Conocí a Diego García López y a los inquietos
tertulianos de Mula a través de Antonio Guirado Gabarrón, cortazariano compañero
de carrera -a veces también de pupitre y a menudo de cervezas- en aquel lustro filológico
en la Facultad
de Letras. Un día de la última década del siglo anterior me invitaron a su
reunión semanal de los sábados, en la que se hablaba de prosas y de versos
mientras se cenaba y se bebía a la salud de las musas. Fue ahí donde se me
reveló el genuino talento de Diego, un poeta autodidacta que cuando yo lo
frecuenté ya había publicado El Hombre y la Palabra y que
trabajaba aún con su escalera de electricista para una compañía del ramo.
Después de la cena, improvisando endecasílabos etílicos por el serpenteado laberinto
de calles de su pueblo, me llevó hasta su casa en la calle del Caño –que no es
coña ni es coño, me dijo- y me mostró las maravillas de su empresa bibliófila:
en un bajo inverosímil que evocaba la cueva de Zaratustra en Luces de bohemia, varios miles de libros
antiguos y modernos atestaban las paredes y se erguían en columnas de dudosa
verticalidad a la espera de un hueco en el que tolerar su eternidad de papel;
y, entre ellos, preciada joya que justificaba todo su afán coleccionista,
decenas de ediciones del Quijote.
Pasado el tiempo, los tertulianos se acordaron de mí para presentarle a Diego
el libro de poemas De la misma vida (Devenir,
Madrid, 1999).
DE LA
MISMA VIDA, DE DIEGO GARCÍA LÓPEZ
Leído en Mula (Murcia) el 21 de
mayo de 1999
Son muchos los que
entienden el mundo, y aun su propia presencia en el mundo, como una retahíla sucesiva y casual de instantes y
de aconteceres cuyo triste final es siempre, inevitablemente, el olvido, o eso
que hemos dado en llamar olvido y que no sabemos muy bien de qué sustancia está
hecho. Pero hay aún unos pocos que lo entienden de otro modo: son los artistas
(los músicos, los pintores, los poetas…), seres que no se conforman, que no se
resignan a esa pérdida definitiva ni a ese olvido, y que, por regla general,
sospechan, intuyen, necesitan creer que tras el tedio aparente y tras la
aparente trivialidad de cada instante vivido emerge a menudo un nutrido
ejército de palabras y de ritmos y de sutiles analogías y de impensados y
renovados conceptos que, si así lo dispone el azar o la voluntad o el mero
capricho de las musas, convertirán lo anodino en asunto comentable, en asunto
rescatable, in-olvidable, y,
consecuentemente, cómo no, en materia poética. Su gracia, la gracia natural e
innata del artista y, en este caso, del poeta, esa gracia que la sociedad nunca
le perdona salvo cuando ya está muerto –porque mientras vive lo señala como un
ser singular, diferenciado, y por lo tanto temible-, esa gracia única reside,
ni más ni menos, en haber sabido prolongar desde los primeros años de la
infancia una cierta capacidad de sorpresa frente a las cosas que comúnmente
acontecen, cosas que al común de los mortales ya no le sorprenden o que no sabe
expresar esa sorpresa; y de esta manera, mediante el misterioso ejercicio de la
poesía, el poeta decide salvar esos instantes, esas cosas, decide amnistiarlos
temporalmente de un olvido riguroso y, quizá, sin embargo, a pesar de tanto
esfuerzo y de tanto desvelo, quizá ineludible y definitivo.
Y bien, esto es, a mi juicio, lo que
hemos venido a festejar esta noche: la tenacidad y la sensibilidad de un hombre
que es aún, todavía, capaz de captar lo irrepetible en las cosas más menudas,
en las cosas que a otros ya no nos sorprenden, y es capaz de hacerlo desde la
honradez y desde la humildad de un destino asumido, sin buscar nada más allá de
la íntima satisfacción de ese propósito, ninguna prebenda, ningún honor,
ninguna estatua en la que se posen las palomas paulatinas de un jardín de
cemento, sabiendo de antemano que nadie lo va a entrevistar por su libro en el
telediario de las nueve, que nadie lo va a nominar para el próximo Premio
Cervantes, que nadie va a proponer su candidatura para ocupar la última letra
vacante en la Real Academia
de la Lengua Española.
Pero sabiendo, no obstante, que su humildísima existencia de poeta local lo
emparenta ya, inevitablemente, con los cientos y cientos de poetas anónimos o
casi anónimos que no necesitan optar a ningún premio oficial ni necesitan la
pompa de las candidaturas para seguir tejiendo a su modo, entre los suyos, la
minuciosa tela de araña que ampara a la poesía verdadera, a esa poesía sin
trampas ni artificios que surge del pueblo y que regresa al pueblo en una
suerte de reminiscencia juglaresca.
