El texto que sigue lo leí en Murcia, en una
sala soterrada de su universidad pública, la tarde que siguió a la de las
hogueras de San Juan de 1999,
a modo de presentación del que ya era mi tercer libro de
poesía: Necedarius, viceversas, etc. En aquel acto (en el que, por
cierto, regalé uno a uno los veinticinco ejemplares que se me cedieron en
calidad de autor) quise que interviniesen tres piezas de un puzle nada
convencional: un exalumno -Antonio Guillamón- que entonces cursaba el curso 1º de
Filosofía; Jose Kosta, rimbaudiano poeta que vive apartado de estas
frivolidades; y el malogrado -falleció el último día de noviembre de 2001-
Jorge Martínez de Paco, fino prologuista que declinó acompañarnos físicamente,
pero que sí me remitió unas palabras manuscritas a las que yo mismo puse voz. La
peripecia editorial de este atrevidísimo volumen merecería ser relatada con mayor
detenimiento, pero se me han extraviado las energías que otras veces derroché
en causas perdidas, así que no voy a caer en esa trampa. Sí diré que la edición
del Aula de Poesía, limitada a 250 ejemplares, salió a pesar de los pesares (que
fueron todos los imaginables e incluso alguno más) y que ulteriormente me
brindó el ninguneo consciente y alevoso de cualquier trepa provinciano
autoencumbrado al arte de la crítica, y asimismo el recelo de ciertos
aficionados que por aquí pululan; pero también, por contra, alentó la inusitada
complicidad de media docena de lectores que atinaron a ver en este libro lo que
ni yo mismo soy digno de ver cuando me recreo en su misterio.
TERCERA ENTREGA
Leído en Murcia, el 24 de junio de 1999
Para empezar, quisiera expresar mi agradecimiento a todas las personas que, de un modo u otro, facilitando u obstaculizando el proceso, han contribuido a que este libro que hoy se presenta sea una realidad física, un objeto palpable y asequible al tacto y al bolsillo (650 pesetas en cualquier librería); todas esas personas, las que lo han defendido y también las que lo han ofendido, si se puede decir así, están igualmente implicadas en el entramado, en la ardua peripecia que conlleva toda edición de un libro, y, por tanto, todas estas persona han propiciado que el desenlace haya sido éste y no otro. También os tengo que agradecer a vosotros, a todo y cada uno de vosotros, el que os hayáis acercado hasta aquí en una tarde-noche que probablemente invita más a otras cosas; os miro y siento que desde este momento sois vosotros, lectores potenciales, los auténticos protagonistas de la historia, y pienso que este libro ya puede llamarse dichoso si va a contar con el juicio crítico y la mirada inteligente de lectores como ustedes.
En fin, vayamos al asunto. Este
libro fue advertido y anotado en su mayor parte durante la primavera de 1991;
después, a finales del 93, lo sometí a un saneamiento precipitado que sólo dio
algún fruto en una versión ulterior, más meditada y casi definitiva, en agosto
del año 94; su configuración actual, que es la que he dado a la imprenta tras
revisar e incrementar notablemente aquélla del 94, está fechada en el mes de
mayo de 1997. Lo que significa que este volumen -que por cierto no alcanza los
400 versos- ha necesitado unos siete años para dibujar su rostro, y otros dos
años más para mostrarse a los lectores en su formato comercial.
Lo que yo puedo decir de este
libro no es mucho, salvo que es, comparado con los otros míos, anteriores, muy
distinto en su voluntad estética y muy distinto también en las premisas
comunicativas que impone al lector. Además, sospecho que necesita de ese lector
no ya su colaboración más o menos partícipe y más o menos cómplice, lo cual es
común a todos los libros que se escriben y se editan, sino que le exige a ese
lector un compromiso estético radical y una disponibilidad que va mucho más
allá de la mera lectura de poemas tal y como se entiende en nuestros días. El
prologuista, Martínez de Paco, lo advierte, creo, con inequívoca contundencia;
dice así en el prólogo:
"Sepa de antemano quien se
acerque a este libro que no hallará en él ninguna concesión, ninguna facilidad,
ningún sosiego".
