Nunca
más: eso me había dictado mi orgullo apenas ocho años atrás, aún reciente la
experiencia paradójica (o agridulce, esto suena más castizo) de aquel pregón en
el que vertí unas cuantas verdades incómodas con motivo de las fiestas
patronales de mi pueblo. Pero cuando se te viene a buscar en persona, sin ceder
a la neutralidad quirúrgica de un teléfono, y cuando a tu negativa y a tus
reparos iniciales se te responde que no, que si te han elegido ha sido a
sabiendas de que tú no tienes pelos en la lengua y harás un discurso honesto
para decir honestamente lo que te dé la real gana, entonces tus propósitos más
firmes se hacen un nudo de vanidad en la garganta y no encuentras otro remedio
que aceptar el honor y ponerte en ese mismo instante a indagar en los recuerdos,
a reordenar en tu memoria las vívidas imágenes de tu infancia y de tu
adolescencia y de tu juventud moratalleras, a pensar las palabras precisas que
quieres hilvanar para que una a una fructifiquen en ese texto que será leído de
pie, con micrófono y atril, en solemne acto, frente a varios centenares de
paisanos. Esta vez no hubo desafectos, y esta vez los de la Asociación de
Tamboristas agradecieron el trabajo e incluso nos llevaron a celebrarlo y no
olvidaron publicar aquel pregón en un lugar destacado de su revista.
PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE
MORATALLA
Leído en marzo de
2004,
en el Teatro Trieta de Moratalla
Confieso que presentarme hoy aquí,
ante ustedes, para pregonar la inminencia en el calendario de la Semana Santa de
Moratalla -mi Semana Santa, nuestra Semana Santa- supone ya, de entrada, un
gesto de atrevimiento por mi parte, o acaso una dulce temeridad, pues comprendo
que las raíces festeras y las tradiciones ancestrales de un pueblo como este,
que por fortuna todavía se sabe, se quiere y se siente pueblo, son tradiciones
y raíces que no necesitan de pregonero que las pregone, son tradiciones y
raíces que se pregonan por sí mismas, cotidianamente, en el día a día de su
vivir pausado y en el talante innegociable y en la idiosincrasia de esas gentes
-ustedes, nosotros, nuestros hijos, los hijos de nuestros hijos- que,
generación tras generación, hacen y hacemos posible la restauración casi mágica
de su misterio imponderable.
No obstante, consciente de que no me
será fácil expresar y decir con palabras de este mundo lo que nuestra Semana
Santa ha significado y sigue significando aún para muchos de nosotros, para
quienes la hemos mamado en el sentido más noble del término, he de admitir
desde un principio que me siento en deuda con el grupo humano que constituye la
actual Asociación de Tamboristas, y en particular con aquel o aquellos que
hayan podido indagar mi nombre y sus circunstancias, y que lo han propuesto y
lo han designado al fin entre el de tantos candidatos y candidatas tan valiosos
y valiosas como pueda serlo yo: sinceramente, no es falsa retórica reconocer,
aquí y ahora, que cualquier moratallero y cualquier moratallera, cualquiera de
ustedes que me escucha, cualquiera que haya notado alguna vez cómo se le
erizaban los poros de la piel al paso de un nazareno dispersando su redoble por
una callejuela del pueblo, cualquiera, insisto, es digno de ocupar este sitio
de honor, y cualquiera está legitimado para cubrir las exigencias de este papel
que hoy, a mí, se me encomienda.
Así que asumo el reto desde la
humildad de mi persona, pero también, por qué no, recojo el testigo orgullosamente,
gratificado de antemano por la distinción que se me hace y que yo jamás esperé.
Confío en que la modestia de mi ciencia y la pequeñez de mis argumentos no
desdore el brillo y la solemnidad de este acto que ya se dibuja como pórtico
institucional de un rito colectivo, compartido, con el que cada año, cada doce
meses, todos los moratalleros recobramos sensaciones que nos pertenecen desde
que nacemos y que nos unen hasta que morimos, porque es en esas sensaciones
comunes donde precisamente se afianza nuestra cultura de pueblo, y donde se
explican asimismo nuestras razones y nuestras sinrazones, nuestros encuentros y
nuestros desencuentros, nuestro ser y nuestro no ser; en definitiva, es ahí
donde hemos de buscar y tratar de entender el código genético de nuestra
identidad moratallera.
