(Continúa el discurso)
El volumen De la misma vida (Devenir, Madrid, 1999) consta de una treintena de piezas
poéticas emparentadas en la inquietud y en el verbo, aunque dispersas en los
temas y, por supuesto, en la técnica de ejecución de los mismos; si bien,
observo cómo el autor se ha decantado por una fórmula métrico-rítmica liberada
de las ataduras del verso clásico, lo cual lo distancia y lo emancipa de aquel
otro libro de 1987, El Hombre y la Palabra, en el que se
nos presentaba como un depurado sonetista. No en balde, creo que Diego ha
bebido mucho y bien de las fuentes del siglo XVII y que ha aprovechado
correctamente la audacia expresiva y a veces juguetona, desgarrada, así como el
desenfado ocasional de cierta retórica barroca. En ‘La niña más turbadora’ (p.
27) leemos:
“Es la más
turbadora de la calle
pues sólo su
presencia es la que turba,
y como turba más
si más se mira,
y si ella mira te
deja más turbado,
su inmediatez más
turbación implica”.
Por otro lado, se
advierte en muchos poemas el predominio de un inexcusable merodeo alrededor del
acto mismo de la creación y del sentido último de la escritura; así ocurre en
‘Testimonio’ (p. 12), que plantea el oficio de poeta como un destino, siendo él
mismo testigo de la vida y reflejo ocular de ella; así en ‘Las variaciones’ (p.
18), poema cuyo asunto es el propio poema, y que se justifica en la razón
esencial de que el poema definitivo no se alcanza, pero al poeta le basta con
saber que ya es poema mientras se persigue (una especie renovada del mito de
Ítaca); y así, también, por ejemplo, en los titulados ‘Frustración’ (p. 33) y
‘Solo de poeta’ (p. 48), textos que muestran la enorme dificultad de expresar y
la íntima necesidad de intentarlo, pese a todo.
No es vanidad,
aunque sé que alguno de vosotros pensará legítimamente que sí lo es, pero el
hecho es que, os lo aseguro, podría seguir hablando en este tono
seudoprofesoral y más o menos erudito un rato largo, podría desmontar versos y
frases enteros para explicar los misterios de su sintaxis, podría escudriñar
metáforas, hipérboles y epítetos que andan por ahí, podría analizar distintos
juegos de palabras y otros efectos sonoros que me han parecido próximos a la
estética modernista del mejor Rubén Darío, podría sorprender incluso alguna
influencia no tan benigna como la ya indicada de los clásicos de nuestro
Barroco, y así un largo, larguísimo etcétera; podría hacerlo seguramente por
culpa de eso que algunos llaman “de-formación profesional” y que, en mi caso, y
pienso que en el caso de cuantos ejercemos la enseñanza de la literatura,
consiste básicamente en descuartizar los poemas como si se tratase de la
disección de cadáveres, que esto es lo que se hace por lo común en las aulas
cada vez que un profesor tan digno como yo propone el comentario y análisis de
un texto, sobre todo de un poema. Podría seguir en ese tono, sí, porque he
trabajado el libro con ese propósito en verdad necrófilo y te puedo asegurar,
Diego, que tengo en mi casa más de cuatro folios completos emborronados con
anotaciones de toda índole que pensaba traer aquí y que luego abandoné porque…
porque tú no te lo mereces. Es decir, tu libro no se lo merece, ni se lo
merecen los posibles lectores de tu libro que se han acercado esta noche a este
acto de presentación. Porque los libros no son lo que decimos los profesores ni
lo que dicen los críticos en los periódicos (con perdón de los críticos y
profesores aquí presentes), ni siquiera son los libros lo que dice la
maravillosa solapa (con el permiso del amigo Paco Ros, que firma la tuya), ni
lo que dice el prologuista (en este caso felizmente ausente), ni lo que dice o
pueda decir el mismísimo padre de la criatura: los libros, cada libro, están
fabricados con la materia intransferible de cada uno de los lectores en cada
una de sus lecturas, y por lo tanto es una falacia –y una falta de respeto por
mi parte- que yo esgrima mi lectura como modelo de ninguna, o como si ella sola
justificara las bondades de tu libro. Estaría coartando o mediatizando es
libertad esencial que nos colma en el acto de la lectura, y eso no me gusta. Yo
sé que hay críticos que están convencidos de que si ellos no existieran no
existiría la literatura, y también muchos profesores compañeros míos; y cuanto
más provincianos y locales son esos críticos y esos profesores, mucho peor, y
no quieren darse cuenta de que, como escribió Julio Cortázar, “todo crítico es
el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y
mascar”. Sobra decir aquí que toda explicación de un poema es ociosa y
perniciosa, pero es que toda explicación de un poema antes de que ese poema
haya sido leído y asimilado por el lector de modo autónomo es un delito
intelectual que, no exagero, debería estar tipificado de alguna manera en el
Código Penal.
Sí quiero añadir
rápidamente que hay en este libro títulos muy bellos, rebosantes de ingenio e
intuición lírica: ‘Los dedos sutiles del silencio’ (p. 9), ‘Nostalgia
improcedente’ (p. 20), ‘Vida de pie forzado’ (p. 34), ‘Remake de la marcha
triunfal’ (p. 38); y luego un grupo de composiciones de una gran sutileza en la
percepción, originalísimas y, al propio tiempo, sabias en el uso de la ironía e
inteligentes por el sentido del humor que derrochan, como ‘Transición corporal’
(p. 23), sobre la primera toma de la tensión, ‘El agorero’ (p. 43), sobre esa
persona que “sabe bien lo que quiere / aunque no lo sabe cierto”, ‘La página
doblada’ (p. 49), donde nos transmite “Una vaga sensación de interferir el
tiempo” a partir de un antiguo volumen doblado en la página 90, o ‘La
respuesta’ (p. 16), que parte de la pregunta leopardina “¿Cómo puede existir
Dios si yo soy jorobado?” Pero he de reconocer que, aparte de un poema
especialmente emotivo para mí –‘Desde tus poemas’ (p. 40)- y otro especialmente
emotivo para cualquiera –‘La menor’ (p. 36)-, hay en el volumen tres que
merecen una breve detención: ‘Lluvia con alma’ (p. 19), donde los versos casi
se sumergen y nos sumergen en esos marítimos aromas del final; ‘Presagio’ (p.
47), en que el sujeto poético nos demuestra que tomarse la propia muerte en
broma es quizá la cosa más seria de este munto; y ‘Amor por nombre’ (p. 23),
que se convierta, es mi opinión, en uno de los poemas emblemáticos del volumen,
y que arranca con esos dos magníficos endecasílabos:
“Porque no sé su
nombre llamo amor
a esta dulce
agonía de deseo”.
No quiero
alargarme más, pues temo, como ya he apuntado, que lo que yo pueda decir
traicione de algún modo la esencial virginidad que cada una de las páginas del
libro le reserva a cada uno de vosotros, a cada uno de los lectores y lectoras
que sepan acercarse a él para terminar de crearlo, o mejor dicho, para terminar
de recrearlo, que es el primer mandamiento para que un libro exista de verdad.
Quede, en fin, la Palabra
de este Hombre, de este Poeta que hunde sus raíces en su propia existencia y en
la de quienes lo rodean sencillamente, y que, quizá por eso, hoy estoy muy
orgulloso de poder contar entre mis amigos, como asimismo me honra que él haya
querido contar conmigo en este día importante en que su libro nace para todos
nosotros, este libro de poesía cuya lectura os recomiendo a todos no porque sí,
no porque siendo mi amigo me sienta obligado a decirlo, sino porque es un libro
que tiene entidad propia y que, como reza desde el título, surge y se alimenta
“de la misma vida”.
Muchas gracias,
Diego, y muchas gracias a vosotros, a ustedes, por la atención prestada.
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