y los versos de Antonio, intentando, ya sí, no ser un mero lector de poesía, sino un lector de poesía que tiene que hacer de presentador y dar alguna pista sobre el calibre poético de estos versos sin que me traicione la lógica benevolencia de quien, además, presume ser amigo de los autores de los versos. Pero no conseguí anotar nada digno; más aún, mi conciencia se rebelaba contra cualquier intento de disección de unas imágenes que se muestran en sí mismas, por sí mismas, y que emergen ya desde la felicidad intuitiva de esos títulos: Donde acaba el horizonte, Al sur de la luna. Al sur de la luna y Donde acaba el horizonte superaban cualquier palabra que yo pudiera emplear para aprehenderlos, no porque no haya palabras o yo no sepa encontrarlas (basta con abrir el diccionario), sino porque siempre he pensado que de los versos que nos gustan lo único que estamos autorizados a decir es eso, que nos gustan, y quien quiera darse por aludido que acuda a ellos y descubra si su gusto coincide o no con el nuestro. Cualquier disección es una especie de crimen, aunque se haga con fines muy honestos y muy benéficos, pero la disección del objeto artístico no tiene otro fin que el apropiarse mefistofélicamente del secreto, de la exquisita alquimia que algunos seres elegidos (llámense poetas, músicos o pintores) están llamados a fraguar y a transmitir con el barro artesanal de sus manos. Todo lo demás es carroñería literaria, y lo dice alguien que está destinado a diseccionar literatura todos los días de lunes a viernes, hasta el jubiloso día de la jubilación.
            Hoy, martes, 14 de diciembre, finalmente me he dicho: Pedro, son las cinco menos cuarto y tu actitud no tiene disculpa; así que siéntate ahora mismo y escribe lo que se te ocurra para acompañar a tus amigos en el acto de esta noche. Y me he sentado. Y he empezado a escribir lo que ya me han escuchado. Y ahora veo que quizá me estoy extendiendo demasiado sin haber llegado a ninguna parte, o quizá con la intención consciente de no querer llegar a ninguna parte que no sea la constatación de lo que yo ya sabía, porque yo ya había leído otros libros de Antonio Marín Albalate y había leído otros libros de Juan Acebal: la constatación de que en esta época nuestra tan nutrida de imposturas y de pretendidos y pretenciosos vates, es casi un milagro encontrar dos voces como la de Antonio y la de Juan, dos voces que por supuesto han bebido de otros poetas y se han alimentado de ellos, pero dos voces que no se conforman con repetir el eco de sus lecturas, y dos voces que podrán gustar o no gustar, pero a las que no se les puede negar el valor de seguir arriesgando en su solitaria búsqueda de la Palabra única, de la Palabra con mayúscula que es la materia de la verdadera poesía.
            Juan me exigió que no fuera demasiado alabancioso, y yo no voy a serlo, no porque él me lo exigiera, sino porque no es mi estilo, y él y Antonio y quienes me conocen lo saben. Solo quiero añadir que la poesía es para leerla y hacerla tuya si la necesitas (como dice el cartero de Neruda), y los poetas son para olvidarlos cuanto antes, porque la mayoría de las veces los poetas ensucian, ensuciamos, con nuestras dosis respectivas de falsa modestia o de real inmodestia, ensuciamos, digo, esos renglones que escribimos con la vana pretensión (toda pretensión es vana, de acuerdo, pero en arte, además de vana, es pretenciosa) de que justifiquen y demoren nuestra existencia fugaz y casi siempre indecorosa. Y como no me gusta usurpar protagonismos, aprovecho para felicitar a los autores por sus poemas y a Nausícaä por ser el instrumento de su divulgación; y a ustedes, a vosotros, os pido mil disculpas por el tiempo que os he robado con la excusa fenomenal de la Poesía.


[ 3 ]
A MARCELINO MENÉNDEZ, POR SUS VERSOS
Prólogo a Carrusel de poemas, Editorial Azarbe, Murcia, 2006.


Escrito el 28 de febrero de 2006

Entre las pocas convicciones que sustentan mi trasiego íntimo por el ámbito de los libros y la literatura, quizá la más innegociable de todas sea mi descreencia radical respecto de la utilidad objetiva de los prólogos. Más aún, entiendo que las narraciones y los poemas que colman de luz nuestras humanas soledades debieran nacer, por decreto, huérfanos de padre y madre, porque ese padre y esa madre y también el inopinado padrino que circunstancialmente los arropa y los bendice -sin quererlo, sí, incluso con la mejor de las intenciones- están hurtando a la literatura su ser verdadero, esto es, su vocación libertaria y libertina, y de paso limitan y pervierten el supremo don de soberanía en su enjuiciamiento estético que requiere el buen oficio de lector.
Así pues, estas palabras preliminares de este prologuista ocasional no caerán en la común tentación de ponderar con la acostumbrada benevolencia del caso los magníficos versos del excelente volumen que el lector (avisado o no) tiene ahora en sus manos. Sostengo, y a menudo lo repito en petit comité, que todo afán, si obedece a un estímulo creativo y propende a glorificar un estilo o una estética, merece ya de entrada nuestro respeto; pero cuando tal afán cristaliza en la persecución de las palabras de una lengua para que estas palabras y esa lengua declaren y expresen las emociones, los sentimientos y las ideas que nos definen como lo que somos o queremos ser -como seres humanos, nada menos-, entonces a mí se me antoja que esa es la fórmula más excelsa que conozco de coronar la travesía de la vida, de cualquier vida, y de tocar, en parte, el corazón de su sentido.
El poeta Marcelino Menéndez ha alcanzado esa regia virtud -rara, minoritaria, hasta no ha mucho repudiada- a una edad en que tantos hombres y tantas mujeres de nuestro país dilapidan las hojas de su otoño jugando a la brisca y al parchís en los intitulados centros de mayores, o metiendo una moneda tras otra en la tragaperras melodiosa de la esquina, o agonizando de recuerdos y de olvidos delante de un triste televisor crepuscular, o viajando de balde para ver al fin la Santa Cruz de Caravaca y las playas enfermas de Benidorm o Torrevieja. Miro a Marcelino Menéndez y comprendo que se ha hecho aún más hombre y más persona frecuentando las tertulias provincianas y los recitales poéticos que nos regala a veces alguna institución pública, y leyendo toda la poesía que poco a poco ha caído en el regazo cálido de su inquietud inquebrantable, y probando él, por qué no, a descubrir como un adolescente absorto la magia antigua de las palabras que todavía anhelan su lugar exacto en el espacio de la página, esa inefable tentación que gozamos por igual los poetas menores y los poetas mayores y medianos, llámense Walt Whitman o Pedro López, Antonio Machado o Marcelino Menéndez.
Enhorabuena, amigo Marcelino, por la modesta osadía de tu empeño dignísimo, y ojalá que los poemas que hoy divulgas en el alegre recipiente que es el libro acierten a encontrar a su lector ansiado, nuestro gemelo, ese ser sin rostro que se confabula en el afán de los artífices para terminar arrebatándoles la verdad intransferible que subyace en cada verso.




