Desde el principio viví como un milagro que la colección de poesía El Bardo se interesara por mi libro y accediera a publicarlo. Antes de eso, el mecanuscrito permaneció casi dos años acumulando polvo en las dependencias de la Editora Regional de Murcia, hasta que mi impaciencia veinteañera lo rescató en un arranque de orgullo y decidió moverlo hacia un par de editoriales, una de Madrid y otra de Barcelona. De la primera nunca obtuve ni un mísero acuse de recibo; de la segunda sí me llegó esa respuesta afirmativa que, no obstante, quedaba supeditada a condiciones financieras ventajosas para ambas partes: a mí no me costaría un duro y a ellos tampoco. Así que acepté el reto; y como me sobraban el tiempo y la ambición y no tenía nada que perder, me apliqué a mendigar la compra anticipada de ejemplares a media docena de instituciones públicas y privadas con las que me ligaba alguna relación literaria gracias a ciertos premios y a ciertas publicaciones, hasta reunir casi dos tercios del presupuesto pactado. Cuando al fin recibí el libro y acaricié sus pastas me asaltaron sensaciones contradictorias que tal vez algún día comparta con el lector en otro espacio, no aquí. En la escena siguiente me veo indagando el prestigio de un profesor, de nombre Javier Díez de Revenga, que accedió a apadrinarlo y que no mostró remilgos a la hora de acompañar a un principiante en la presentación de su obra, lo que se hizo en la sala de una entidad bancaria, una tarde lejana de aquel junio cuajado de esperanza.
¿MI PRIMER LIBRO?
Leído en Murcia, el 15 de junio de 1993
Cuando se me insinuó la posibilidad de presentar este libro (que es el primero que publico, aunque no ópera prima) pensé con desconocido terror en la probable banalidad del acto social que ello comporta, y también, cómo no, en la vaga dosis de exhibicionismo que sin duda lo determina; pues entiendo que el hecho de que sea yo quien está aquí sentado es una circunstancia añadida, otra más, al amplio cúmulo de circunstancias que intervinieron en su escritura y en su consiguiente edición, y no responde sino a la moderna exigencia de vincular la obra al sujeto que la ejecutó y así dotarla de una paternidad, esto es, de legitimar su existencia.
Hecha esta breve captación de modestia, de la que quiero servirme inmodestamente para dar cauce a mis palabras, paso a comentar algunos aspectos del libro que hemos venido a conocer. Advierto de antemano que mi intención no es venderlo (en poesía no hay derechos de autor, y si los hay nunca llegan), ni tampoco pregonar sus virtudes ni silenciar sus flaquezas (que de eso ya se encargarán otros mucho mejor que yo), sino que, con humildad y altivez al propio tiempo, deseo ofrendarlo a los eventuales lectores desde esa zona desapasionada que hoy piso: la de quien engendró una criatura que ya se le ha emancipado por derecho, que ya le resulta casi irreconocible.
Por eso creo que lo que en primer lugar debiéramos preguntarnos es si es lícito, desde un ángulo estrictamente intelectual, que un artista, que un escritor, teorice a posteriori sobre su propia obra, y si es mínimamente rentable escudriñar bajo las faldas volanderas del poema para sorprender y denunciar fatigadas simbologías, trillados artificios o supuestas conexiones desde esa óptica concreta: la del propio autor. Mi opinión, por descontado, es que sí, y ello pese a la previsible sensación de ignorancia que de tal reflexión, o autorreflexión, se desprende las más de las veces, ya que, como es bien sabido, el poema, el verso, siempre dicen o deberían decir más y mejor de lo que uno es capaz de explicar después. Sin embargo, repito, esa labor me sigue pareciendo culturalmente imprescindible, por dos razones: porque toda emanación artística tiende a generar comentarios críticos, desde los cuales se justifica y consolida en tanto que valor de cultura; y porque el artífice de un cuadro o de una pieza musical (también el de un libro) se sabe de algún modo perpetuamente condenado a un destino de aprendiz, y sabe además que el ejercicio de la autocrítica (la más intransigente de las críticas, sin ninguna duda) es arma valiosísima para conocerse a sí mismo y, por consiguiente, para madurar y mejorar en las entregas sucesivas.
Dicho esto, continuaré con una obviedad: el mío es un libro de poemas escrito en lengua castellana; lo que significa, de entrada, la adopción de un código literario y lingüístico muy específico, así como de una tradición de género, cultural, no excluyente, pero sí definitoria. Un libro de poemas que he bautizado con el sintagma o frase Imágenes de archivo, título que incorpora, además, entre paréntesis, dos cifras separadas por un guion: 1967 y 1991. La pregunta es inmediata: ¿por qué ese título tan de telediario de otra época, y por qué ese paréntesis cifrado que acota un espacio temporal de veinticinco años?
Bien, el título no es más que un juego, y juego muy serio, por otro lado, como acaso lo sea todo el volumen. El membrete “imágenes de archivo” apela, al menos, a tres sentidos diferentes, que se superponen en la lectura de modo significativo. Uno, el más evidente quizás, se apropia de lo que durante muchos años fuera moneda corriente en el llamado ente público (Televisión Española), que, como algunos recordarán, cuando no contaba para sus informativos con filmaciones frescas, del día, se conformaba con recuperar cintas antiguas que ilustraran aquello que se decía, advirtiéndolo gráficamente en el margen superior de la pantalla. Una segunda lectura es la que se corresponde con la alusión a la poesía -filtrada pero muy sugestiva- en tanto que tal poesía, pues un libro de poemas (¿cualquier libro de poemas?) comienza y termina siendo eso: un compendio de imágenes, pero de imágenes poéticas, que permanecen archivadas entres sus pastas. Por fin, parece inevitable la alusión al famoso y controvertido axioma, que engloba certeramente a los dos anteriores, cual es el que presume que “una imagen vale más que mil palabras”, para concluir por mi parte concediéndole una verdad tan sólo parcial: sí, de acuerdo, una imagen vale más que mil palabras, pero más, y sobre todo, si se trata de la imagen que es capaz de instaurar verbalmente el poeta.
Respecto a las dos cifras del paréntesis, es claro que se imponen asimismo con un doble significado, casi paródico, mas no tanto. En efecto, suelen los poetas, cuando deciden reunir su obra toda en un tomo antológico, delimitar con dos fechas concretas el concreto espacio de tiempo que esa obra necesitó para ser gestada. Jugando con esa interpretación, probablemente ingenua, he querido yo señalizar (con absoluta seriedad, es cierto) de qué año a qué año archiva imágenes este libro: exactamente, desde 1967 a 1991, o lo que es lo mismo, durante el primer cuarto de siglo de la vida del autor. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el poemario atiende sin pudor a una pretensión implícita y, me parece a mí, también muy legítima: imbricar autor y obra en un proceso de la memoria que pasa, necesariamente, casi por el autobiografismo (bien que poético), constituyéndose por tanto en un documento de experiencia personal, ahora y para siempre congelada en una sucesión de imágenes, no por casualidad, poéticas.
Así, el libro se nos muestra como creación en movimiento, en paralelo a la propia vida de quien les habla, y se instala sobre una estructura triádica que viene a coincidir aproximadamente con la infancia y sus sueños (en la primera parte), con la adolescencia y ricas contradicciones (en la segunda), y con la juventud y sus sanas rebeldías (en la parte tercera). Si se respeta el orden de los poemas, creo que no será difícil advertir una evolución interna que camina poéticamente desde la transparencia casi cinematográfica de los primeros hasta los típicos poemas de amor (o de desamor quizás), pasando por el verso paródico y por el aforismo; y de ahí a una última sección que acoge una propuesta agitadora, incitadora, no sé si también insumisa (atendiendo a la moda reciente, antimilitarista, del vocablo), propuesta que quiere revelarse en su inconformismo o en su disidencia tácita, y que anhela la complicidad de cada uno de los posibles lectores.
Si en los años setenta los denominados poetas “novísimos” se valieron de un programa culturalista y en la década de los ochenta se ha vuelto a un realismo intimista y a los temas clásicos de la poesía, yo, en este libro, lo que he pretendido es reivindicar esa ausencia de verdadera complicidad (o de provocación abierta, diría) que noto en ambos extremos. Mi voluntad en muchos momentos no era tanto crear el poema como ironizar sin complejos sobre el proceso de creación del poema. No sé si hay algo de vanguardismo o de seudovanguardismo en estos propósitos; seguro que sí, y más si tomamos la palabra “vanguardia” en su estricto significado de reacción contra lo inmediato precedente (o de rebeldía contra el padre, que definió Eugenio D’Ors).
Antes de pasar a leer algún texto que ojalá acierte con el tono general del volumen, no quiero dejar de subrayar una de las citas que lo presiden, concretamente del pensador rumano Cioran, quien en su ensayo Contra la historia escribe lo que sigue: “Un libro debe remover heridas, provocarlas, incluso. Un libro debe ser un peligro”.
Y ahora, con ese buen deseo, vayamos a los poemas, anticipando, eso sí, que son poemas cuyo más alto significado se alcanza en el contexto de todo el conjunto: quiero decir que quizá se aprecien mejor como partes de un todo que como creaciones independientes.
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