A finales de la década última del siglo y del
milenio, recién estrenada la treintena, mi vanidad y mi incertidumbre se
dejaron tentar por el falso hechizo de la tertulia en algún que otro tugurio
literario, y caí precipitadamente en una vorágine de llamamientos noctámbulos,
lecturas poéticas autóctonas, frivolidades de velador decimonónico e
incontables presentaciones públicas que -entre cigarrillo y cigarrillo, entre
cerveza y cerveza, entre adulación y flirteo- traicionaban la intimidad de mis verdaderas
apetencias, pero que, también, durante algo más de una década, me ayudaron a sobrevivir
y a fortalecerme en un clima infestado de desaires conscientes y de envidiosos ninguneos
y de enemistades perennes.
He aquí la escueta serie de textos que he
podido recuperar (pues hubo al menos otros tantos que se me extraviaron o que
improvisé sobre notas garabateadas in situ: mejor para todos), ora impresos a
modo de prólogo o de columna subliminal en alguna revistilla sin historia ni
porvenir, ora simplemente leídos a viva voz ante la mirada indagadora y el oído
heterogéneo de los circunstantes.
[ 1 ]
UN INTRUSO LLAMADO PASCUAL GARCÍA
Diario 16-Murcia,
29 de octubre de 1995
La república literaria está de enhorabuena. La
república literaria, que por supuesto es soberana y que no admite bajo su cielo
ni la arbitrariedad amistosa ni la falsa adulación provinciana, que es
implacable al conceder visados de residencia y que no registra más frontera que
la demarcada por el buen hacer y la honestidad sin paliativo, conoce nuevo
huésped. La república literaria, esa vasta geografía de soledad e incertidumbre
que descree de honores mundanos, porque confunden el camino, y donde solo unos
poquitos, los más osados, conviven a su modo con esa otra incomprensión, la
fama -Borges díxit-, mientras el resto se contenta con deambular por sus
avenidas como páginas en blanco y siempre con la duda a cuestas sobre si
avistará o no su Ítaca imposible; esa república, digo, ya alberga en una muy
digna pensión para recién llegados pobres y jóvenes y periféricos (Los Libros
de la Frontera
& Editora Regional de Murcia) un título escueto, providencial, definitivo,
y el nombre exacto y el apellido humilde -en cuya alianza alguien podrá leer no
solo el origen, sino también la explicación de su presente y hasta el porvenir
que le aguarda, como otros leen el mensaje callado de los astros- de su
artífice.
Pascual García García (Moratalla, 1962) fue
doblando sin prisa el equipaje de sus obsesiones en una tierra pobre,
fronteriza, ajena al tumulto de la gran urbe y casi de espaldas a él; en unos
años de frío migratorio y de dos días de tren y de pies que se hunden en el
fango ajeno de un país vecino; en unos años de cometas al viento de los cerros
y de dedos entumecidos entre granos de aceituna y de callejones que conocen la
crueldad magnífica de los juegos infantiles; en unos años de paradojas sin
escrúpulo, de abierta lucha entre los progresos aparentes de la ciencia moderna
y la mirada cauta y dócil de quienes ya no podían caminar con nosotros porque
el curso despiadado de la historia les había cercenado los miembros y la fe
para otra cosa que no fuera el manejo paciente de la azada y el pan duro de la
sumisión. Pascual García, por edad al menos -“Nací bajo / los cerros (y me
criaron las palabras) / el año en que murió borracho Faulkner”, ha escrito-, ha
sabido aún de las interminables trasnochadas junto al fuego del hogar, allá en
la sierra, ha escuchado las historias de hombres que fueron llamados a las
guerras de otros para después contarlo con una risa necia y orgullosa y con un
puñado de tabaco de picadura moviéndose entre sus dedos, ha pertenecido a la
calle como a un lugar mítico donde convergían la inocencia atroz y el misterio
que la legitima y la orfandad momentánea pero ebria de tribalismo cuando tras
una guerra de piedras con los muchachos de otro barrio sangraba a chorros la
cabeza de alguno y había que correr al médico para que el médico cosiera.
Pascual García, también, ha sufrido sin duda por esa clase de resignación
feudal que en aquellos años muchos de su generación y de la mía ya no sabíamos
compartir con nuestros mayores, y contra ella se rebelaba nuestra sangre nueva
de pioneros que empezaban a estudiar para sacar una carrera que les diese la
posición que sus padres no tuvieron, la única carrera de toda la estirpe pero
que para ellos -no para nosotros- significaba la redención final, el objetivo
cumplido, atentos entre tanto nosotros a un universo pudoroso de fantasías y de
clandestinidades librescas que era como el vaticinio irrenunciable de la
soledad y el sello del escritor que hoy, aquí, nombramos.
