domingo, 21 de abril de 2013

EL NECEDARIUS


El texto que sigue lo leí en Murcia, en una sala soterrada de su universidad pública, la tarde que siguió a la de las hogueras de San Juan de 1999, a modo de presentación del que ya era mi tercer libro de poesía: Necedarius, viceversas, etc. En aquel acto (en el que, por cierto, regalé uno a uno los veinticinco ejemplares que se me cedieron en calidad de autor) quise que interviniesen tres piezas de un puzle nada convencional: un exalumno -Antonio Guillamón- que entonces cursaba el curso 1º de Filosofía; Jose Kosta, rimbaudiano poeta que vive apartado de estas frivolidades; y el malogrado -falleció el último día de noviembre de 2001- Jorge Martínez de Paco, fino prologuista que declinó acompañarnos físicamente, pero que sí me remitió unas palabras manuscritas a las que yo mismo puse voz. La peripecia editorial de este atrevidísimo volumen merecería ser relatada con mayor detenimiento, pero se me han extraviado las energías que otras veces derroché en causas perdidas, así que no voy a caer en esa trampa. Sí diré que la edición del Aula de Poesía, limitada a 250 ejemplares, salió a pesar de los pesares (que fueron todos los imaginables e incluso alguno más) y que ulteriormente me brindó el ninguneo consciente y alevoso de cualquier trepa provinciano autoencumbrado al arte de la crítica, y asimismo el recelo de ciertos aficionados que por aquí pululan; pero también, por contra, alentó la inusitada complicidad de media docena de lectores que atinaron a ver en este libro lo que ni yo mismo soy digno de ver cuando me recreo en su misterio.


TERCERA ENTREGA
  
Leído en Murcia, el 24 de junio de 1999

Para empezar, quisiera expresar mi agradecimiento a todas las personas que, de un modo u otro, facilitando u obstaculizando el proceso, han contribuido a que este libro que hoy se presenta sea una realidad física, un objeto palpable y asequible al tacto y al bolsillo (650 pesetas en cualquier librería); todas esas personas, las que lo han defendido y también las que lo han ofendido, si se puede decir así, están igualmente implicadas en el entramado, en la ardua peripecia que conlleva toda edición de un libro, y, por tanto, todas estas persona han propiciado que el desenlace haya sido éste y no otro. También os tengo que agradecer a vosotros, a todo y cada uno de vosotros, el que os hayáis acercado hasta aquí en una tarde-noche que probablemente invita más a otras cosas; os miro y siento que desde este momento sois vosotros, lectores potenciales, los auténticos protagonistas de la historia, y pienso que este libro ya puede llamarse dichoso si va a contar con el juicio crítico y la mirada inteligente de lectores como ustedes.
En fin, vayamos al asunto. Este libro fue advertido y anotado en su mayor parte durante la primavera de 1991; después, a finales del 93, lo sometí a un saneamiento precipitado que sólo dio algún fruto en una versión ulterior, más meditada y casi definitiva, en agosto del año 94; su configuración actual, que es la que he dado a la imprenta tras revisar e incrementar notablemente aquélla del 94, está fechada en el mes de mayo de 1997. Lo que significa que este volumen -que por cierto no alcanza los 400 versos- ha necesitado unos siete años para dibujar su rostro, y otros dos años más para mostrarse a los lectores en su formato comercial.
Lo que yo puedo decir de este libro no es mucho, salvo que es, comparado con los otros míos, anteriores, muy distinto en su voluntad estética y muy distinto también en las premisas comunicativas que impone al lector. Además, sospecho que necesita de ese lector no ya su colaboración más o menos partícipe y más o menos cómplice, lo cual es común a todos los libros que se escriben y se editan, sino que le exige a ese lector un compromiso estético radical y una disponibilidad que va mucho más allá de la mera lectura de poemas tal y como se entiende en nuestros días. El prologuista, Martínez de Paco, lo advierte, creo, con inequívoca contundencia; dice así en el prólogo:
"Sepa de antemano quien se acerque a este libro que no hallará en él ninguna concesión, ninguna facilidad, ningún sosiego".