Suele decirse que no hay verdadera
fiesta sin víspera de la fiesta, y en el caso de la Semana Santa de
Moratalla este es un principio que se cumple con creces, pues nos consta que
durante varias semanas -digamos meses- no son pocos los que dedican sus mejores
afanes y desvelos a la puesta a punto del primer y casi exclusivo protagonista
de la fiesta: el tambor. No en balde, y no por casualidad, entre nosotros lo
corriente es preguntarnos, por ejemplo, en qué fechas caen este año Los
Tambores, o resaltar con júbilo que ya falta muy poco para Los Tambores, o
soñar con que les haga buen tiempo a Los Tambores; y es que -vale afirmarlo
así, y que nadie se moleste- la
Semana Santa de Moratalla no es sino la Fiesta de los Tambores,
siempre lo fue, siempre lo ha sido, y nuestro modo particular de celebrarla
conserva, a mi juicio, un lejano regusto carnavalero que ni siquiera nos
emparenta con las decenas de pueblos del Bajo Aragón, del Levante o de la Andalucía Oriental
que, como el nuestro, también hacen sonar sus tambores.
En cuanto al nazareno, tampoco el de
Moratalla es como los demás, ya que ni se subyuga a la comparsa ni cede casi
nunca a la uniformidad del grupo, sino que se revela ante el mundo
absolutamente consciente de su estampa altanera, generoso en gestos, soberbio,
ufano de un inopinado privilegio que a menudo se traduce en reto: reto a la
autoridad, reto a la fortaleza física y a la resistencia, reto a los recovecos
del destino, reto al propio concepto de la vida. Contra lo que algunos
entendidos dicen entender, yo no creo que se trate aquí de emular la pasión de
Cristo, representada en el sacrificio a veces cruento de cargar con un tambor
durante horas y días; antes bien, nuestro nazareno adopta y consume un perfil distorsionador
y altivo al propio tiempo, en el que no se atisba ocultación ni voluntad de
anonimato. Con capirote de cartón en punta o sin él, mostrando o no el rostro,
nuestro nazareno gasta una figura insólita y sin duda pintoresca para quienes
nos visitan, un cuadro en discreto coqueteo con la extravagancia de las formas
que se cubre de oropeles paganos y de retales y de perentorias insignias que en
poco o en nada participan de la pretendida espiritualidad que se gestiona en
estas fechas.
Frente a la sobriedad del culto
cristiano que emana de los templos; frente al efectismo pasional que se incauta
del paso riguroso de los cofrades en procesión; frente a la mística y al
recogimiento devoto y a la paradójica parafernalia con que se escenifica muchas
veces el martirio y la crucifixión de Cristo; frente a la espectacularidad de
los desfiles que se suceden estos días bajo acordes fúnebres en tantos pueblos
y ciudades de España; frente a todo eso, aquí, en Moratalla, en el pueblo que
nos vincula, lo que se adivina y se vive es otra cosa bien distinta. Aquí, en
Moratalla, me parece a mí que obedecemos a la glorificación del exceso y a la
celebración sin concesiones, y lo hacemos mediante una fórmula particular,
vitalista, consagrada a una estética donde se apuesta por lo informe y donde
triunfa lúdicamente una modalidad del caos. Aquí, pertrechados en nuestro
antiguo individualismo y sedientos de anarquías sensitivas, renunciamos al
lucimiento corporativo de una imagen procesional y a sus aristas cortantes, apolíneas,
y trocamos todo ello por el desacuerdo que impera en la confección de túnicas y
capirotes y en la forma de llevarlos, y por supuesto lo trocamos por el libre
albedrío de nuestro toque, de ese toque característico que nos distingue
dondequiera que vamos con nuestros tambores y que se constituye -insisto- en
una suerte de homenaje colectivo al estatuto soberano del caos, un caos
armónico -si se admite decirlo así-, un caos resuelto a medio camino entre la
música y el ruido, mas sin someterse a uno ni a otra, un caos dignificado en
una especie de limbo del sonido donde nunca falta el ritmo, ni la secreta
cadencia, ni la pausa oportuna, y donde la suprema habilidad del buen redoble
juega con la intensidad en altos, medios y bajos, y con los tempos lentos y
rápidos, hasta cautivar cuerpos y almas con una embriagadora espiral que
centrifuga cuanto alcanza.