Entiendo que lo primero que debe hacer un
artista es expatriarse; y lo segundo, no olvidar sus orígenes. A mi juicio,
Pascual García ha observado ese estricto itinerario y ha aprendido mucho en la
travesía, de modo que en El intruso se
nos revela ya con un pulso seguro, dominador absoluto de una atmósfera
literaria que no evade aquella realidad vivida, o lo esencial humano de aquella
realidad vivida: antes al contrario, bucea en ella y chapotea con prudencia
para salpicarnos descarnadamente, sin concesión alguna, con un manojo de
historias que casi nunca se resuelven accionando el botón mágico del
cierre-sorpresa, sino en el recodo diez veces más denso donde por lo común
transcurre la mayor parte de nuestras vidas: en la sospecha, en el vacío
subjetivo, en lo incierto cotidiano con que continuamente nos asedia el revés
de la memoria y del olvido, en ese límite difuso donde el chantaje del tiempo
modela seres con caras de fracaso, seres que, en los relatos de Pascual, sin
embargo, suelen ser aún capaces de sentir y esgrimir las más duras emociones.
Relatos con conflicto dramático, imbuidos de malentendidos y de paisajes de
fondo gris que se diluyen en el trazo seco de los caracteres, que no es preciso
perfilar porque aquí los gestos, los diálogos y sobre todo los silencios dicen
más de lo que el narrador sabe o intuye o desea sugerir.
No hace mucho declaraba Augusto Roa Bastos que
la literatura se estaba convirtiendo en un ejercicio de play-boys. Hace todavía menos, Antonio Muñoz Molina se quejaba en
un artículo de que a los pijos les
había dado ahora por la literatura, pero que no estaban dispuestos a dar su
vida por ella ni a llevarse un mal rato. Si esto es así, si el artista que
viene quiere ser un pijo o un play-boy, entonces la república
literaria tendrá que endurecer aún más su régimen de visados para residentes y
va a tener que clarificar mucho más las cosas. La arbitrariedad comercial de
las grandes empresas editoriales no acompaña; el paladar deshabituado de la
masa amplia de lectores, tampoco. Lo único que nos queda es la palabra de los
verdaderos, la autenticidad sin trampa de jóvenes que, como Pascual García con El intruso, han llamado sin arrogancia
pero firmes -“una sola cosa, entre muchas, me parece insoportable para el
artista: no sentirse ya al principio”, apuntó en sus diarios Cesare Pavese- a
las puertas altas de esta república y han hallado la recompensa del tesón y la
felicidad del recién llegado. Tal y como está el mundo de las letras, sacar la
cabeza en medio de tanto niño pijo subvencionado por papá, y de tanto play-boy
con hambre de recepciones tumultuosas, y de tanta soberbia provinciana y
baldía, se me aparece como un acto de intrusismo necesario y valiente que el
tiempo, como siempre, se encargará de corroborar y sancionar. Y tú que lo veas,
Pascual.
[ 2 ]
PRESENTACIÓN DE LA COLECCIÓN DE POESÍA
“BOLARDO”
Leído en una
cervecería de Murcia
el 14 de diciembre de
1999
El pasado jueves, 9 de diciembre, el
poeta Antonio Marín Albalate marcó los nueve dígitos del teléfono de mi casa y
me levantó de la siesta para sugerirme tímidamente, proponerme amistosamente y,
al fin, invitarme formalmente a ser el presentador o conductor ocasional de
este acto.
El viernes, 10 de diciembre, marqué
yo, a mi vez, los nueve dígitos del teléfono de la casa del poeta Juan Acebal
(que no sé si haría la siesta en ese instante) para concertar un encuentro y
así poder documentarme como es debido sobre los pormenores de este acto que yo
había aceptado presentar o dirigir por dos razones: porque soy amigo del poeta
Antonio Marín Albalate y porque soy amigo del poeta Juan Acebal.