Me he referido antes a la
voluntad estética que está en el origen de este libro, y voy a resumir aquí, o
voy a tratar de resumir, lo que hoy tan sólo es un recuerdo de aquella voluntad
lejana que lo provocó: yo quería, o pretendía, que las palabras, por así
decirlo, antecedieran a la propia imagen que proyectan o que las proyecta, y
que esas palabras se me impusieran como formas de un ritmo y de una música que
todavía no significase nada en la conciencia, o al menos que no significase
nada que pudiera ser interpretado ipso facto y con el visto bueno del
diccionario de la RAE;
quería que las palabras se asociaran entre ellas atendiendo apenas a la mínima
exigencia de su desnudez caótica, o aparentemente caótica, claro, y que solamente
fuesen fieles a esa lógica de lo lírico que en muchos poetas, o en algunos
poetas, es previa a toda manipulación semántica. Es a esto a lo que yo llamo
inspiración, o intuición, o sentido poético, es decir, eso que nos extraña y
que advertimos antes incluso de que sepamos traducirlo o necesitemos razonarlo
con argumentos lógicos. Esto mismo yo lo he percibido leyendo a César Vallejo,
por ejemplo, e incluso en algunos versos de José Ángel Valente (ignoro si habrá
alguna relación académicamente sostenible entre Vallejo y Valente, pero así es
como lo siento hoy).
De esta forma fueron brotando los
versos, o más bien los 'necedos', de este Necedarius, sin que ni yo fuese muchas veces consciente de la vaga lucidez lírica
que de tarde en tarde me despertaba con palabras y sugerencias. Pero hacía
falta una clave, una pauta, o un criterio que organizase significativamente
aquel caos aparente, y esa llave maestra la encontré, por casualidad (como
siempre ocurre), mientras releía y subrayaba el Tractatus de Wittgenstein, un libro de filosofía, o de lógica de la filosofía, en
el que yo, un neófito, creí ver entonces una particular magia argumentativa y
expositiva, una sintaxis semánticamente chocante, a medio camino entre el
aforismo poético, el juego de ingenio, la más sesuda de las reflexiones y la
abierta tomadura de pelo. Un ejemplo:
"La figura, sin embargo, no
puede figurar su forma de figuración; la muestra".
Otro ejemplo:
"Sea dicho de paso: los
objetos carecen de color".
Otro más:
"Para reconocer el símbolo
en el signo debemos tener en cuenta si se usa con significado".
Otro:
"La lógica precede a toda
experiencia -que algo es así. Es antes que el cómo, no que el qué".
Y por fin:
"Ética y estética son lo
mismo".
En un breve sondeo entre los
primeros lectores, todos amigos o conocidos (por lo tanto habrá que relativizar
sus opiniones), las palabras y expresiones que más he escuchado para calificar
este libro han sido: complejo, vanguardia, anormal, elitismo etílico, genuino,
sublime, absurdo, incomprensible, paranoia verbal, engreido, broma de dudoso
gusto, insolente, inactual e inesperado. De todas ellas, a mí la que más me
gusta es esta última, 'inesperado', quizá porque esta palabra de alguna manera
admite en su significado más profundo otras que a mí me parecen muy saludables
para la poesía, como 'extraño' y 'sorprendente', 'imprevisible' en suma. De lo
que no me cabe duda, en cualquier caso, es de que se trata de un libro difícil
de explicar, de un libro que yo no sé explicar y que no me atrevo ni a intentar
explicar, porque si hay alguna explicación entiendo que es la que cada lector
sepa extraer. Un poema, como cualquier obra de arte, no significa: es. Si vamos
a una exposición de pintura y le preguntamos al autor: ¿eso qué es?; el autor
probablemente nos dirá: ¿no lo ves?, eso es un cuadro. Y si insistimos en lo
mismo: sí, sí, un cuadro, por supuesto, ¿pero qué representa, qué significa lo
que está pintado en ese cuadro?; él seguramente nos dirá que representa el
mundo, o una parcela del mundo que él percibe y concibe, y que, con un poco de
suerte, quizá también represente una parcela del mundo que nosotros -los
espectadores, los lectores- percibimos y sentimos, momento en el que tiene
lugar la chispa de la comunicación estética. La poesía es lo mismo, pienso yo.
Y ya me callo, porque, como
escribió el filósofo, "de lo que no se puede hablar, mejor es
callarse".
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