Dije que no hay fiesta grande que no
tenga sus vísperas, y he de añadir que las vísperas de los tambores duran lo
que dura el proceso artesanal de fabricarlos, desde que las pieles se ponen a
remojo y se afeitan y se ajustan al cerquillo y se dejan secar, hasta que la
más o menos reciente novedad de los tornillos da el último apretón, la última
vuelta. Y, si hablamos de vísperas, no quiero pasar por alto para ustedes que a
mí, al pregonero de esta noche, me vinieron a nacer justo en mitad de un mes de
enero, en una calle de nombre Palomar Bajo, y resulta que -por el favor
inescrutable de ese destino que al redactar estos párrafos se me antoja
profético- en esa misma calle, a tan sólo unos metros de mi puerta, tenía
instalado su taller de tambores el Antonio El Belenes, en un recinto bajo que,
si bien recuerdo, era propiedad del Pepe del Motocarro. Así que, puesto que vi
la luz con quien me la dio -mi madre- a eso de la media tarde, no es
descabellado conjeturar que los primeros sonidos que me brindó la vida fueron
probablemente los de algún redoble extraviado en los laberintos de mi
desmemoria. Dicho de otro modo: yo cumplí mis primeros meses y mis primeros años
olfateando la promesa cercana de las pieles de cabra y de las pieles de oveja,
y fui creciendo sin apenas darme cuenta en ese ambiente próvido de chimenea de
leña y de patata asada y de bota de vino que a los críos nos mandaban a reponer
en cualquier bar, y se me fueron acostumbrando las orejas a las voces cascadas
y a las toses rancias de nicotina de aquellos hombres que entonces me parecían
enormes y que se pasaban noche tras noche, entre porrazo y porrazo al tambor,
hablando en su jerga de cerquillos, cordeles, aros, cajas, bordones, tripas,
llaves, vueltas, cinchos, palillos, etc.
Poco más tarde -yo ya tendría seis o
siete inviernos- El Belenes trasladó sus arreos a la antigua casa del Tío
Tieso, pegada pared con pared a la nuestra, y en torno a ese local de módicos
atardeceres prosiguió el trasiego diario de gentes que venían a dejar sus
viejos tambores o a encargar otros nuevos, y que luego volvían para verlos ya
armados y apretados, y para probarlos entre trago y trago y casco de patata
asada, y para llevárselos de aquella calle Palomar Bajo que hoy no puedo menos
que mitificar para ustedes, una calle que los muchachos de aquel entonces
colonizamos y poseímos casi con atrocidad compulsiva, palmo a palmo, de luz a
luz, ávidos y libres y despreocupados como sólo los muchachos de aquel entonces
podíamos y debíamos serlo. Recuerdo el dibujo exacto de cada fachada, los
balcones, los escalones, los zócalos de grava y cemento, los callejones a
oscuras, los surcos de la lluvia en la tierra. Lo recuerdo todo, sí, con esa
necia nitidez emotiva que solo de vez en cuando se impone y reverdece en la
memoria cansada del adulto, de este adulto en el que evidentemente ya me he
convertido. Cierro mis párpados y puedo aún distinguir el trecho desde el Poyo
Rastrojo al Poyo de La Morena,
y si los mantengo cerrados un momento desfilan ante mí los sucesivos rostros de
un ayer marchito que se grabaron para siempre en mi retina de niño y que han
sobrevivido perezosamente en cada uno de sus nombres con artículo y también,
cómo no, en cada uno de sus apodos, para que hoy, aquí, en esta velada
propicia, aquel que entonces fui sienta la necesidad de rescatarlos para
ustedes de las fauces feroces del olvido: el Tío las Coles, el Juan Domingo y la Ramos, el Ángel el Cabañil y
la María la
Feliciana, el José el Chole y la
María de la
Posada, el Juan el Zapato y la Dolores la Virgen, la María Jesús del
Candelo, el Pepe el Peña y la
Sacramentos, la
María del Rojo, la
Morena, el Manolo o la Juana la Gaspara; y también familias enteras que
se fueron ampliando a la par que la mía, como aquella del Bautista, o la del
José el Vici, o la del Jesús del Llano, o la de la Carmen del Picante, o la
del Pepe el Roto. Es sorprendente pero los recuerdo a todos, y sus ojos de
entonces me miran como si no hubieran pasado ya treinta años, quizá porque
todos y cada unos de ellos han sido y han fijado la verdad íntima de aquella
calle que yo pisaba con voracidad de niño tímido, mientras El Belenes seguía
con el trajín de sus pieles y con el arreglo de sus tambores, y mientras los
números del almanaque discurrían sin tregua hacia la mañana del Jueves Santo,
de cualquier Jueves Santo.