El sábado, 11 de diciembre, me
encaminé hacia esa cafetería del centro en la que habíamos quedado Juan y yo, y
en esa cafetería del centro nos tomamos dos martinis blancos (uno cada uno) con
las inevitables aceitunas, y nos fumamos tres o cuatro cigarrillos mientras
poníamos a parir a determinados poetisos y/o poetisas que crecen como hongos en
ciudades como esta y que salen hasta de debajo de las piedras, al amparo
generoso de eso que algunos llaman poesía de la experiencia, pero que no
debiéramos en ningún caso confundir con la experiencia de la poesía. En la
terraza de esa cafetería del centro, en la calle, agradecidos del sol y de las
palomas y agradecidos también, por qué no decirlo, de las eventuales
adolescentes que se acercaban y desaparecían sin ningún recado para ninguno de
nosotros, estuvimos hablando más de una hora de algunos proyectos nuestros, y
creo que los dos echamos en falta al común amigo Antonio (sobre todo porque
sabíamos que se estaba perdiendo la visión idílica de las eventuales
adolescentes que se acercaban y que luego desaparecían sin ningún recado para
ninguno de nosotros). También allí Juan me entregó los números 0 y 0 de estas
libretas fabricadas, a mi juicio, con tanto gusto editorial, libretas que
inauguran la Colección Bolardo
de Poesía bajo el novedoso sello de Nausícaä y con excelentes y sugerentes
dibujos de Kiker en su portada.
El domingo, 12 de diciembre, me
desperté a las ocho y media e hice el amor con la mujer que despertó a mi lado,
y después de tan dulce desayuno busqué los poemas de Juan y luego los de
Antonio aquí recogidos y los leí como es de recibo que los lea un mero lector
de poesía: procurando no pensar en que esos eran los poemas sobre los que
tendría que hablar en mi presunta presentación de esta noche. Me afeité, me
duché, me puse guapo y me fui al bautizo de la niña de un amigo mío que ya se
llama María del Carmen (la niña, claro), como su madre. Por la tarde alquilé el
vídeo de la reciente versión de Lolita
y, a eso de las ocho, empecé a sentir más arriba del estómago ese acceso de
mala leche que a los que tenemos la increíble suerte de tener un trabajo fijo y
una nómina estable nos suele dar todos los domingos a eso de las ocho, porque
es a eso de las ocho cuando ya percibimos la terrible asechanza de otro lunes
con sus leyes.
El lunes, 13 de diciembre, estuve de
mal humor durante toda la mañana, hasta que caí en la cuenta de que el mal
humor no me lo producía el hecho de que fuese lunes, sino la mala conciencia de
saber que tenía que presentar este acto y que, a falta tan solo de unas horas,
no había escrito ni una triste palabra que justificase mi multiplicado
compromiso: compromiso con la poesía de Antonio Marín Albalate, que ha ido
ganando con el tiempo como dicen que le ocurre al buen vino; compromiso con la
poesía de Juan Acebal, autoexigente y matemática hasta llegar a la sangre, si
hace falta; compromiso con esa amistad que a ellos les ha llevado a contactar
conmigo y a mí a responder que sí quiero acompañarlos en este acto; compromiso
con un proyecto editorial tan rejuvenecedor y encomiable como este de Nausícaä;
y compromiso sobre todo conmigo mismo, no por mí, que no soy nadie, sino por
mis padres, que me enseñaron a cumplir mis promesas y a no prescindir de lo
bueno que mis padres me enseñaron.
La tarde del lunes (esto es, ayer
por la tarde) volví a leer los versos de Juan y los versos de Antonio,
intentando, ya sí, no ser un mero lector de poesía, sino un lector de poesía
que tiene que hacer de presentador y dar alguna pista sobre el calibre poético
de estos versos sin que me traicione la lógica benevolencia de quien, además,
presume ser amigo de los autores de los versos. Pero no conseguí anotar nada
digno; más aún, mi conciencia se rebelaba contra cualquier intento de disección
de unas imágenes que se muestran en sí mismas, por sí mismas, y que emergen ya
desde la felicidad intuitiva de esos títulos: Donde acaba el horizonte, Al
sur de la luna. Al sur de la luna
y Donde acaba el horizonte superaban
cualquier palabra que yo pudiera emplear para aprehenderlos, no porque no haya
palabras o yo no sepa encontrarlas (basta con abrir el diccionario), sino
porque siempre he pensado que de los versos que nos gustan lo único que estamos
autorizados a decir es eso, que nos gustan, y quien quiera darse por aludido
que acuda a ellos y descubra si su gusto coincide o no con el nuestro. Cualquier
disección es una especie de crimen, aunque se haga con fines muy honestos y muy
benéficos, pero la disección del objeto artístico no tiene otro fin que el
apropiarse mefistofélicamente del secreto, de la exquisita alquimia que algunos
seres elegidos (llámense poetas, músicos o pintores) están llamados a fraguar y
a transmitir con el barro artesanal de sus manos. Todo lo demás es carroñería
literaria, y lo dice alguien que está destinado a diseccionar literatura todos
los días de lunes a viernes, hasta el jubiloso día de la jubilación.
