lunes, 8 de abril de 2013

CON DIEGO, POETA ELÉCTRICO (II)

(Continúa el discurso)

El volumen De la misma vida (Devenir, Madrid, 1999) consta de una treintena de piezas poéticas emparentadas en la inquietud y en el verbo, aunque dispersas en los temas y, por supuesto, en la técnica de ejecución de los mismos; si bien, observo cómo el autor se ha decantado por una fórmula métrico-rítmica liberada de las ataduras del verso clásico, lo cual lo distancia y lo emancipa de aquel otro libro de 1987, El Hombre y la Palabra, en el que se nos presentaba como un depurado sonetista. No en balde, creo que Diego ha bebido mucho y bien de las fuentes del siglo XVII y que ha aprovechado correctamente la audacia expresiva y a veces juguetona, desgarrada, así como el desenfado ocasional de cierta retórica barroca. En ‘La niña más turbadora’ (p. 27) leemos:
“Es la más turbadora de la calle
pues sólo su presencia es la que turba,
y como turba más si más se mira,
y si ella mira te deja más turbado,
su inmediatez más turbación implica”.
Por otro lado, se advierte en muchos poemas el predominio de un inexcusable merodeo alrededor del acto mismo de la creación y del sentido último de la escritura; así ocurre en ‘Testimonio’ (p. 12), que plantea el oficio de poeta como un destino, siendo él mismo testigo de la vida y reflejo ocular de ella; así en ‘Las variaciones’ (p. 18), poema cuyo asunto es el propio poema, y que se justifica en la razón esencial de que el poema definitivo no se alcanza, pero al poeta le basta con saber que ya es poema mientras se persigue (una especie renovada del mito de Ítaca); y así, también, por ejemplo, en los titulados ‘Frustración’ (p. 33) y ‘Solo de poeta’ (p. 48), textos que muestran la enorme dificultad de expresar y la íntima necesidad de intentarlo, pese a todo.
No es vanidad, aunque sé que alguno de vosotros pensará legítimamente que sí lo es, pero el hecho es que, os lo aseguro, podría seguir hablando en este tono seudoprofesoral y más o menos erudito un rato largo, podría desmontar versos y frases enteros para explicar los misterios de su sintaxis, podría escudriñar metáforas, hipérboles y epítetos que andan por ahí, podría analizar distintos juegos de palabras y otros efectos sonoros que me han parecido próximos a la estética modernista del mejor Rubén Darío, podría sorprender incluso alguna influencia no tan benigna como la ya indicada de los clásicos de nuestro Barroco, y así un largo, larguísimo etcétera; podría hacerlo seguramente por culpa de eso que algunos llaman “de-formación profesional” y que, en mi caso, y pienso que en el caso de cuantos ejercemos la enseñanza de la literatura, consiste básicamente en descuartizar los poemas como si se tratase de la disección de cadáveres, que esto es lo que se hace por lo común en las aulas cada vez que un profesor tan digno como yo propone el comentario y análisis de un texto, sobre todo de un poema. Podría seguir en ese tono, sí, porque he trabajado el libro con ese propósito en verdad necrófilo y te puedo asegurar, Diego, que tengo en mi casa más de cuatro folios completos emborronados con anotaciones de toda índole que pensaba traer aquí y que luego abandoné porque… porque tú no te lo mereces. Es decir, tu libro no se lo merece, ni se lo merecen los posibles lectores de tu libro que se han acercado esta noche a este acto de presentación. Porque los libros no son lo que decimos los profesores ni lo que dicen los críticos en los periódicos (con perdón de los críticos y profesores aquí presentes), ni siquiera son los libros lo que dice la maravillosa solapa (con el permiso del amigo Paco Ros, que firma la tuya), ni lo que dice el prologuista (en este caso felizmente ausente), ni lo que dice o pueda decir el mismísimo padre de la criatura: los libros, cada libro, están