Yo había descubierto tardíamente la desenvoltura narrativa de Antonio Muñoz Molina gracias al impacto de su segunda novela, El invierno en Lisboa. Ganado por la audacia lírica de su prosa y de su tempo sintáctico impecable, me sentí preso de un hechizo que ha tenido luces y sombras, pero que todavía hoy conserva sus rescoldos. Sin saber muy bien cómo, lo cierto es que se me fue aplazando el momento de acudir a su ansiada ópera prima, hasta que en diciembre de 1990 la adquirí en Madrid. A mi regreso de la capital, Carmen, mi novia, me estaba esperando con la noticia de que ya era licenciado en Filología Hispánica (saqué el latín de 2º curso en la convocatoria de diciembre, después de haber terminado 5º) y, de propina, con el regalo de una dedicatoria en forma de libro: era el Beatus Ille de Muñoz Molina (tercera reimpresión, mayo de 1989). Yo entonces me callé que habíamos coincidido y que ya me lo había comprado; al día siguiente me dirigí a la librería de Murcia y aduje que mi novia había confundido el título, que por favor me lo cambiaran (el que traía de Madrid, pero ellos no lo sabían) por un ejemplar de Beltenebros. Aquella primera novela la terminé de leer el 24 de enero de 1991, y he de añadir que de principio a fin me fascinó el dominio fabuloso de la palabra y de la intriga. Luego redacté este artículo conmemorativo, unos párrafos que noto forzados y en los que hoy apenas advierto el fervor de las seducciones más abyectas.
Gaceta Universitaria, nº 6, Murcia, mayo de 1992
Con casi cinco años de retraso, todo un lustro académico desdibujado en unos cuantos rostros y episodios, ha caído finalmente en mis manos la primera novela -primera en ambición, primera en oficio- del escritor andaluz Antonio Muñoz Molina: Beatus Ille. Dos o tres semanas me han bastado para leer y releer con asombro renovado, según el atinado axioma borgeano, esos párrafos densos y minuciosos cuya única y más legítima vocación es, quizás, reencontrarse con la palabra en su infinita desnudez; dos o tres semanas en desbocado viaje de regreso a un tiempo y a una casa en los que no viví, en los que tampoco el autor pudo vivir, para restaurar con pericia inmaculada y afán detectivesco el tejido sutilísimo de una historia revestida de insospechadas concreciones; dos o tres semanas de exaltación y gratitud.
Ninguna guerra como la nuestra, como la de nuestros padres y abuelos, dio jamás tanto que decir a escritores y cronistas de todos los calibres, ninguna inspiró más motivos para ficcionar la realidad o para comentarla. Muñoz Molina recoge el testigo de la historia desde un ángulo supuestamente marginal, el pueblo de Mágina, más aún, una casa simbólica de Mágina o de todas las Mágina de España, y desmenuza con habilidad pasmosa y recursos de maestro las variantes más secretas de un conflicto armado que nadie ya parece recordar más que para reunir en torno al tema a un nutrido grupo de conferenciantes amiguísimos o para poner título rimbombante a una voluminosa tesis doctoral. Y todo ello sin un ápice de vacilación, o quizás con todo el cúmulo de vacilaciones y de falsedades bien trabadas que constituye el alma y la verdad de la buena literatura.
A mi entender, un arma parecida a la que blandiera don Miguel en su Quijote contra el hartazgo de caballería andante es la que silenciosamente empuña este andaluz de Úbeda, pues su rauda novela acaba siendo -y aquí sí que se torna inevitable parafrasear al Borges más citado-, más que un antídoto contra la literatura propiciada por aquella guerra absurda, una secreta despedida nostálgica. No pretendo edificar tras este aserto otra odiosa comparación que dignifique mi sentir: es tan sólo la intuición felicísima de una noble conexión, o, mejor que eso, el redescubrimiento enfervorizado de una íntima admiración por determinada forma de juntar palabras.
Conocido es el reparo que urdiera don José Martínez Ruiz, Azorín, por boca de cierto personaje, a propósito de la conveniencia o no de los usos comparativos y metafóricos en el género narrativo. Lástima que aquel insigne estilista no pueda leer Beatus Ille, o cualquiera otra de las novelas de su autor, para desdecirse ipso facto o para alimentar la vigencia de tan inusitada regla con el patrocinio convenido de tan alta excepción; porque Muñoz Molina se sirve del recurso con la naturalidad y el celo de un lejano poeta que hubiera venido al mundo a bautizar las cosas. Paralelamente, y sin un atisbo de desequilibrio, el asunto, la trama, se entreteje en aluviones de lirismo arrobador, y en las últimas páginas, cuando ya todo parecía definitivo como un adiós razonable, el que lee y el que narra cabalgan a la grupa sucesiva de impensadas revelaciones, de finales parciales que sólo un verdadero orfebre del idioma y un intrigador empedernido hubieran sabido, al alimón, imaginar.
Dichoso tú, maestro.
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