Hoy, martes, 14 de diciembre,
finalmente me he dicho: Pedro, son las cinco menos cuarto y tu actitud no tiene
disculpa; así que siéntate ahora mismo y escribe lo que se te ocurra para
acompañar a tus amigos en el acto de esta noche. Y me he sentado. Y he empezado
a escribir lo que ya me han escuchado. Y ahora veo que quizá me estoy
extendiendo demasiado sin haber llegado a ninguna parte, o quizá con la
intención consciente de no querer llegar a ninguna parte que no sea la
constatación de lo que yo ya sabía, porque yo ya había leído otros libros de
Antonio Marín Albalate y había leído otros libros de Juan Acebal: la
constatación de que en esta época nuestra tan nutrida de imposturas y de
pretendidos y pretenciosos vates, es casi un milagro encontrar dos voces como
la de Antonio y la de Juan, dos voces que por supuesto han bebido de otros
poetas y se han alimentado de ellos, pero dos voces que no se conforman con
repetir el eco de sus lecturas, y dos voces que podrán gustar o no gustar, pero
a las que no se les puede negar el valor de seguir arriesgando en su solitaria
búsqueda de la Palabra
única, de la Palabra
con mayúscula que es la materia de la verdadera poesía.
Juan me exigió que no fuera
demasiado alabancioso, y yo no voy a serlo, no porque él me lo exigiera, sino
porque no es mi estilo, y él y Antonio y quienes me conocen lo saben. Solo
quiero añadir que la poesía es para leerla y hacerla tuya si la necesitas (como
dice el cartero de Neruda), y los poetas son para olvidarlos cuanto antes,
porque la mayoría de las veces los poetas ensucian, ensuciamos, con nuestras
dosis respectivas de falsa modestia o de real inmodestia, ensuciamos, digo,
esos renglones que escribimos con la vana pretensión (toda pretensión es vana,
de acuerdo, pero en arte, además de vana, es pretenciosa) de que justifiquen y
demoren nuestra existencia fugaz y casi siempre indecorosa. Y como no me gusta
usurpar protagonismos, aprovecho para felicitar a los autores por sus poemas y
a Nausícaä por ser el instrumento de su divulgación; y a ustedes, a vosotros,
os pido mil disculpas por el tiempo que os he robado con la excusa fenomenal de
la Poesía.
[ 3 ]
A MARCELINO MENÉNDEZ, POR SUS VERSOS
Prólogo a
Carrusel de poemas, Editorial Azarbe, Murcia, 2006.
Escrito el 28 de
febrero de 2006
Entre las pocas convicciones que sustentan mi
trasiego íntimo por el ámbito de los libros y la literatura, quizá la más
innegociable de todas sea mi descreencia radical respecto de la utilidad
objetiva de los prólogos. Más aún, entiendo que las narraciones y los poemas
que colman de luz nuestras humanas soledades debieran nacer, por decreto,
huérfanos de padre y madre, porque ese padre y esa madre y también el inopinado
padrino que circunstancialmente los arropa y los bendice -sin quererlo, sí,
incluso con la mejor de las intenciones- están hurtando a la literatura su ser
verdadero, esto es, su vocación libertaria y libertina, y de paso limitan y
pervierten el supremo don de soberanía en su enjuiciamiento estético que
requiere el buen oficio de lector.
Así pues, estas palabras preliminares de este
prologuista ocasional no caerán en la común tentación de ponderar con la
acostumbrada benevolencia del caso los magníficos versos del excelente volumen
que el lector (avisado o no) tiene ahora en sus manos. Sostengo, y a menudo lo
repito en petit comité, que todo afán, si obedece a un estímulo creativo y
propende a glorificar un estilo o una estética, merece ya de entrada nuestro
respeto; pero cuando tal afán cristaliza en la persecución de las palabras de
una lengua para que estas palabras y esa lengua declaren y expresen las
emociones, los sentimientos y las ideas que nos definen como lo que somos o
queremos ser -como seres humanos, nada menos-, entonces a mí se me antoja que
esa es la fórmula más excelsa que conozco de coronar la travesía de la vida, de
cualquier vida, y de tocar, en parte, el corazón de su sentido.
