A cualquiera de los profesores que impartía el Curso de Orientación Universitaria en el instituto Baquero Goyanes se le ocurrió aleccionar a las muchachas y muchachos de aquel año con un ciclo de charlas específicas en el salón de actos, espacio más solemne que el aula, para engordar las actividades de la semana cultural y contribuir, de paso, a conmemorar el centenario simbólico de aquella generación así denominada: del 98. La lógica imponía que ese toro lo toreasen los respectivos jefes de departamento –de Geografía e Historia, de Latín y Griego, de Filosofía, de Lengua y Literatura…-, compañeros más dotados y con más galones (puede que incluso catedráticos de pata negra, como les gustaba definirse para magnificar el trámite de su examen en Madrid), y también con más experiencia objetiva (esto es, con más trienios y sexenios en el arduo andamiaje de las jerarquías internas). Pero mi jefe de entonces se inhibió, no sé si porque le vendría grande la tal lidia, y tuvo la ocurrencia de cederle generosamente el capote a uno que pasaba por allí. Entre bromas y veras, me tomé la molestia de construir un texto desenfadado, un discurso en clave de humor con el que busqué la complicidad de un grupo humano que, a día de hoy, por desgracia, ya no suele circular por las mismas aulas del mismo instituto.
RAMIRO DE MAEZTU ET ALIA
Leído en el instituto Mariano Baquero
Goyanes, el 27 de marzo de 1998
Cuando se me propuso participar en este encuentro o simposio, más o menos académico y a la vez más o menos lúdico, a propósito de la conmemoración este año del primer centenario de la llamada Generación del 98, lo primero que pensé fue qué os podría yo contar sobre ese tema tan lejano y al mismo tiempo tan actual, qué podría yo decir que os resultase lo suficientemente interesante, y provechoso, y ameno, y así evitar que os aburrierais con esa solemnidad soberana con que se suelen aburrir los alumnos y las alumnas que acuden de vez en cuando, como vosotros y vosotras, a actos tan bienintencionados y solemnes como éste.
Después, ilusionado con la
perspectiva de subirme a una tarima y adueñarme de un micrófono –lo confieso: hice
este discurso pensando seriamente que tendría un micrófono-, y ser así, durante
unos minutos, el protagonista momentáneo de la sala, fui apuntando en mi
cerebro y luego en el cuaderno una serie de ideas que quizás se podían tratar,
mal que bien, a lo largo de una intervención que yo ya me quería imaginar
rebosante de frases inteligentes y de citas textuales muy floridas y muy
correctas, muy a tono con el motivo que nos reúne, citas extraídas para este
encuentro de libros escritos por esos magníficos escritores que la Historia de la Literatura, a la que le
encantan los encasillamientos y las etiquetas definitivas, suele agrupar bajo
el membrete teórico de ‘Generación
del 98’.
Anoté en aquel cuaderno, por
ejemplo, que me tendría que centrar tan sólo en los autores fundamentales de
ese grupo generacional, que son, como ya sabéis, don Miguel de Unamuno
(bilbaíno, y profesor de griego en la Universidad de Salamanca), don José Martínez
Ruiz, Azorín (emparentado con la ciudad murciana de Yecla), don Pío Baroja
(otro vasco, y, según se cuenta, solterón cascarrabias, pero de buen corazón),
don Ramiro de Maeztu (de quien nadie habla nunca), don Ramón María del
Valle-Inclán (eximio y lúcido y bohemio, no menos extravagante que el marqués
de Bradomín que él inventó) y, cómo no, el poeta don Antonio Machado (andaluz,
profesor de lenguas vivas, un hombre bueno en el buen sentido de la palabra).
Anoté con cierto arrebato en mi cuaderno algunas características que casi todos
los libros de texto y los manuales de uso suelen considerar comunes a todos
ellos, desde la sobriedad de su lenguaje a la voluntad antirretórica, desde el
pretendido cuidado de la forma al gusto por las palabras tradicionales y
terruñeras, desde la tendencia al lirismo en el ritmo de la prosa a la visión
del paisaje como trasunto del estado del alma.
Anoté y localicé y fotocopié para
tal fin algunos textos entrañables que yo recordaba haber leído hace años, y
que ahora, apurado por la urgencia de tener que prepararme este breve
discursillo para vosotros, regresaban oportunos a mi mente, y con ansias
renovadas. Así, señalé un fragmento de Baroja que muchos de vosotros conocéis
porque está en la novela El árbol de la ciencia, en concreto ése que
empieza con una frase definitiva y, al menos para mí, apabullante: “Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es
decir, de un absurdo completo”; recordé
también aquel otro de Valle-Inclán incluido en una página de Luces de
bohemia, donde define el concepto de esperpento sirviéndose de los espejos
cóncavos, deformantes, que al parecer alguien había puesto en el callejón más
felino de Madrid en el primer cuarto de siglo; y entresaqué alguna evocación
del paisaje, una de las muchas que brotaron de la pluma limpia y minuciosa del
más estilista de todos, que sin duda fue Azorín; y me embriagué de párrafos
donde Unamuno expresaba su terrible agnosticismo, su perpetua agonía de cristiano
que aún no sabe que lo es sin remedio; y, en fin, marqué un poema de Machado
para mí muy revelador, cual es el que le escribió a su buen amigo José María
Palacio, enfermo aquél de nostalgias primaverales, o ese otro no menos
conmovedor que le dedica a un olmo seco, a un olmo viejo, hendido por el rayo y
en su mitad podrido, al que, con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas
hojas verdes le han salido. De Ramiro de Maeztu no anoté nada porque de él
nadie habla nunca.
