jueves, 2 de febrero de 2012

LA MANO EN EL FUEGO

Entre 1993 y 1994 me sucedieron cosas que, transcurrido el tiempo y sus mudanzas, debo juzgar cruciales en el tejido de mi vida: sucesivamente, logré una beca de estudios en Turín (de la que todavía se alimentan mis musas); regresé al pueblo y a la casa de los padres como a un refugio de invierno (fui una especie de Quijote tras su primera salida); aprobé las oposiciones de profesor de enseñanza secundaria cuando ya no lo esperaba (después de los años, todavía me despertaba la pesadilla de que alguien me llamaba para decirme que no era verdad, que había sido un error administrativo); contraje matrimonio por la iglesia sin creer en sus creencias y me dejé arrastrar por toda la pompa socio-familiar que (así lo creí en aquel entonces) me pedían las tradiciones; encajé la muerte prematura, accidental, de un primo que también hubo sido el amigo más cercano de mi niñez y de mi adolescencia. En este contexto, el verano de 1994 –tórrido entre los tórridos- los montes de mi tierra ardieron con una furia desconocida, a la par que se insinuaba el estupor y la indignación de los vecinos, y a mí no se me ocurrió mejor cosa que solidarizarme y, arrogándome un cierto estatus de portavoz de los que no la tienen, denunciar públicamente la desidia y la mala gestión de las autoridades.


Diario 16 Murcia, 15 de julio de 1994

Enemigo que soy de las efusiones verbales en caliente, pues por lo común deslucen la verdad fría de los argumentos, he aguardado a que pasara el fuego, y con él los días y las noches de su espectacular protagonismo, para que la inefable indignación de entonces ceda ahora su sitio al discurso razonado y prudente que la circunstancia exige. Porque es precisamente ahora, cuando ya ardieron tantísimas hectáreas de monte y cuando el ceniciento pueblo de mis mayores (y también mí, fatalmente) se engalana con banderolas rojigualdas para recibir a las vaquillas, es ahora, digo, el momento de escudriñar en los rescoldos para recabar el cómo y los porqués de lo sucedido, aun a riesgo de que los tunantes electos y no electos que nos representan (o cualquiera de sus secuaces, que nunca les faltan) no tarden en elevarme a la regia categoría de aguafiestas.
Mi educación literaria, a menudo tan literariamente traicionera, pugna ya por abocarme sin escrúpulo al recurrido parafraseo de una cita novelesca que, desde que la autorizara su hacedor, hace casi tres lustros, campea en el universo siempre mediocre de los titulares periodísticos; sin embargo, por más que nos resistamos a admitir semejante cúmulo de casualidades prohibidas a la ficción, lo cierto y verdad es que el reciente desastre de Moratalla se nos confirma como la crónica lamentable de un incendio durante mucho tiempo anunciado. Aquí no caben fáciles justificaciones exculpatorias que apelen a las adversas condiciones climatológicas de una época significada por eso, por sus adversas condiciones climatológicas; tampoco caben vagos comentarios sobre lo abrupto (o “exabrupto”, como mal dijo el edil cariacontecido a la pantalla del televisor) del terreno; ni confusas evasivas acerca de la exasperante ausencia de medios materiales que pudieran intervenir con eficacia, por hallarse trajinando en otros frentes. La primera y la segunda excusas no nos valen porque se trata de constantes naturales con las que se debería haber contado de antemano, y la tercera nos vale menos, porque, según he sabido, la autonomía política también se aplica en materia de extinción de incendios, y no es de recibo aguardar la ayuda de quien, como nosotros, también se ahoga (por humo, que no por agua).
Antes al contrario, aquí lo que urge es explicar bien alto y claro a los resignados contribuyentes por qué, por ejemplo, en una extensión arbolada de más de treinta kilómetros de largo no había ni un solo cortafuegos preventivo; y por qué no se había practicado una política consensuada de limpieza de bosque, a iniciativa de los agentes forestales, regionales y/o municipales, que para eso se les paga; y por qué se achaca el inicio del fuego al supuesto rayo caído durante una tormenta seca ocurrida de madrugada, pero el hecho se descubre a mediodía, varias horas después; y por qué a los dos pomposos hidroaviones aparcados en San Javier no les funcionan las alas cuando se requiere su servicio; y por qué se emplearon varios cientos de millones de pesetas en sendos proyectos turísticos –un camping y un hotel de no sé cuántas estrellas- que, como se ha demostrado, no reunían la seguridad geoecológica elemental para afrontar casos como este; y por qué tuvieron que transcurrir dos soles completos y dos lunas completas antes de que el negro cielo del noroeste murciano fuera surcado al fin por un aparato digno de las dimensiones del siniestro. ¿Por qué, trajeadísimos tunantes, electos y no electos?
Al tercer día, como en el evangelio, se anunció a bombo y platillo la presencia inminente del vice y de su ministro, que osaron sobrevolar no solo las cenizas, sino también, y sin ellos saberlo, nuestro “pantano electoral”, de caracteres guadianescos, que tiene el don de aparecer y desaparecer de la imaginación de los políticos locales según se aproximen o se alejen las fechas de los comicios cuatrienales, desde que el rito del voto se implantara felizmente. Y mientras ambos dos, el vice y su ministro, codo con codo, retaban los límites de nuestra crecida indignación desde el barbado rostro de su desvergüenza volandera, a uno, henchido de reminiscencias literarias, le vino entonces a las mientes la escena aquella del cuento aquel de Juan Rulfo, cuando los lugareños desconfían de la ayuda que el gobierno les promete y conceden no saber nada de la madre del gobierno, que desde luego no era la patria, porque el gobierno aquel, como es sabido, no tenía madre.
Ignoro por completo las concretas competencias de la Administración en lo que concierne a la conservación de la Naturaleza, entre otras cosas porque me consta que ya la propia Administración se encarga de ramificar solapadamente sus competencias para, así, mejor defenderse de las eventuales imputaciones. Llámese ICONA, llámese Asamblea Regional o llámese Ilustrísimo Ayuntamiento, aquí lo que se baraja, de cualquier modo que se mire, es un caso más de intolerable ineficacia, lo mismo antes que durante y –mucho me temo- también después de la desgracia. Una esperanzada definición de la Historia, con mayúscula, nos persuade de que, conociendo los errores cometidos en el pasado, entenderemos mejor nuestro presente y seremos capaces de prevenir los inconvenientes del futuro. Yo, por mi parte, creo haber captado el fatal presente de esta historia, con minúscula, y me duele admitir que no albergo ninguna fe en que el futuro sea más venturoso. Lo sé, soy un escéptico: basta verles la cara a los protagonistas de la trama para predecir que todo va a seguir igual, pues peor ya no es posible. A tal punto me alcanza esa convicción, que –valga por esta vez la imagen- podría poner mi mano en el fuego; ojalá que los hechos me nieguen la razón, so pena de abrasarme en el rigor de tan atrevida paradoja.

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