fabricados con la materia intransferible de cada uno de los lectores en cada una de sus lecturas, y por lo tanto es una falacia –y una falta de respeto por mi parte- que yo esgrima mi lectura como modelo de ninguna, o como si ella sola justificara las bondades de tu libro. Estaría coartando o mediatizando es libertad esencial que nos colma en el acto de la lectura, y eso no me gusta. Yo sé que hay críticos que están convencidos de que si ellos no existieran no existiría la literatura, y también muchos profesores compañeros míos; y cuanto más provincianos y locales son esos críticos y esos profesores, mucho peor, y no quieren darse cuenta de que, como escribió Julio Cortázar, “todo crítico es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar”. Sobra decir aquí que toda explicación de un poema es ociosa y perniciosa, pero es que toda explicación de un poema antes de que ese poema haya sido leído y asimilado por el lector de modo autónomo es un delito intelectual que, no exagero, debería estar tipificado de alguna manera en el Código Penal.
Sí quiero añadir rápidamente que hay en este libro títulos muy bellos, rebosantes de ingenio e intuición lírica: ‘Los dedos sutiles del silencio’ (p. 9), ‘Nostalgia improcedente’ (p. 20), ‘Vida de pie forzado’ (p. 34), ‘Remake de la marcha triunfal’ (p. 38); y luego un grupo de composiciones de una gran sutileza en la percepción, originalísimas y, al propio tiempo, sabias en el uso de la ironía e inteligentes por el sentido del humor que derrochan, como ‘Transición corporal’ (p. 23), sobre la primera toma de la tensión, ‘El agorero’ (p. 43), sobre esa persona que “sabe bien lo que quiere / aunque no lo sabe cierto”, ‘La página doblada’ (p. 49), donde nos transmite “Una vaga sensación de interferir el tiempo” a partir de un antiguo volumen doblado en la página 90, o ‘La respuesta’ (p. 16), que parte de la pregunta leopardina “¿Cómo puede existir Dios si yo soy jorobado?” Pero he de reconocer que, aparte de un poema especialmente emotivo para mí –‘Desde tus poemas’ (p. 40)- y otro especialmente emotivo para cualquiera –‘La menor’ (p. 36)-, hay en el volumen tres que merecen una breve detención: ‘Lluvia con alma’ (p. 19), donde los versos casi se sumergen y nos sumergen en esos marítimos aromas del final; ‘Presagio’ (p. 47), en que el sujeto poético nos demuestra que tomarse la propia muerte en broma es quizá la cosa más seria de este munto; y ‘Amor por nombre’ (p. 23), que se convierta, es mi opinión, en uno de los poemas emblemáticos del volumen, y que arranca con esos dos magníficos endecasílabos:
“Porque no sé su nombre llamo amor
a esta dulce agonía de deseo”.
No quiero alargarme más, pues temo, como ya he apuntado, que lo que yo pueda decir traicione de algún modo la esencial virginidad que cada una de las páginas del libro le reserva a cada uno de vosotros, a cada uno de los lectores y lectoras que sepan acercarse a él para terminar de crearlo, o mejor dicho, para terminar de recrearlo, que es el primer mandamiento para que un libro exista de verdad. Quede, en fin, la Palabra de este Hombre, de este Poeta que hunde sus raíces en su propia existencia y en la de quienes lo rodean sencillamente, y que, quizá por eso, hoy estoy muy orgulloso de poder contar entre mis amigos, como asimismo me honra que él haya querido contar conmigo en este día importante en que su libro nace para todos nosotros, este libro de poesía cuya lectura os recomiendo a todos no porque sí, no porque siendo mi amigo me sienta obligado a decirlo, sino porque es un libro que tiene entidad propia y que, como reza desde el título, surge y se alimenta “de la misma vida”.
Muchas gracias, Diego, y muchas gracias a vosotros, a ustedes, por la atención prestada.

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