[ 4 ]

EL FINAL DEL PRINCIPIO
Epílogo a La locomotora (revista del IES
Mariano Baquero Goyanes), nº 1, junio 2006.

Lector, has llegado con nosotros al final del primer viaje de esta locomotora nuestra que hemos dado en llamar, no por causalidad, La locomotora.
Cuando iniciamos la travesía, allá por el mes de diciembre de 2005, albergábamos todas las incertidumbres y todas las ilusiones que caben en el corazón de los espíritus emprendedores. Sabíamos que no iba a ser fácil que fructificase un proyecto de revista tantas veces esbozado y tantas veces suspendido durante los tres lustros que ya hace que el instituto Mariano Baquero vigila desde su atalaya de ladrillo el paso de los trenes que van y vienen con su cotidiano traqueteo y su silbato esporádico. Así que desde muy pronto, desde el instante originario en que los compañeros del Departamento de Lengua Castellana y Literatura dieron su aprobación y comprometieron su entusiasmo, La locomotora se convirtió para mí en un reto personal de proporciones inverosímiles; reto que más adelante, informados los jefes respectivos de los distintos departamentos didácticos, se tradujo en la esforzada fe de un grupito de tres personas -no me resisto a darles nombre: Pepe Mula y Paco Cánovas, pues el tercero es quien esto firma- motivadas por una extraña complicidad; personas que al fin se han sometido a la inercia irreprimible de toda una comunidad educativa que, así lo hemos experimentado, estaba necesitada de este vínculo de papel y de tinta para renovar, con él y en él, tanto su identidad como el legítimo orgullo de pertenecer no a un centro cualquiera, sino exactamente al Mariano Baquero de Murcia, ya sabéis, ese que queda junto al paso a nivel en el número 88 de Torre de Romo.
Una revista no surge de la noche a la mañana, y precisa de la generosa implicación de muchas almas y voluntades, pero también de muchas manos hacendosas. Nuestra idea, desde los albores, fue procurar que La locomotora sirviese al más elemental principio de la antigua pedagogía, cual es el natural encuentro y entendimiento entre el profesor de la materia y su grupo de alumnos. Por eso, en la medida de lo posible y salvando nuestra inexperiencia en estas lides, se ha evitado la apropiación de las páginas de la revista por parte del profesorado, y se ha recomendado en todo momento la colaboración real entre aquel grupo de alumnos y aquel profesor suyo que habría de indicarles el camino a seguir entre los raíles. Porque -ahora lo sabemos- una revista es un viaje con muchas ventanas y con muchas paradas, con muchos túneles también, con muchas llamadas a esos viajeros despistados que sin embargo no debieran perderse este tren, con muchos andenes como páginas donde poder sentir la nostalgia anticipada del que parte y la impaciencia creciente del que espera. Y una revista es sobre todo la confortable certeza de un vagón que a nadie excluye y que compartimos eventualmente con otros, o de una hilera de vagones que se suceden en la común esperanza de alcanzar la alegría de su destino.
En mi nombre y en el de los dos profesores arriba citados -solía decir el abuelo que con tres patas se hace un banco-, quiero manifestar nuestra gratitud a todos los alumnos, profesores y demás miembros del IES Mariano Baquero Goyanes que de algún modo se han implicado en la forja de esta primera salida de La locomotora. Confiamos en que, conforme vayan pasando los años y los cursos en el calendario inexorable, y a la par que ellos también las personas que les dan voz y sentido, este número uno se consolide en la memoria como una bonita referencia en el horizonte inequívoco de su largo y venturoso viaje.
Que así sea.
 


[ 5 ]
EN BUSCA DEL BELÉN ORIGINAL
Prólogo a En busca del belén original, de José Rogelio Fernández Lozano
(en Teatro infantil y juvenil, vol. 4, Ayto. de Moratalla, 2007).