Desde el principio he de confesarles
a ustedes, a vosotros, y he de confesarte antes que nadie a ti, Diego, que
cuando me hablaste de la posibilidad de redactar un discursillo que durase unos
minutos para que fuese leído por mí en este ámbito y en estas circunstancias,
en tu propio pueblo, delante de personas que te conocen y te estiman, a modo de
presentación de este tu nuevo libro de poesía destilado ‘de la misma vida’, he
de confesarte, digo, que acepté el reto y lo convertí en compromiso aguijoneado
por la vanidad de que hubieses pensado precisamente en mí para compartir algo
tan tuyo y desde ahora tan nuestro; pero también, de igual modo, debo decirte a
ti y debo deciros a vosotros que acepté el reto y me comprometí en la empresa
sin ser aún demasiado consciente de la imperturbable responsabilidad que en
aquel momento asumía contigo y con tus paisanos y conmigo mismo.
Responsabilidad contigo, es claro, porque si tú habías depositado tu confianza
en mí –no sé si por amigo o por poeta, o a lo mejor por ambas cosas: quiero
pensar que en ningún caso lo hiciste por mi condición de profesor- yo no podía
defraudar tus razonables expectativas improvisando aquí media docena de
párrafos más o menos laudatorios y aparentes, que es lo que suele hacerse, y
endilgando después una exégesis moderadamente afirmativa de los poemas de tu
libro, suficiente para salir del paso como un triste y aburrido profesional en
estas lides, extremo que tanto detesto en otros. Responsabilidad, también, con
tus paisanos, con esta gente de tu pueblo que si se ha acercado hasta aquí esta
tarde no es para que el discurseador de turno les convierta a la persona que tú
eres y que ellos ya conocen en una especie de personaje falsamente abrumado de
oropeles y coronado de laurel, sino para que les hable sin aspavientos ni
dobleces de lo que, como lector privilegiado, he encontrado en este libro y en
los versos que lo recorren. Y responsabilidad, cómo no, para conmigo mismo,
pues no puedo ni quiero traicionar mis pequeñas pero seguras convicciones
estéticas ni el espíritu crítico que las sostiene, ni quiero tampoco que mi
amistad con el poeta se interponga entre su libro y yo, y, como consecuencia,
entre su libro y vosotros. Porque… ¡seamos honestos por una vez!: lo más fácil,
y quizá también lo más prudente por mi parte, lo más aconsejable cuando uno se
aplica a la tarea de presentar al público el libro de un amigo poeta –o de un
poeta amigo, tanto monta…- es entrarle al capote de la adulación y proclamar a
los cuatro vientos las excelentísimas excelencias del libro y las
excelentísimas excelencias de quien lo autoriza, adulación que en este caso
hubiera sido, es verdad, comprensible y hasta disculpable, pues hubiera estado
auspiciada por exigencias de amistad, y ya sabemos todos que tales exigencias
son de naturaleza ilimitada. Pero entiendo que un libro se defiende solo, que
tiene la necesidad originaria de defenderse solo, y que a lo más que puede
llegar un presentador o un prologuista es a mostrarlo y a congratularse de que
aún haya en este mundo alguien que escribe poesía, alguien que se atreve a
editarla y alguien que se sumerge en su lectura, porque en ese triángulo de
autor, editor y lector se configura mágicamente, maravillosamente,
increíblemente, la bonita realidad del libro.
Afianzado, pues, en esa triple
responsabilidad –repito: conmigo, con vosotros, y también y en primer lugar
contigo, Diego-, he ido desgranando poco a poco, en las tardes de abril, la Palabra que nutre y
eterniza cada página de este libro cuyo primer acierto, qué duda cabe, es, a mi
modo de ver, el título, De la misma vida;
volumen que hoy toco y acaricio con un extraño estremecimiento y con una
complicidad renovada, porque uno sabe (y lo sabe de buena tinta) que detrás de
todo libro, en la prehistoria de cualquier libro, en la trastienda, por así
decirlo, están el silencio y la soledad, y están el miedo y la ternura, y están
los mejores ratos y los peores ratos, y están, en fin, reunidas, conciliados ya
para siempre, todas esas palabras y todos esos silencios que alguien ha
hilvanado en un orden concreto, con paciencia, con amor, y a veces con
impaciencia y con desamor, para que digan y nos digan a los hombres y mujeres
lo que los hombres y mujeres necesitamos, a veces, escuchar, para saber que no
todo está perdido en este mundo nuestro y que aún hay algo que puede ser
salvado, aunque solo sea la ficción o el sueño de querer creer que aún hay algo
que pueda ser salvado.
(Continuará)
(Continuará)
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