sábado, 17 de noviembre de 2012

EL PLAGIO NECESARIO


Al comenzar el año 1997, en un encuentro azaroso, recibí el encargo filántropo de escribir algo sobre el plagio artístico, cualquier cosa, lo que se me ocurriera, para engrosar el primer número de una publicación colectiva que saldría en primavera: la revista, Attonitus, y “Fusilamientos” el lema inaugural del proyecto. Inmediatamente dije sí –lleva su tiempo aprender a decir no-, y casi sin transición fijé mis sentidos en uno de los asuntos que, como profesor y como escritor –años después me inspiró La víspera, un breve relato que todavía satisface mi maltrecha vanidad-, más me motivan en el vasto mundo de los azares literarios: el famosísimo caso del Quijote de Avellaneda. Lo entregué en el tiempo y la forma convenidos; asistí al aperitivo que animó la presentación oficial en Los Molinos del Río, sito en la ciudad de Murcia; jamás he vuelto a saber de aquellas gentes ni, tampoco, si su entusiasmo primigenio alcanzó al milagro de un número dos.

Attonitus, nº 1, mayo de 1997, pág. 30

Cuando en 1614 el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda dio a una imprenta de Tarragona su Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, seguramente no imaginaba que su relato de las nuevas aventuras del ya famoso epígono de la caballería andante estaba llamado a convertirse, junto a él mismo, en una magnífica y definitiva y nunca lo bastante ponderada prolongación de la prodigiosa inventiva de Cervantes. Huelga decir que nos hallamos ante un caso único e irrepetible en la historia de la literatura, y que sin este texto tan injustamente relegado por la crítica la continuación cervantina de 1615 no sería la misma ni hubiera alcanzado ese techo sublime de verosimilitud y perfección.
Lo mejor del Quijote de Avellaneda no es, strictu sensu, el Quijote de Avellaneda, sino el juego tan fecundo que su existencia previa, providencial, otorga al invencible de Cervantes. En efecto, lo que más sorprende aquí no es que los protagonistas de la segunda parte hayan leído la primera de 1605 -vértigo bien notado por Jorge Luis Borges en un ensayo memorable-, sino el que a esos mismos protagonistas les sea dada la oportunidad insólita de conocer la historia de lo que aún no les ha sucedido ni les está sucediendo ni van a permitir que les suceda, como no sea entre las tapas mentirosas de aquel libro de autor moderno y tordesillesco recién impreso en Tarragona; lo que sorprende más allá de todo cálculo es que don Álvaro Tarfe, personaje principal en la versión de Avellaneda, irrumpa de la pluma de Cervantes en el capítulo LXXII y denuncie ante el mundo que el señor don Quijote y su escudero Sancho, que él vio y trató largamente en Zaragoza, no eran los verdaderos que ahora tenía delante de sus ojos y sus narices; lo que nos sumerge en el misterio y en la paradoja ilimitada de la ficción es que este Sancho y este don Quijote nuestros, los ‘verdaderos’, quieran y sepan renunciar al falso destino que su falso biógrafo les había señalado, y que lo evidencien manifestando su intención, ahora, de no entrar en Zaragoza ni participar en sus fiestas del arnés –como estaba anunciado desde el principio del capítulo LII y como asimismo se insiste al finalizar el LVII-, y que, a cambio, varíen su rumbo hacia Barcelona.
El Quijote de Avellaneda no es un plagio –no hay tal cuando no se ocultan fuentes ni se niegan parentescos-, sino una continuación; pero una continuación desautorizada por los mismo personajes que hubieran debido protagonizarla. Más aún: ni siquiera es una continuación apócrifa, o ahistórica, ni una suerte de novela fantástica que no se ajusta en sus términos a los sucesos que refiere, sino una historia cabal que yerra únicamente ahí donde a su historiador más va a dolerle, esto es, en el papel veraz de unos protagonistas que se revelan impostores en el instante en que el tal don Álvaro Tarfe –el más privilegiado y el más ingenuo también, pues asiste a la impostura y no repara en ella hasta mucho tiempo después, ya en las páginas de Cervantes- acepta que se ha topado con dos quijotes y con dos sanchos tan ciertos y tan de carne y hueso como desiguales, y que son estos, no aquellos, los auténticos.
Así entendido, la hipótesis antigua de que el propio Miguel de Cervantes hubiera escrito el Quijote que luego él mismo reprenderá por boca de sus personajes no es una hipótesis descabellada ni absurda, pero sí demasiado truculenta como para resultar rentable. Más prudente –más estimulante- es pensar que Avellaneda fue una criatura requerida por la voluntad imaginativa de un genio que la necesitaba entre su vasta galería de formas inmortales. Vale afirmar, en suma, que Cervantes engendró, o que propició intelectualmente, al licenciado Fernández de Avellaneda para que este relatara la pantomima necesaria de dos locos de Argamesilla que se hacen pasar por protagonistas de una historia ajena, de una historia que cualquiera de ellos leyó acaso en un libro editado en Madrid unos diez años antes, hacia 1605. Al fin, al dejar de emular a palmerines y amadises para reconocerse emulado por ser él, por ser el don Quijote de la Mancha que siempre quiso ser, tampoco don Alonso Quijano ha podido eludir su noble y venturoso y sin embargo triste destino caballeresco.

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