Escrito el 31 de enero de 2007

No hay verdadero teatro sin su pizca esencial de didactismo; y no hay mejor pedagogía que la que se hermana en un tronco único y definitivo con el gozo de los sentidos. Algo así, o parecido, debió intuir el clásico cuando pensó y desarrolló la dualidad del docere/delectare, esto es, del enseñar deleitando o viceversa. Y algo no muy lejano de esta premisa es lo que de fijo habrá observado el entrañable José Rogelio, autor de esta pieza, antes de ponerse a escribirla con la inocente vocación de un niño, pero también con los ojos consecuente del indudable adulto.
En busca del belén original se sirve de las figuras del Belén como símbolo primario del ser y del sentir cristianos, y de ahí nos lleva hacia una reflexión cabal, cercana y rotunda, a propósito del tortuoso derrotero que ha seguido la celebración de la Navidad en las sociedades más modernas, hasta desembocar en la consabida falacia del mercantilismo sin escrúpulos. La obra se estructura en seis escenas, marcadas cada una (salvo la primera, que plantea el leve conflicto mediante aplazamiento del villancico) por la irrupción en el Belén de algún elemento que le es extraño, casi antitético, significado sucesivamente en los mundos prototípicos de la moda, de la política, de las finanzas y del consumo. Hay anacronismos superpuestos que sin embargo ayudan a interpretar el alejamiento de aquel Belén fundacional; hay guiños sarcásticos que rozan lo grotesco en la caricaturización de los políticos contemporáneos; hay una exposición crítica del suculento negocio en que hoy en día hemos convertido todo aquello que, en su raíz, no fue sino la conciencia serena de la paz interior y el alegre encuentro con nuestros semejantes. En la escena final regresan, ya reconvertidos y arrepentidos por la propia fuerza de la tradición o de la fe, el modisto, el político, el rico y el comerciante; mientras que el epílogo cierra en clave de happy end, con el certero mensaje en que se condensa la anécdota: esto es, que el auténtico Belén no es sino “esperar con gozo y alegría la venida del niño Dios”. Es, pues, el momento de que el Pobre (no podía ser otro el que asumiera ese rol) consiga cantar su sincero villancico, tantas veces aplazado. 
De nuevo, el teatro ostenta la sabia potestad de reconciliarnos con nuestras verdades más íntimas y, vigorizando los valores en que se sustenta y cifra nuestra especie, nos hace más humanos, nos hace más nosotros, nos hace más personas.


[ 6 ]
SOREN PEÑALVER EN EL INSTITUTO


Leído en el IES Poeta Sánchez Bautista
(Llano de Brujas, Murcia) una mañana de marzo de 2009

Presentar a nuestro invitado de hoy es un grato atrevimiento, y es, al mismo tiempo, una temeridad, porque tanto la sencillez y amabilidad de su persona como su profunda dimensión intelectual y artística son de sobra conocidos en los ambientes literarios de Murcia. Así que no me voy a extender.
Soren Peñalver es un poeta de formación autodidacta, que se ha ido haciendo a sí mismo. Su curiosidad y su búsqueda de la novedad en la poesía y en el arte no tienen fecha de caducidad, permanecen indemnes a través de los años, pues continuamente sigue descubriendo nuevos libros y autores en culturas a veces muy lejanas de la nuestra –libros y autores que luego nos ofrenda generosamente a los asiduos lectores de su página semanal en el diario La Opinión.
Uno de los mayores méritos de Soren es su autenticidad, es decir, la sensación que uno tiene de que cuanto dice y escribe está impregnado de verdad y de vida, de una vida –la suya- que ha transitado por los parajes de la Grecia antigua, o por el exotismo inigualable de su amada Turquía, o por el paisaje vaporoso y decadente de la puritana Inglaterra. Porque Soren es, sin duda, el autor más cosmopolita, más abierto al mundo y más integrador de las diferentes culturas, de cuantos circulan hoy por las calles y plazas de Murcia, y lo es porque desde sus primeros años supo aceptar la diversidad como riqueza, o como un don de la inteligencia, y porque sabe muy bien que ante esa diversidad que nos caracteriza, al ser humano solo le queda un camino sensato, que es el camino del respeto y la tolerancia. 
Soren Peñalver, por todo lo dicho y por lo que él va a deciros dentro de unos momentos, es ya un personaje imprescindible de nuestra identidad regional, una presencia muy próxima que siempre estará ahí para ayudarnos a salir de nuestro ensimismamiento provinciano y a recuperar el trato con la belleza de lo extraño, con la singularidad de lo exótico. Sí, es un personaje, pero por encima del personaje estará siempre la persona: un hombre de carne y hueso que irradia sensibilidad y que allá donde vaya se pondrá del lado de los oprimidos, de los marginados y de los vencidos en esa incansable búsqueda de la belleza a través de las palabras. 
Aquí tenéis, pues, a quien desde hoy se convertirá en una referencia para aquellos de vosotros que ya albergáis algunas inquietudes en la poesía y en la literatura. La charla comienza ahora, pero tratándose de Soren Peñalver nunca se sabe cuándo ni cómo acabará, porque él es uno de esos seres maravillosos que siempre parece estar llegando y nunca se va del todo.


 
[ 7 ]
SOBRE PALABRAS QUE CUENTAN


Leído en Murcia, el 30 de abril de 2013



Buenas noches a todos los protagonistas, sean héroes o antihéroes o lo que se sitúa entre ambos extremos; y buenas noches también, sobre todo, a los personajes que saben asumir su destino de secundarios, y al vasto grupo de figurantes que en algún momento han sido o todavía son parte de esta historia de la que ya se han escrito veinticinco capítulos y que cobra nombre de instituto de enseñanza, de enseñanza pública.
Entre todos los que, de una u otra forma, desde este o desde el otro lado del atril, hemos sido llamados a colaborar con nuestra presencia o incluso con nuestras palabras en el desenlace de este acto institucional, conmemorativo, y más o menos solemne, entre todos ellos, digo, me temo que ha sido precisamente a mí a quien le ha tocado lidiar la faena más desfasada, la más anacrónica de cuantas se han previsto.
Sí, no exagero: he subido hasta aquí para anunciar el feliz alumbramiento de un nuevo libro, o lo que es lo mismo, he ascendido a este estrado para presentar al público algo que a mí nunca dejará de sorprenderme, una cosa rectangular, de hechuras delicadas y de un peso tan leve que puede sostenerse sin esfuerzo en la palma de la mano, un artefacto confeccionado con finas tiras de papel (que llamamos páginas) en cuyo interior se suceden ristras paralelas de signos (que llamamos renglones) y provisto de una bonita cubierta, suave al tacto, que se dobla por el lomo para que destaque una portada en la que se postula un título (Palabras que cuentan) y en la que excepcionalmente se admite el generoso soporte de un subtítulo (en nuestro caso, Concurso de Cuentos IES Mariano Baquero, 2002-2012).
He dicho que mi faena resultaba ser un suceso anacrónico, y he dicho bien. Sé que el mero intento de presentar un libro, esto es, de anunciar un volumen que se construye a base de papel y de tinta y de un porcentaje incalculable de fantasía, empieza a ser un empeño del pasado en estos tiempos de novedades informáticas y de ingenios digitales; así es, un curioso anacronismo cuyo vaticinio sabrá reconciliarse con el futuro inevitable a la vuelta de muy pocos años, tal vez menos años de los que la antigua legión de los lectores más románticos nos atreveríamos a sospechar. Seguirán escribiéndose historias porque no faltarán talentos con imaginación para escribirlas, y seguiremos leyéndolas porque las necesitamos para saber y sentir nuestra naturaleza humana; pero el libro, tal como lo hemos conocido hasta hoy, desaparecerá irremediablemente, y poco a poco lo iremos remplazando por otros formatos acaso más prácticos, y entre las evocaciones de los más nostálgicos y las rarezas de los nuevos coleccionistas, al fin lo terminaremos relegando en nuestra memoria y triunfará como reliquia en los desvanes del olvido.
Me he tomado la libertad de deslizar este guiño apocalíptico sobre la actual cultura que fundó su reino en el universo de los libros, pero no por ello faltaré a mi palabra de presentar, aquí y ahora, este espécimen nuestro, tangible, que me he comprometido a presentar pese a su gradual (y me temo que irreversible) proceso de extinción.
Así pues, señoras, señores, estimado público: bienvenido sea Palabras que cuentan, título de la antología de relatos que reúne, en sus 194 páginas, una década completa de historias originales que han ido mereciendo, curso a curso, la distinción del jurado en el certamen literario que convoca el Departamento de Lengua Castellana y Literatura del IES Mariano Baquero Goyanes, para alumnos de la ESO, de Bachillerato y de Ciclos Formativos, matriculados en cualquier instituto de la Región de Murcia. Debemos resaltar en esta aventura editorial el afán altruista, desinteresado, por amor al arte, de unos cuantos profesores hoy ya jubilados, y debemos insistir asimismo en el protagonismo absoluto de los jóvenes autores cuyos textos se recogen aquí y también el de aquellos otros que se quedaron en el camino de las deliberaciones. El resultado de esta empresa compartida nos confirma en la antigua convicción de que la creatividad hay que provocarla, de que el incentivo de los talentos no cuantificables como contenidos objetivos de un currículo es sin duda un pilar básico en el arduo proceso de enseñanza-aprendizaje que se origina en las aulas.
El volumen, por cierto, incorpora uno de esos prólogos que, sin que sirva de precedente, no conviene saltarse, pues se trata de una reflexión lúcida y entrañable, al tiempo que una lección magistral sobre el género cuento y sus derivaciones teóricas, a cargo del profesor Abraham Esteve, alguien que tuvo la fortuna de disfrutar del magisterio y la proximidad humana de Mariano Baquero Goyanes, don Mariano, aquel maestro de tantas generaciones de filólogos del que toma su nombre, y con él su contrastado prestigio académico, el centro de enseñanza, de enseñanza pública, que nos vincula.
Precisamente con un fragmento de Baquero Goyanes, extraído de un artículo de 1962 que tituló La educación de la sensibilidad literaria, me apetece concluir esta breve intervención, porque entiendo que viene muy a propósito para subrayar la importancia que el ejercicio de la docencia alcanza a la hora de acunar y potenciar en los jóvenes sus inclinaciones literarias, sea como meros lectores o, en el caso del libro que nos ocupa, como precoces escritores que en esta publicación ven recompensados su talento y su esfuerzo.
Cito:
Un buen gusto literario instintivo es capaz de reaccionar contra falseamientos e imposiciones. Pero a determinadas edades, en sensibilidades jóvenes y vacilantes, la responsabilidad educadora es grande.
Creo que todo profesor de literatura ha conocido o conoce casos de estudiantes en los que se percibe algo así como el aprisionamiento de su sensibilidad literaria, encerrada en caminos que en un tiempo se le prefijaron y de los que ya le resulta difícil salir. Me parece que ha de ser misión del educador aumentar y ensanchar esos caminos, hacer que las posibilidades de reacción de la sensibilidad del alumno crezcan de día en día, en vez de limitarlas o recortarlas con prejuicios.
Y más adelante:
Resultará siempre muy difícil ganar a un estudiante para la lectura y el goce de una obra literaria si el profesor no está también ganado de antemano por ella. Rara vez podrá lograrse un impacto y una vibración en la sensibilidad del escolar provocadas por una lectura si esta no los ha conseguido asimismo en el profesor. […] Es desde la capacidad de entusiasmo del profesor desde donde ha de conquistarse la atención del alumno. Entre la mirada de este y el texto literario se encuentran, encarnadas en el cometido del profesor, el riesgo y la belleza de una de las más difíciles etapas de la educación: la de la sensibilidad del hombre, es decir, la del más delicado sector de su espíritu.
Muchas gracias.

TAMBORES DE MORATALLA



Nunca más: eso me había dictado mi orgullo apenas ocho años atrás, aún reciente la experiencia paradójica (o agridulce, esto suena más castizo) de aquel pregón en el que vertí unas cuantas verdades incómodas con motivo de las fiestas patronales de mi pueblo. Pero cuando se te viene a buscar en persona, sin ceder a la neutralidad quirúrgica de un teléfono, y cuando a tu negativa y a tus reparos iniciales se te responde que no, que si te han elegido ha sido a sabiendas de que tú no tienes pelos en la lengua y harás un discurso honesto para decir honestamente lo que te dé la real gana, entonces tus propósitos más firmes se hacen un nudo de vanidad en la garganta y no encuentras otro remedio que aceptar el honor y ponerte en ese mismo instante a indagar en los recuerdos, a reordenar en tu memoria las vívidas imágenes de tu infancia y de tu adolescencia y de tu juventud moratalleras, a pensar las palabras precisas que quieres hilvanar para que una a una fructifiquen en ese texto que será leído de pie, con micrófono y atril, en solemne acto, frente a varios centenares de paisanos. Esta vez no hubo desafectos, y esta vez los de la Asociación de Tamboristas agradecieron el trabajo e incluso nos llevaron a celebrarlo y no olvidaron publicar aquel pregón en un lugar destacado de su revista.



PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE MORATALLA

Leído en marzo de 2004,
 en el Teatro Trieta de Moratalla


Señor Alcalde y demás representantes del municipio, miembros de la Asociación de Tamboristas, paisanos y paisanas, entrañable pueblo, buenas noches: 
Confieso que presentarme hoy aquí, ante ustedes, para pregonar la inminencia en el calendario de la Semana Santa de Moratalla -mi Semana Santa, nuestra Semana Santa- supone ya, de entrada, un gesto de atrevimiento por mi parte, o acaso una dulce temeridad, pues comprendo que las raíces festeras y las tradiciones ancestrales de un pueblo como este, que por fortuna todavía se sabe, se quiere y se siente pueblo, son tradiciones y raíces que no necesitan de pregonero que las pregone, son tradiciones y raíces que se pregonan por sí mismas, cotidianamente, en el día a día de su vivir pausado y en el talante innegociable y en la idiosincrasia de esas gentes -ustedes, nosotros, nuestros hijos, los hijos de nuestros hijos- que, generación tras generación, hacen y hacemos posible la restauración casi mágica de su misterio imponderable.
No obstante, consciente de que no me será fácil expresar y decir con palabras de este mundo lo que nuestra Semana Santa ha significado y sigue significando aún para muchos de nosotros, para quienes la hemos mamado en el sentido más noble del término, he de admitir desde un principio que me siento en deuda con el grupo humano que constituye la actual Asociación de Tamboristas, y en particular con aquel o aquellos que hayan podido indagar mi nombre y sus circunstancias, y que lo han propuesto y lo han designado al fin entre el de tantos candidatos y candidatas tan valiosos y valiosas como pueda serlo yo: sinceramente, no es falsa retórica reconocer, aquí y ahora, que cualquier moratallero y cualquier moratallera, cualquiera de ustedes que me escucha, cualquiera que haya notado alguna vez cómo se le erizaban los poros de la piel al paso de un nazareno dispersando su redoble por una callejuela del pueblo, cualquiera, insisto, es digno de ocupar este sitio de honor, y cualquiera está legitimado para cubrir las exigencias de este papel que hoy, a mí, se me encomienda.
Así que asumo el reto desde la humildad de mi persona, pero también, por qué no, recojo el testigo orgullosamente, gratificado de antemano por la distinción que se me hace y que yo jamás esperé. Confío en que la modestia de mi ciencia y la pequeñez de mis argumentos no desdore el brillo y la solemnidad de este acto que ya se dibuja como pórtico institucional de un rito colectivo, compartido, con el que cada año, cada doce meses, todos los moratalleros recobramos sensaciones que nos pertenecen desde que nacemos y que nos unen hasta que morimos, porque es en esas sensaciones comunes donde precisamente se afianza nuestra cultura de pueblo, y donde se explican asimismo nuestras razones y nuestras sinrazones, nuestros encuentros y nuestros desencuentros, nuestro ser y nuestro no ser; en definitiva, es ahí donde hemos de buscar y tratar de entender el código genético de nuestra identidad moratallera.
Suele decirse que no hay verdadera fiesta sin víspera de la fiesta, y en el caso de la Semana Santa de Moratalla este es un principio que se cumple con creces, pues nos consta que durante varias semanas -digamos meses- no son pocos los que dedican sus mejores afanes y desvelos a la puesta a punto del primer y casi exclusivo protagonista de la fiesta: el tambor. No en balde, y no por casualidad, entre nosotros lo corriente es preguntarnos, por ejemplo, en qué fechas caen este año Los Tambores, o resaltar con júbilo que ya falta muy poco para Los Tambores, o soñar con que les haga buen tiempo a Los Tambores; y es que -vale afirmarlo así, y que nadie se moleste- la Semana Santa de Moratalla no es sino la Fiesta de los Tambores, siempre lo fue, siempre lo ha sido, y nuestro modo particular de celebrarla conserva, a mi juicio, un lejano regusto carnavalero que ni siquiera nos emparenta con las decenas de pueblos del Bajo Aragón, del Levante o de la Andalucía Oriental que, como el nuestro, también hacen sonar sus tambores.
En cuanto al nazareno, tampoco el de Moratalla es como los demás, ya que ni se subyuga a la comparsa ni cede casi nunca a la uniformidad del grupo, sino que se revela ante el mundo absolutamente consciente de su estampa altanera, generoso en gestos, soberbio, ufano de un inopinado privilegio que a menudo se traduce en reto: reto a la autoridad, reto a la fortaleza física y a la resistencia, reto a los recovecos del destino, reto al propio concepto de la vida. Contra lo que algunos entendidos dicen entender, yo no creo que se trate aquí de emular la pasión de Cristo, representada en el sacrificio a veces cruento de cargar con un tambor durante horas y días; antes bien, nuestro nazareno adopta y consume un perfil distorsionador y altivo al propio tiempo, en el que no se atisba ocultación ni voluntad de anonimato. Con capirote de cartón en punta o sin él, mostrando o no el rostro, nuestro nazareno gasta una figura insólita y sin duda pintoresca para quienes nos visitan, un cuadro en discreto coqueteo con la extravagancia de las formas que se cubre de oropeles paganos y de retales y de perentorias insignias que en poco o en nada participan de la pretendida espiritualidad que se gestiona en estas fechas.
Frente a la sobriedad del culto cristiano que emana de los templos; frente al efectismo pasional que se incauta del paso riguroso de los cofrades en procesión; frente a la mística y al recogimiento devoto y a la paradójica parafernalia con que se escenifica muchas veces el martirio y la crucifixión de Cristo; frente a la espectacularidad de los desfiles que se suceden estos días bajo acordes fúnebres en tantos pueblos y ciudades de España; frente a todo eso, aquí, en Moratalla, en el pueblo que nos vincula, lo que se adivina y se vive es otra cosa bien distinta. Aquí, en Moratalla, me parece a mí que obedecemos a la glorificación del exceso y a la celebración sin concesiones, y lo hacemos mediante una fórmula particular, vitalista, consagrada a una estética donde se apuesta por lo informe y donde triunfa lúdicamente una modalidad del caos. Aquí, pertrechados en nuestro antiguo individualismo y sedientos de anarquías sensitivas, renunciamos al lucimiento corporativo de una imagen procesional y a sus aristas cortantes, apolíneas, y trocamos todo ello por el desacuerdo que impera en la confección de túnicas y capirotes y en la forma de llevarlos, y por supuesto lo trocamos por el libre albedrío de nuestro toque, de ese toque característico que nos distingue dondequiera que vamos con nuestros tambores y que se constituye -insisto- en una suerte de homenaje colectivo al estatuto soberano del caos, un caos armónico -si se admite decirlo así-, un caos resuelto a medio camino entre la música y el ruido, mas sin someterse a uno ni a otra, un caos dignificado en una especie de limbo del sonido donde nunca falta el ritmo, ni la secreta cadencia, ni la pausa oportuna, y donde la suprema habilidad del buen redoble juega con la intensidad en altos, medios y bajos, y con los tempos lentos y rápidos, hasta cautivar cuerpos y almas con una embriagadora espiral que centrifuga cuanto alcanza.