El poeta Marcelino Menéndez ha alcanzado esa
regia virtud -rara, minoritaria, hasta no ha mucho repudiada- a una edad en que
tantos hombres y tantas mujeres de nuestro país dilapidan las hojas de su otoño
jugando a la brisca y al parchís en los intitulados centros de mayores, o
metiendo una moneda tras otra en la tragaperras melodiosa de la esquina, o
agonizando de recuerdos y de olvidos delante de un triste televisor
crepuscular, o viajando de balde para ver al fin la
Santa Cruz de Caravaca y las playas
enfermas de Benidorm o Torrevieja. Miro a Marcelino Menéndez y comprendo que se
ha hecho aún más hombre y más persona frecuentando las tertulias provincianas y
los recitales poéticos que nos regala a veces alguna institución pública, y
leyendo toda la poesía que poco a poco ha caído en el regazo cálido de su
inquietud inquebrantable, y probando él, por qué no, a descubrir como un
adolescente absorto la magia antigua de las palabras que todavía anhelan su
lugar exacto en el espacio de la página, esa inefable tentación que gozamos por
igual los poetas menores y los poetas mayores y medianos, llámense Walt Whitman
o Pedro López, Antonio Machado o Marcelino Menéndez.
Enhorabuena, amigo Marcelino, por la modesta
osadía de tu empeño dignísimo, y ojalá que los poemas que hoy divulgas en el
alegre recipiente que es el libro acierten a encontrar a su lector ansiado,
nuestro gemelo, ese ser sin rostro que se confabula en el afán de los artífices
para terminar arrebatándoles la verdad intransferible que subyace en cada
verso.
[ 4 ]
EL FINAL DEL
PRINCIPIO
Epílogo a La locomotora (revista del IES
Mariano Baquero
Goyanes), nº 1, junio 2006.
Lector,
has llegado con nosotros al final del primer viaje de esta locomotora nuestra
que hemos dado en llamar, no por causalidad, La locomotora.
Cuando
iniciamos la travesía, allá por el mes de diciembre de 2005, albergábamos todas
las incertidumbres y todas las ilusiones que caben en el corazón de los
espíritus emprendedores. Sabíamos que no iba a ser fácil que fructificase un
proyecto de revista tantas veces esbozado y tantas veces suspendido durante los
tres lustros que ya hace que el instituto Mariano Baquero vigila desde su
atalaya de ladrillo el paso de los trenes que van y vienen con su cotidiano
traqueteo y su silbato esporádico. Así que desde muy pronto, desde el instante
originario en que los compañeros del Departamento de Lengua Castellana y
Literatura dieron su aprobación y comprometieron su entusiasmo, La locomotora se convirtió para mí en un
reto personal de proporciones inverosímiles; reto que más adelante, informados
los jefes respectivos de los distintos departamentos didácticos, se tradujo en
la esforzada fe de un grupito de tres personas -no me resisto a darles nombre:
Pepe Mula y Paco Cánovas, pues el tercero es quien esto firma- motivadas por
una extraña complicidad; personas que al fin se han sometido a la inercia
irreprimible de toda una comunidad educativa que, así lo hemos experimentado,
estaba necesitada de este vínculo de papel y de tinta para renovar, con él y en
él, tanto su identidad como el legítimo orgullo de pertenecer no a un centro
cualquiera, sino exactamente al Mariano Baquero de Murcia, ya sabéis, ese que
queda junto al paso a nivel en el número 88 de Torre de Romo.
Una
revista no surge de la noche a la mañana, y precisa de la generosa implicación
de muchas almas y voluntades, pero también de muchas manos hacendosas. Nuestra
idea, desde los albores, fue procurar que La
locomotora sirviese al más elemental principio de la antigua pedagogía,
cual es el natural encuentro y entendimiento entre el profesor de la materia y
su grupo de alumnos. Por eso, en la medida de lo posible y salvando nuestra inexperiencia
en estas lides, se ha evitado la apropiación de las páginas de la revista por
parte del profesorado, y se ha recomendado en todo momento la colaboración real
entre aquel grupo de alumnos y aquel profesor suyo que habría de indicarles el
camino a seguir entre los raíles. Porque -ahora lo sabemos- una revista es un
viaje con muchas ventanas y con muchas paradas, con muchos túneles también, con
muchas llamadas a esos viajeros despistados que sin embargo no debieran
perderse este tren, con muchos andenes como páginas donde poder sentir la
nostalgia anticipada del que parte y la impaciencia creciente del que espera. Y
una revista es sobre todo la confortable certeza de un vagón que a nadie
excluye y que compartimos eventualmente con otros, o de una hilera de vagones
que se suceden en la común esperanza de alcanzar la alegría de su destino.
En mi
nombre y en el de los dos profesores arriba citados -solía decir el abuelo que
con tres patas se hace un banco-, quiero manifestar nuestra gratitud a todos
los alumnos, profesores y demás miembros del IES Mariano Baquero Goyanes que de
algún modo se han implicado en la forja de esta primera salida de La locomotora. Confiamos en que,
conforme vayan pasando los años y los cursos en el calendario inexorable, y a
la par que ellos también las personas que les dan voz y sentido, este número
uno se consolide en la memoria como una bonita referencia en el horizonte
inequívoco de su largo y venturoso viaje.
Que
así sea.
[ 5 ]
EN BUSCA DEL BELÉN ORIGINAL
Prólogo a En
busca del belén original, de José Rogelio Fernández Lozano
(en Teatro
infantil y juvenil, vol. 4, Ayto. de Moratalla, 2007).
Escrito el 31 de enero
de 2007
No hay verdadero teatro sin su pizca esencial
de didactismo; y no hay mejor pedagogía que la que se hermana en un tronco
único y definitivo con el gozo de los sentidos. Algo así, o parecido, debió intuir
el clásico cuando pensó y desarrolló la dualidad del docere/delectare, esto es,
del enseñar deleitando o viceversa. Y algo no muy lejano de esta premisa es lo
que de fijo habrá observado el entrañable José Rogelio, autor de esta pieza,
antes de ponerse a escribirla con la inocente vocación de un niño, pero también
con los ojos consecuente del indudable adulto.
En busca del belén
original se sirve
de las figuras del Belén como símbolo primario del ser y del sentir cristianos,
y de ahí nos lleva hacia una reflexión cabal, cercana y rotunda, a propósito
del tortuoso derrotero que ha seguido la celebración de la Navidad en las sociedades
más modernas, hasta desembocar en la consabida falacia del mercantilismo sin
escrúpulos. La obra se estructura en seis escenas, marcadas cada una (salvo la
primera, que plantea el leve conflicto mediante aplazamiento del villancico)
por la irrupción en el Belén de algún elemento que le es extraño, casi
antitético, significado sucesivamente en los mundos prototípicos de la moda, de
la política, de las finanzas y del consumo. Hay anacronismos superpuestos que
sin embargo ayudan a interpretar el alejamiento de aquel Belén fundacional; hay
guiños sarcásticos que rozan lo grotesco en la caricaturización de los
políticos contemporáneos; hay una exposición crítica del suculento negocio en
que hoy en día hemos convertido todo aquello que, en su raíz, no fue sino la
conciencia serena de la paz interior y el alegre encuentro con nuestros
semejantes. En la escena final regresan, ya reconvertidos y arrepentidos por la
propia fuerza de la tradición o de la fe, el modisto, el político, el rico y el
comerciante; mientras que el epílogo cierra en clave de happy end, con el
certero mensaje en que se condensa la anécdota: esto es, que el auténtico Belén
no es sino “esperar con gozo y alegría la venida del niño Dios”. Es, pues, el
momento de que el Pobre (no podía ser otro el que asumiera ese rol) consiga
cantar su sincero villancico, tantas veces aplazado.
De nuevo, el teatro ostenta la sabia potestad
de reconciliarnos con nuestras verdades más íntimas y, vigorizando los valores
en que se sustenta y cifra nuestra especie, nos hace más humanos, nos hace más
nosotros, nos hace más personas.
[ 6 ]
SOREN PEÑALVER EN EL INSTITUTO
Leído en el IES Poeta Sánchez
Bautista
(Llano de Brujas, Murcia)
una mañana de marzo de 2009
Presentar a nuestro invitado de hoy es un grato
atrevimiento, y es, al mismo tiempo, una temeridad, porque tanto la sencillez y
amabilidad de su persona como su profunda dimensión intelectual y artística son
de sobra conocidos en los ambientes literarios de Murcia. Así que no me voy a
extender.
Soren Peñalver es un poeta de formación
autodidacta, que se ha ido haciendo a sí mismo. Su curiosidad y su búsqueda de
la novedad en la poesía y en el arte no tienen fecha de caducidad, permanecen
indemnes a través de los años, pues continuamente sigue descubriendo nuevos
libros y autores en culturas a veces muy lejanas de la nuestra –libros y
autores que luego nos ofrenda generosamente a los asiduos lectores de su página
semanal en el diario La
Opinión.