Me he referido antes a la voluntad estética que está en el origen de este libro, y voy a resumir aquí, o voy a tratar de resumir, lo que hoy tan sólo es un recuerdo de aquella voluntad lejana que lo provocó: yo quería, o pretendía, que las palabras, por así decirlo, antecedieran a la propia imagen que proyectan o que las proyecta, y que esas palabras se me impusieran como formas de un ritmo y de una música que todavía no significase nada en la conciencia, o al menos que no significase nada que pudiera ser interpretado ipso facto y con el visto bueno del diccionario de la RAE; quería que las palabras se asociaran entre ellas atendiendo apenas a la mínima exigencia de su desnudez caótica, o aparentemente caótica, claro, y que solamente fuesen fieles a esa lógica de lo lírico que en muchos poetas, o en algunos poetas, es previa a toda manipulación semántica. Es a esto a lo que yo llamo inspiración, o intuición, o sentido poético, es decir, eso que nos extraña y que advertimos antes incluso de que sepamos traducirlo o necesitemos razonarlo con argumentos lógicos. Esto mismo yo lo he percibido leyendo a César Vallejo, por ejemplo, e incluso en algunos versos de José Ángel Valente (ignoro si habrá alguna relación académicamente sostenible entre Vallejo y Valente, pero así es como lo siento hoy).
De esta forma fueron brotando los versos, o más bien los 'necedos', de este Necedarius, sin que ni yo fuese muchas veces consciente de la vaga lucidez lírica que de tarde en tarde me despertaba con palabras y sugerencias. Pero hacía falta una clave, una pauta, o un criterio que organizase significativamente aquel caos aparente, y esa llave maestra la encontré, por casualidad (como siempre ocurre), mientras releía y subrayaba el Tractatus de Wittgenstein, un libro de filosofía, o de lógica de la filosofía, en el que yo, un neófito, creí ver entonces una particular magia argumentativa y expositiva, una sintaxis semánticamente chocante, a medio camino entre el aforismo poético, el juego de ingenio, la más sesuda de las reflexiones y la abierta tomadura de pelo. Un ejemplo:
"La figura, sin embargo, no puede figurar su forma de figuración; la muestra".
Otro ejemplo:
"Sea dicho de paso: los objetos carecen de color".
Otro más:
"Para reconocer el símbolo en el signo debemos tener en cuenta si se usa con significado".
Otro:
"La lógica precede a toda experiencia -que algo es así. Es antes que el cómo, no que el qué".
Y por fin:
"Ética y estética son lo mismo".

En un breve sondeo entre los primeros lectores, todos amigos o conocidos (por lo tanto habrá que relativizar sus opiniones), las palabras y expresiones que más he escuchado para calificar este libro han sido: complejo, vanguardia, anormal, elitismo etílico, genuino, sublime, absurdo, incomprensible, paranoia verbal, engreido, broma de dudoso gusto, insolente, inactual e inesperado. De todas ellas, a mí la que más me gusta es esta última, 'inesperado', quizá porque esta palabra de alguna manera admite en su significado más profundo otras que a mí me parecen muy saludables para la poesía, como 'extraño' y 'sorprendente', 'imprevisible' en suma. De lo que no me cabe duda, en cualquier caso, es de que se trata de un libro difícil de explicar, de un libro que yo no sé explicar y que no me atrevo ni a intentar explicar, porque si hay alguna explicación entiendo que es la que cada lector sepa extraer. Un poema, como cualquier obra de arte, no significa: es. Si vamos a una exposición de pintura y le preguntamos al autor: ¿eso qué es?; el autor probablemente nos dirá: ¿no lo ves?, eso es un cuadro. Y si insistimos en lo mismo: sí, sí, un cuadro, por supuesto, ¿pero qué representa, qué significa lo que está pintado en ese cuadro?; él seguramente nos dirá que representa el mundo, o una parcela del mundo que él percibe y concibe, y que, con un poco de suerte, quizá también represente una parcela del mundo que nosotros -los espectadores, los lectores- percibimos y sentimos, momento en el que tiene lugar la chispa de la comunicación estética. La poesía es lo mismo, pienso yo.
Y ya me callo, porque, como escribió el filósofo, "de lo que no se puede hablar, mejor es callarse".

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