Dije que no hay fiesta grande que no tenga sus vísperas, y he de añadir que las vísperas de los tambores duran lo que dura el proceso artesanal de fabricarlos, desde que las pieles se ponen a remojo y se afeitan y se ajustan al cerquillo y se dejan secar, hasta que la más o menos reciente novedad de los tornillos da el último apretón, la última vuelta. Y, si hablamos de vísperas, no quiero pasar por alto para ustedes que a mí, al pregonero de esta noche, me vinieron a nacer justo en mitad de un mes de enero, en una calle de nombre Palomar Bajo, y resulta que -por el favor inescrutable de ese destino que al redactar estos párrafos se me antoja profético- en esa misma calle, a tan sólo unos metros de mi puerta, tenía instalado su taller de tambores el Antonio El Belenes, en un recinto bajo que, si bien recuerdo, era propiedad del Pepe del Motocarro. Así que, puesto que vi la luz con quien me la dio -mi madre- a eso de la media tarde, no es descabellado conjeturar que los primeros sonidos que me brindó la vida fueron probablemente los de algún redoble extraviado en los laberintos de mi desmemoria. Dicho de otro modo: yo cumplí mis primeros meses y mis primeros años olfateando la promesa cercana de las pieles de cabra y de las pieles de oveja, y fui creciendo sin apenas darme cuenta en ese ambiente próvido de chimenea de leña y de patata asada y de bota de vino que a los críos nos mandaban a reponer en cualquier bar, y se me fueron acostumbrando las orejas a las voces cascadas y a las toses rancias de nicotina de aquellos hombres que entonces me parecían enormes y que se pasaban noche tras noche, entre porrazo y porrazo al tambor, hablando en su jerga de cerquillos, cordeles, aros, cajas, bordones, tripas, llaves, vueltas, cinchos, palillos, etc.
Poco más tarde -yo ya tendría seis o siete inviernos- El Belenes trasladó sus arreos a la antigua casa del Tío Tieso, pegada pared con pared a la nuestra, y en torno a ese local de módicos atardeceres prosiguió el trasiego diario de gentes que venían a dejar sus viejos tambores o a encargar otros nuevos, y que luego volvían para verlos ya armados y apretados, y para probarlos entre trago y trago y casco de patata asada, y para llevárselos de aquella calle Palomar Bajo que hoy no puedo menos que mitificar para ustedes, una calle que los muchachos de aquel entonces colonizamos y poseímos casi con atrocidad compulsiva, palmo a palmo, de luz a luz, ávidos y libres y despreocupados como sólo los muchachos de aquel entonces podíamos y debíamos serlo. Recuerdo el dibujo exacto de cada fachada, los balcones, los escalones, los zócalos de grava y cemento, los callejones a oscuras, los surcos de la lluvia en la tierra. Lo recuerdo todo, sí, con esa necia nitidez emotiva que solo de vez en cuando se impone y reverdece en la memoria cansada del adulto, de este adulto en el que evidentemente ya me he convertido. Cierro mis párpados y puedo aún distinguir el trecho desde el Poyo Rastrojo al Poyo de La Morena, y si los mantengo cerrados un momento desfilan ante mí los sucesivos rostros de un ayer marchito que se grabaron para siempre en mi retina de niño y que han sobrevivido perezosamente en cada uno de sus nombres con artículo y también, cómo no, en cada uno de sus apodos, para que hoy, aquí, en esta velada propicia, aquel que entonces fui sienta la necesidad de rescatarlos para ustedes de las fauces feroces del olvido: el Tío las Coles, el Juan Domingo y la Ramos, el Ángel el Cabañil y la María la Feliciana, el José el Chole y la María de la Posada, el Juan el Zapato y la Dolores la Virgen, la María Jesús del Candelo, el Pepe el Peña y la Sacramentos, la María del Rojo, la Morena, el Manolo o la Juana la Gaspara; y también familias enteras que se fueron ampliando a la par que la mía, como aquella del Bautista, o la del José el Vici, o la del Jesús del Llano, o la de la Carmen del Picante, o la del Pepe el Roto. Es sorprendente pero los recuerdo a todos, y sus ojos de entonces me miran como si no hubieran pasado ya treinta años, quizá porque todos y cada unos de ellos han sido y han fijado la verdad íntima de aquella calle que yo pisaba con voracidad de niño tímido, mientras El Belenes seguía con el trajín de sus pieles y con el arreglo de sus tambores, y mientras los números del almanaque discurrían sin tregua hacia la mañana del Jueves Santo, de cualquier Jueves Santo.
Esa mañana Moratalla ve surgir poco a poco a los nazarenos, que pintan sus calles y plazas con la cartografía proverbial de un arcoíris dinámico, y Moratalla escucha esa mañana el rumor creciente de oleadas de tambores en una sintonía de confusiones que finalmente cristaliza en un amplio y legendario sonido. Mi primer y único tambor fue uno de 35 centímetros, de cordel, que mis padres me compraron sin haberlo pedido, junto con una túnica granate, de costuras y botones amarillos, que me hizo una modista de la calle de Santa Ana. Aquel 35 de cuerdas lo toqué durante muchas temporadas, y le rompí más de una piel en aquella misma calle donde sucedió mi infancia, entre el estruendo ensordecedor de otros muchachos y los ecos que nos atronaban desde las dos plantas con balcones del Belenes. Otras veces me aventuraba en excursión con mi primo Fede, que ya en aquella época tenía su flamante 40 de tornillos, y nos íbamos a la Glorieta o a la Plaza de la Iglesia para regresar al rato sudando a mares y con amplias ampollas en las palmas de las manos. Y así, yendo y viniendo, subiendo y bajando con el tambor a cuestas, se nos pasaban las horas del Jueves Santo y luego las del Viernes Santo, y casi nos daba pena que se acabara el Domingo de Resurrección, porque sabíamos que, ya sí, había que desarmarlos hasta el año siguiente. Y así, yendo y viniendo, subiendo y bajando con el tambor a cuestas, pasó cada Semana Santa de nuestra niñez, y cada Semana Santa de nuestra adolescencia y de nuestra juventud, hasta alcanzar a esta de 2004 que ya tenemos en puertas y que -así lo entiendo yo- se resuelve en cada una de las otras como el reverso mágico de una fotografía amarilla en la que de pronto descubrimos que, lamentablemente, ya no somos los que fuimos ni están todos los que estaban.
En fin, no quiero concluir sin agradecer de nuevo el que se me haya brindado la oportunidad de recordar, para mí y para ustedes, esta fiesta nuestra de los Tambores de Moratalla, y espero que la sinceridad y el sentido tono de mis palabras contribuya, siquiera sea moderadamente, a pregonar el genuino encanto y la excepcionalidad que destilan nuestras tradiciones. Sé que la Semana Santa que hoy siento pertenece a otro tiempo y a otra calle, acaso a otra persona que ni siquiera es ya quien les habla; pero sé también que jamás volveré a recuperarla con tanta vehemencia y precisión como esta noche en que, misteriosamente, puedo escuchar en la distancia los golpes secos y el afanoso redoble de aquel niño en aquel tambor de 35 centímetros, de cordel aún, que, extraviado en el desván de la nostalgia y en otros desvanes que no digo, solían apretar cada año, año tras año, las manos curtidas y diestras de mi padre.
Muchas gracias.

LECTURA (PARCIAL) DE UNA TESIS DE DOCTORADO


“No se engañe nadie, no, / pensando que ha de durar / lo que espera / más que duró lo que vio, / pues que todo ha de pasar / por tal manera”. Con esta sextilla manriqueña principié, en febrero de 2006, la presentación de mi libro La sonrisa vertical. Una aproximación crítica a la novela erótica española (1977-2002), título que se constituía en la secuela impresa, definitiva, de una tesis de doctorado perpetrada en su mayor parte durante el verano de 2001. En los años previos, prácticamente desde 1994, había imperado la lectura errática de bibliografías, el miedo a redactar algún capítulo que le fuese dando forma, la incertidumbre y la parálisis de quien no alienta ambiciones académicas en la universidad y, en fin, el abandono intermitente del proyecto. Pero una tarde de mayo supe casi por casualidad que mis créditos se agotaban en poco más de tres meses, y que si no culminaba el trabajo en ese plazo tendría que someterme a nuevos trámites administrativos, incluidas matrículas y reingreso de tasas. Espoleado por la urgencia, leí y anoté veinte novelas eróticas en veinte jornadas, al tiempo que urdí un plan para someterlas a estudio y análisis crítico comparado en cuatro semanas más. En septiembre se encuadernaron las copias requeridas, se constituyó el preceptivo tribunal afín y se fijó fecha para la lectura pública. Nunca antes, ni después, recuerdo haberme reprimido tantas ganas de evacuar como en aquellas tres horas eternas que pasaron entre mi exposición, el sesudo comentario de cada uno de los cinco sabios y las preguntas y respuestas que exigía el protocolo. Sobresaliente cum laude. Almuerzo entre doctores.     