Uno de los mayores méritos de Soren es su
autenticidad, es decir, la sensación que uno tiene de que cuanto dice y escribe
está impregnado de verdad y de vida, de una vida –la suya- que ha transitado
por los parajes de la Grecia
antigua, o por el exotismo inigualable de su amada Turquía, o por el paisaje
vaporoso y decadente de la puritana Inglaterra. Porque Soren es, sin duda, el
autor más cosmopolita, más abierto al mundo y más integrador de las diferentes
culturas, de cuantos circulan hoy por las calles y plazas de Murcia, y lo es
porque desde sus primeros años supo aceptar la diversidad como riqueza, o como
un don de la inteligencia, y porque sabe muy bien que ante esa diversidad que
nos caracteriza, al ser humano solo le queda un camino sensato, que es el
camino del respeto y la tolerancia.
Soren Peñalver, por todo lo dicho y por lo que
él va a deciros dentro de unos momentos, es ya un personaje imprescindible de
nuestra identidad regional, una presencia muy próxima que siempre estará ahí
para ayudarnos a salir de nuestro ensimismamiento provinciano y a recuperar el
trato con la belleza de lo extraño, con la singularidad de lo exótico. Sí, es
un personaje, pero por encima del personaje estará siempre la persona: un
hombre de carne y hueso que irradia sensibilidad y que allá donde vaya se
pondrá del lado de los oprimidos, de los marginados y de los vencidos en esa
incansable búsqueda de la belleza a través de las palabras.
Aquí tenéis, pues, a quien desde hoy se
convertirá en una referencia para aquellos de vosotros que ya albergáis algunas
inquietudes en la poesía y en la literatura. La charla comienza ahora, pero
tratándose de Soren Peñalver nunca se sabe cuándo ni cómo acabará, porque él es
uno de esos seres maravillosos que siempre parece estar llegando y nunca se va
del todo.
[ 7 ]
SOBRE PALABRAS QUE CUENTAN
Leído en Murcia, el 30 de abril de 2013
Buenas noches a todos los protagonistas,
sean héroes o antihéroes o lo que se sitúa entre ambos extremos; y buenas
noches también, sobre todo, a los personajes que saben asumir su destino de
secundarios, y al vasto grupo de figurantes que en algún momento han sido o todavía
son parte de esta historia de la que ya se han escrito veinticinco capítulos y
que cobra nombre de instituto de enseñanza, de enseñanza pública.
Entre todos los que, de una u otra forma,
desde este o desde el otro lado del atril, hemos sido llamados a colaborar con
nuestra presencia o incluso con nuestras palabras en el desenlace de este acto
institucional, conmemorativo, y más o menos solemne, entre todos ellos, digo,
me temo que ha sido precisamente a mí a quien le ha tocado lidiar la faena más
desfasada, la más anacrónica de cuantas se han previsto.
Sí, no exagero: he subido hasta aquí para
anunciar el feliz alumbramiento de un nuevo libro, o lo que es lo mismo, he
ascendido a este estrado para presentar al público algo que a mí nunca dejará
de sorprenderme, una cosa rectangular, de hechuras delicadas y de un peso tan
leve que puede sostenerse sin esfuerzo en la palma de la mano, un artefacto
confeccionado con finas tiras de papel (que llamamos páginas) en cuyo interior
se suceden ristras paralelas de signos (que llamamos renglones) y provisto de
una bonita cubierta, suave al tacto, que se dobla por el lomo para que destaque
una portada en la que se postula un título (Palabras
que cuentan) y en la que excepcionalmente se admite el generoso soporte de un
subtítulo (en nuestro caso, Concurso de
Cuentos IES Mariano Baquero, 2002-2012).
He dicho que mi faena resultaba ser un
suceso anacrónico, y he dicho bien. Sé que el mero intento de presentar un
libro, esto es, de anunciar un volumen que se construye a base de papel y de
tinta y de un porcentaje incalculable de fantasía, empieza a ser un empeño del
pasado en estos tiempos de novedades informáticas y de ingenios digitales; así
es, un curioso anacronismo cuyo vaticinio sabrá reconciliarse con el futuro inevitable
a la vuelta de muy pocos años, tal vez menos años de los que la antigua legión
de los lectores más románticos nos atreveríamos a sospechar. Seguirán
escribiéndose historias porque no faltarán talentos con imaginación para
escribirlas, y seguiremos leyéndolas porque las necesitamos para saber y sentir
nuestra naturaleza humana; pero el libro, tal como lo hemos conocido hasta hoy,
desaparecerá irremediablemente, y poco a poco lo iremos remplazando por otros
formatos acaso más prácticos, y entre las evocaciones de los más nostálgicos y
las rarezas de los nuevos coleccionistas, al fin lo terminaremos relegando en
nuestra memoria y triunfará como reliquia en los desvanes del olvido.
Me he tomado la libertad de deslizar este
guiño apocalíptico sobre la actual cultura que fundó su reino en el universo de
los libros, pero no por ello faltaré a mi palabra de presentar, aquí y ahora,
este espécimen nuestro, tangible, que me he comprometido a presentar pese a su
gradual (y me temo que irreversible) proceso de extinción.
Así pues, señoras, señores, estimado
público: bienvenido sea Palabras que
cuentan, título de la antología de relatos que reúne, en sus 194 páginas,
una década completa de historias originales que han ido mereciendo, curso a
curso, la distinción del jurado en el certamen literario que convoca el
Departamento de Lengua Castellana y Literatura del IES Mariano Baquero Goyanes,
para alumnos de la ESO,
de Bachillerato y de Ciclos Formativos, matriculados en cualquier instituto de la Región de Murcia. Debemos
resaltar en esta aventura editorial el afán altruista, desinteresado, por amor
al arte, de unos cuantos profesores hoy ya jubilados, y debemos insistir
asimismo en el protagonismo absoluto de los jóvenes autores cuyos textos se
recogen aquí y también el de aquellos otros que se quedaron en el camino de las
deliberaciones. El resultado de esta empresa compartida nos confirma en la
antigua convicción de que la creatividad hay que provocarla, de que el
incentivo de los talentos no cuantificables como contenidos objetivos de un
currículo es sin duda un pilar básico en el arduo proceso de
enseñanza-aprendizaje que se origina en las aulas.
El volumen, por cierto, incorpora uno de
esos prólogos que, sin que sirva de precedente, no conviene saltarse, pues se trata
de una reflexión lúcida y entrañable, al tiempo que una lección magistral sobre
el género cuento y sus derivaciones teóricas, a cargo del profesor Abraham
Esteve, alguien que tuvo la fortuna de disfrutar del magisterio y la proximidad
humana de Mariano Baquero Goyanes, don Mariano, aquel maestro de tantas
generaciones de filólogos del que toma su nombre, y con él su contrastado
prestigio académico, el centro de enseñanza, de enseñanza pública, que nos
vincula.
Precisamente con un fragmento de Baquero
Goyanes, extraído de un artículo de 1962 que tituló La educación de la sensibilidad literaria, me apetece concluir esta
breve intervención, porque entiendo que viene muy a propósito para subrayar la
importancia que el ejercicio de la docencia alcanza a la hora de acunar y
potenciar en los jóvenes sus inclinaciones literarias, sea como meros lectores
o, en el caso del libro que nos ocupa, como precoces escritores que en esta
publicación ven recompensados su talento y su esfuerzo.
Cito:
Un
buen gusto literario instintivo es capaz de reaccionar contra falseamientos e
imposiciones. Pero a determinadas edades, en sensibilidades jóvenes y
vacilantes, la responsabilidad educadora es grande.
Creo
que todo profesor de literatura ha conocido o conoce casos de estudiantes en
los que se percibe algo así como el aprisionamiento de su sensibilidad
literaria, encerrada en caminos que en un tiempo se le prefijaron y de los que
ya le resulta difícil salir. Me parece que ha de ser misión del educador
aumentar y ensanchar esos caminos, hacer que las posibilidades de reacción de
la sensibilidad del alumno crezcan de día en día, en vez de limitarlas o
recortarlas con prejuicios.
Y más adelante:
Resultará
siempre muy difícil ganar a un estudiante para la lectura y el goce de una obra
literaria si el profesor no está también ganado de antemano por ella. Rara vez
podrá lograrse un impacto y una vibración en la sensibilidad del escolar
provocadas por una lectura si esta no los ha conseguido asimismo en el
profesor. […] Es desde la capacidad de entusiasmo del profesor desde donde ha
de conquistarse la atención del alumno. Entre la mirada de este y el texto
literario se encuentran, encarnadas en el cometido del profesor, el riesgo y la
belleza de una de las más difíciles etapas de la educación: la de la
sensibilidad del hombre, es decir, la del más delicado sector de su espíritu.
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