Esa mañana Moratalla ve surgir poco
a poco a los nazarenos, que pintan sus calles y plazas con la cartografía
proverbial de un arcoíris dinámico, y Moratalla escucha esa mañana el rumor
creciente de oleadas de tambores en una sintonía de confusiones que finalmente
cristaliza en un amplio y legendario sonido. Mi primer y único tambor fue uno
de 35 centímetros,
de cordel, que mis padres me compraron sin haberlo pedido, junto con una túnica
granate, de costuras y botones amarillos, que me hizo una modista de la calle
de Santa Ana. Aquel 35 de cuerdas lo toqué durante muchas temporadas, y le
rompí más de una piel en aquella misma calle donde sucedió mi infancia, entre
el estruendo ensordecedor de otros muchachos y los ecos que nos atronaban desde
las dos plantas con balcones del Belenes. Otras veces me aventuraba en
excursión con mi primo Fede, que ya en aquella época tenía su flamante 40 de
tornillos, y nos íbamos a la
Glorieta o a la
Plaza de la
Iglesia para regresar al rato sudando a mares y con amplias
ampollas en las palmas de las manos. Y así, yendo y viniendo, subiendo y
bajando con el tambor a cuestas, se nos pasaban las horas del Jueves Santo y
luego las del Viernes Santo, y casi nos daba pena que se acabara el Domingo de
Resurrección, porque sabíamos que, ya sí, había que desarmarlos hasta el año
siguiente. Y así, yendo y viniendo, subiendo y bajando con el tambor a cuestas,
pasó cada Semana Santa de nuestra niñez, y cada Semana Santa de nuestra
adolescencia y de nuestra juventud, hasta alcanzar a esta de 2004 que ya
tenemos en puertas y que -así lo entiendo yo- se resuelve en cada una de las
otras como el reverso mágico de una fotografía amarilla en la que de pronto
descubrimos que, lamentablemente, ya no somos los que fuimos ni están todos los
que estaban.
En fin, no quiero concluir sin agradecer de nuevo el que
se me haya brindado la oportunidad de recordar, para mí y para ustedes, esta
fiesta nuestra de los Tambores de Moratalla, y espero que la sinceridad y el
sentido tono de mis palabras contribuya, siquiera sea moderadamente, a pregonar
el genuino encanto y la excepcionalidad que destilan nuestras tradiciones. Sé
que la Semana Santa que hoy siento pertenece a otro tiempo y a otra calle,
acaso a otra persona que ni siquiera es ya quien les habla; pero sé también que
jamás volveré a recuperarla con tanta vehemencia y precisión como esta noche en
que, misteriosamente, puedo escuchar en la distancia los golpes secos y el
afanoso redoble de aquel niño en aquel tambor de 35 centímetros, de
cordel aún, que, extraviado en el desván de la nostalgia y en otros desvanes
que no digo, solían apretar cada año, año tras año, las manos curtidas y
diestras de mi padre.
Muchas gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario