domingo, 2 de octubre de 2011

EL ÚLTIMO TREN

Fue al terminar el verano de 1990 cuando recibí la noticia de que se había premiado un cuento mío, titulado El último tren, en un pueblo de la provincia de Cádiz: me daban 100.000 pesetas y cien ejemplares de la edición. Meses después me llamaron para que fuese a presentar el librito que contenía el texto ganador y los finalistas; la reserva y el coste de la noche de hotel corría de su cuenta. Me puse en contacto con un matrimonio amigo y allá que nos fuimos en su furgoneta. Al acto en el local del ayuntamiento no recuerdo si asistieron más de diez personas, pues San Roque no parecía haberse enterado y los periodistas andaban ocupados en cualquier otro de los muchos eventos paralelos, según se me dijo a modo de disculpa. Yo no quise dejar de leer desde la mesa los dos folios que había preparado. Me escucharon, creo, y luego me llevaron a un restaurante donde nos dimos y se dieron –porque a esto sí se apuntaron los ediles de turno y los inevitables amiguetes de la cosa cultural- la opípara cena a base del mejor marisco, amén de las copas de propina. El derroche fue mayúsculo, no guardaba proporción con la cuantía del premio: ahí empecé a entender que mi relato y yo éramos la excusa necesaria para que pudieran medrar unos cuantos.


BREVE REFLEXIÓN ASÉPTICA

Leído en San Roque (Cádiz), el viernes 26 de abril de 1991

Según reza a continuación del título, este cuento no pretende ser más, y tampoco menos, que un “humilde homenaje a Rulfo”. Bajo el influjo consciente de alguno de sus cuentos lo concebí, hace ahora unos dos años, y mi intención de entonces no era otra que experimentar el monólogo interior emulando la maestría del mejicano. Entendía, entiendo, que la técnica narrativa empleada a veces por el más lacónico de nuestros mejores escritores, Juan Rulfo, es un filón abierto y precioso, por ahora poco y casi siempre mal explotado, y que quizá corresponde a nosotros, los más jóvenes, el recuperar definitivamente la magia de sus textos y la hondura humana de sus personajes.
Mientras lo escribía sentí varias veces el acecho y hasta la persecución de dos notables fantasmas, contra los que el autor poco experimentado no siempre se sabe defender: me refiero al plagio y al epigonismo. No quisiera pecar de inoportuna inmodestia, pero quiero suponer que el hecho mismo de que el relato haya sido premiado aquí, en un certamen para mí bastante relevante, y por un jurado cualificado, parece que me exculpa o me exime, al menos en principio, de las cargas de conciencia que deben conllevar esos dos pecados literarios.
También, en ese mismo sentido, algún amigo escritor ha tenido la honradez de advertirme sobre tan evidente influjo, llegando a asegurarme además, en un alarde de agudeza de la recepción nada desestimable, que la indicación del paréntesis (esto es: “humilde homenaje a Rulfo”) podría salvar al cuento de críticas ulteriores. Yo no lo sé, no soy quién para juzgarlo porque siento que todavía no ha dejado de pertenecerme; pero, en resumidas cuentas, sospecho que mi relato, tanto en su concepción formal como en la disposición del argumento, no echa en falta algún índice de originalidad.
Ya he dicho que lo escribí hace unos dos años, en diciembre del 88, y lo hice además urgido por el calendario, pues mi intención primera fue participar con él en un concurso que convoca anualmente la RENFE. Así que el tema me fue de algún modo impuesto, ya que debía versar sobre cualquier aspecto relacionado con el mundo del ferrocarril, y no se me ocurrió mejor asunto que este de convertir al tren en un objeto cuasi-divino a los ojos ingenuos del protagonista, el cual, por descontado, nunca viajó en él y hasta desconoce su nombre (nótese que siempre se sirve de rodeos léxicos y semánticos para nominarlo). En fin, envié el cuento con la ilusión del principiante y ni siquiera quedó seleccionado entre los diez primeros.

Pero, afortunadamente, yo sé y sabía que el tren del escritor no se detiene en un concurso convocado por la RENFE, sino que quien de verdad siente la llamada de la palabra en forma ficcionada ha de buscar siempre nuevas vías y nuevos raíles. Por eso lo presenté al Letras del Sur, y por eso, dicho sea con la imprescindible dosis de modestia, no me sorprendió en absoluto la decisión del Jurado Calificador, como tampoco me hubiera sorprendido cualquier otra. Y es que los escritores (esto creo que ya lo dijo Faulkner) tenemos la piel muy dura, y hemos de saber estar un poco al margen de la suerte que nos deparen estas decisiones, aunque es claro que no nos pueden dejar indiferentes.

Yo soy de la opinión de que un cuento, como un poema, solo es bueno cuando es capaz de contarse a sí mismo. Si hago válida para el mío esta noble valoración, es claro que sobra cualquier otra explicación por mi parte. Léanlo y juzguen. Sí quisiera advertir, no obstante, que su lectura no es fácil, y no por mi capricho, sino sencillamente porque la mentalidad del protagonista monologante tampoco lo es; he buscado soslayar de algún modo esa dificultad mediante deslices de ironía y juegos humorísticos que quien lo leyere sabrá percibir.

Ya solo me resta agradecer sinceramente a la Organización las atenciones que conmigo ha tenido en estos meses, así como su buena disposición para que la edición del texto fuera la mejor posible. Estas cosas abrillantan el buen tono del Concurso Letras del Sur y el del ayuntamiento que lo promueve. También va en beneficio de la literatura. Confío en que en un futuro no muy lejano puedan ustedes enorgullecerse de que mi nombre vaya unido al de este certamen, del mismo modo en que yo me enorgullezco ahora. Ese y no otro sería el mejor signo de que he seguido trabajando por la literatura, que es, de verdad, lo único que me gusta y me apetece hacer.

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