Leído en una sala de la Facultad de Letras
de Murcia, el 30 de noviembre de 2001


Antes de adentrarme con mayor detalle en las singularidades técnicas y estructurales del trabajo de investigación que aquí se presenta, no me resisto a dedicar unas pocas líneas preliminares a esos balbuceos y requiebros, a veces inconscientes, pero sin duda imprescindibles, que se atisban en el origen de cualquier empeño humano, de cualquier empresa, por pequeña que sea, apuntalándola en su concreto o sinuoso devenir y, también, seguramente, determinando la fortuna de sus resultados ulteriores.
Hace, pues, la friolera de catorce años, cuando se iniciaba el curso académico 1987-1988, los azares de mi formación universitaria me condujeron a un aula de estas dependencias y me pusieron en contacto con un profesor para mí desconocido que impartía entonces la asignatura de Semántica, adscrita al programa de 3º de Filología Hispánica. Poco a poco fue surgiendo y afianzándose esa especie de complicidad intelectual que siempre se concierta y prende entre el maestro y el discípulo -si se puede decir así-, de manera que cuando él solicitó de sus alumnos de aquel curso un trabajo final de quince o veinte folios que abordase los aspectos semánticos desde el ángulo práctico de la crítica textual, se me ocurrió -fue una intuición que hoy, aquí, recobra su razón de ser- centrar mis energías en el análisis funcional de unos cuantos títulos de novelas eróticas (o pornográficas tal vez) españolas y foráneas, novelas que yo solía leer a hurtadillas, con el clandestino deleite del adolescente rezagado que alguna vez fui, en los sucesivos cuartos de estudiante que alquilaba en esta ciudad con el dinero generoso de mis padres. Aquel modesto ensayito mío, que aún conservo, forjado a imitación de otro que escribiera el profesor sobre el valor semántico de los títulos en la novelística de Pérez de Ayala, fue, no he de ocultarlo hoy, como ese primer ladrillo que simbólicamente colocan las manos inexpertas de los gobernantes antes de principiar una costosa construcción.
Pasó el tiempo: recogí un título que mis padres, orgullosos, se apresuraron a enmarcar, y una orla multitudinaria para la que curiosamente no posó aquel profesor de Semántica de 3º; facilité mis datos a un funcionario del Instituto Nacional de Empleo e hice el preceptivo Curso de Adaptación Pedagógica para licenciados sin oficio ni beneficio; me declaré objetor de conciencia para eludir el fantasma de la mili; escribí el borrador de dos novelas que nunca vieron la luz y sacié mis perentorias ansias de notoriedad literaria gracias a la confianza de la colección de poesía El Bardo, de Barcelona, que imprimió mi primer libro de poemas; y finalmente me resigné a regresar al pueblo de mi familia tras ese lustro irrepetible de estudiante de Letras. Pero un día, por casualidad -me refiero a esa casualidad que suele regir los asuntos del destino-, mis pasos se volvieron a cruzar con los de aquel profesor de Semántica de 3º, y él me reconoció por mi nombre, y tras interesarse en mis proyectos inmediatos desvió la charla hacia aquel ensayito mío donde se hablaba de los títulos eróticos: él me hizo observar que el del erotismo era un terreno no muy explotado aún por la crítica universitaria, piropeó estratégicamente mis emergentes talentos para la literatura (pues sabía que yo acababa de ganar cualquier concurso de relato en Alcantarilla, en Cádiz o en Jaén) y, en resumen, no le fue demasiado difícil convencerme de que me tenía que matricular en el programa de doctorado de ese bienio y de que debía empezar a trabajar sin más dilación en una jugosa tesis sobre literatura erótica.
Así lo hice, previa consulta a mis mecenas -Antonia Martínez y Federico López, mis padres-, que saludaron la buena nueva y me obsequiaron con su bendición y con sus medios, y presentamos el proyecto, y desde entonces han pasado diez años más, toda una década salpicada de incontables eventos que continuamente se confabulaban como excusas fenomenales para hacerme desistir de mi tarea y arrojar la toalla de mis desvelos: gané una plaza de profesor que me permitía laborar y vivir holgadamente, pero que me quitaba tiempo para proseguir con la tesis; me casé con mi novia y ampliamos la familia, lo cual, ciertamente, me procuraba estabilidad emocional y también otras íntimas felicidades que no voy a detallar ahora, pero que restaba tiempo para la tesis; estudié con desgana los arcanos del código de circulación y presté servicios sociales sustitutorios en un centro de menores, lo que por un lado me validaba para conducir mi propio automóvil y por el otro me convertía en un sumiso ciudadano, pero que me robaba más y más tiempo para seguir atendiendo a aquella dichosa tesis. Así, con amplios períodos de meses y hasta de años, y con la frustración anticipada que anidaba en la incertidumbre, en el no saber si algún día iba a concluir lo que algún día había iniciado, comprendo ahora -y lo digo con una gratitud cuyo extremo no se puede ni se debe tasar en público- que la tenacidad insospechada y el extraño compromiso de aquel profesor de Semántica de 3º han obrado el milagro de poder ver concluido lo que hace solo meses me martirizaba como un imposible, para, así, brindárselo y agradecérselo en este acto, a él, profesor paciente, y también a cuantos de uno u otro modo me han acompañado y me han soportado en el esfuerzo cotidiano.
Paso ya, excusando la peripecia ocasional de este preámbulo, a desbrozar brevemente los principales argumentos y derivaciones críticas que han sustentado mis pesquisas durante todos estos años. Se ha de advertir, no obstante, que en lo que toca al aparato bibliográfico y a la base teorética, imprescindible en una empresa de estas características, el director de la tesis ha insistido reiteradamente (casi compasivamente, diré mejor) en conducir nuestro objetivo por el camino certero de la crítica textual y semiótica, si bien, debo añadir, la rebeldía ya crónica de este doctorando, o tal vez su indómita propensión hacia un concepto de la crítica más intuitivo y menos dogmático, desligado en la medida de lo posible del aparato técnico en que tan a menudo se encorseta la ciencia de la literatura, han propiciado el que finalmente pudieran conciliarse en el texto definitivo las sabias advertencias de aquel con la incurable tozudez de quien les habla. También quiero disculpar, si ello es posible, las numerosas erratas –que, en algún caso extraviado, y esto nos sonroja admitirlo, atentan contra la correcta ortografía del castellano- que hemos detectado con ojos atónitos al rastrear las páginas del trabajo ya encuadernado, signo inequívoco de la celeridad que se nos impuso a última hora en la mecanografía e informatización de todo el proceso, y, por qué no decirlo, signo también de que los duendes de las imprentas existen y de que, algunas veces, sobre todo cuando ya no hay remedio, se confabulan con el diablo para sembrar el mal donde menos falta hace. 

[A continuación, la explicación teórica del proyecto, que podemos eludir].