Anoté todo eso y algunas cosas más
que ahora me callo porque me ha dicho un pajarito que tenemos el tiempo
limitado, y no quisiera yo abusar de vuestra paciencia. Pero después, al cabo
de los días, revisando esos apuntes del cuaderno para ponerlos en orden y poder
redactar esto mismo que estoy leyendo ahora sin el micrófono que imaginé, caí
en la cuenta de mi ligereza, acaso disculpable, y me obligué a sincerarme
conmigo mismo (que es, como sabréis a su debido tiempo, la forma más cara de
sinceridad), y procuré, de paso, ser honesto con quienes fueran a escuchar
estas palabras.
No, me dije; no me va a ser posible
ensartar para un grupo de alumnos y de alumnas que ya me retan con sus bostezos
una retahíla de tópicos que conmemore y ensalce con dignidad a los componentes
dignísimos de esta generación literaria de 1898. Y no me va a ser posible,
entre otras cosas, porque yo nunca he creído en las etiquetas generacionales,
ni siquiera me acabo de tragar el concepto ése de ‘generación’ que,
aprendido de un tal Peterson (o Petersen, no recuerdo bien), anda por ahí en
boca de críticos sagaces y de catedráticos estupendos que repiten sin empacho
ésta y otras sagacidades de los críticos.
Es verdad que los señores Unamuno,
Baroja, Azorín, Valle-Inclán, Machado (Antonio) y algún otro como Maeztu (de
quien nadie habla nunca) coincidieron en una época histórica muy concreta y en
un país también concreto, y ya eso por sí solo, cuando hay talento y
sensibilidad y espíritu crítico, se basta y se sobra para reunirlos como a un
grupo de escritores merecedores de nuestro interés y de nuestro aplauso. Y es
verdad que todos ellos compartieron y padecieron esa crisis espiritual de
finales de siglo y que a menudo lamentaron la situación francamente lamentable
del país en el que les había tocado vivir, un país que nadie ha reflejado en la
pintura mejor que don Francisco de Goya y Lucientes, un país grotesco,
esperpéntico, un país de charanga y pandereta todavía viciado por delirios de
grandeza y por una plaga eterna de quijotes remolones, un país invertebrado, como
un poco más tarde lo llamaría con acierto el insigne Ortega, y un país que la
mirada de Baroja retrató con maestría irónica y con arrobas de desaliento en
muchas páginas de sus libros, también en el titulado El árbol de la ciencia,
ése que alguno de vosotros conoce tan bien gracias, sin duda, al buen oficio de
vuestros estupendos profesores.
En fin, que nadie se engañe: los
escritores ‘noventayochistas’ no son más ni son menos que extraordinarios
observadores de una época de decadencia de los valores patrios (porque, me
atrevo a decir hoy aquí, delante de gente autorizada, la decadencia es el
estado habitual de esto que denominamos España, y si alguno de vosotros lo
duda, ahí está la historia, la historia verdadera, la historia con minúscula,
la intrahistoria unamuniana, para corroborarlo). Todos ellos, más otros que
nunca se nombran pero que estuvieron ahí (como Maeztu, al que nadie cita
nunca), fueron atentísimos observadores de la esencia española y de la realidad
de su tiempo, a veces condescendientes con su atraso de siglo, a veces muy
críticos y muy punzantes, a veces delicados y entusiastas, insustituibles
cantores de sus tierras y de sus costumbres y sus gentes. Lo único que los une,
según mi corto entender, es el uso escrupuloso y respetuoso de una lengua que
en términos perifrásticos hemos dado en llamar, y no por casualidad, la lengua
de Cervantes. Eso es lo que los une, y también una cierta predisposición y una
noble capacidad para mirar a su alrededor y detectar el significado profundo de
las cosas, habilidad, por cierto, que uno echa en falta en buena parte de los
escritores que hoy en día nos circundan con sus éxitos editoriales y con sus
premios millonarios.
Hay, a propósito, y con esto voy
terminando, un texto de Azorín, un fragmento programático de su libro de
artículos Tiempos y cosas, donde, después de describir con el sigilo de
un orfebre del idioma todo cuanto él ve desde la ventana de su despacho (“Yo tengo una profunda simpatía por los tejados”, dice al principio de un párrafo), resume en muy
pocas líneas la postura del escritor y del artista, del verdadero escritor y
del verdadero artista, diré mejor, así en el 98 de hace un siglo como en el 98
del presente. Poned atención a sus palabras, que ya cito: “¿No sentís vosotros esta concordancia secreta y
poderosa de las cosas que nos rodean? ¿ No veis en esta pequeña ciudad una vida
tan intensa, tan bella como la de las más grandes y tumultuosas urbes del
mundo? Todo merece ser vivido en la vida; no hay nada que sea inexpresivo, que
sea opaco, que sea vulgar a los ojos de un observador. Si vosotros afirmáis que
este pueblo es gris y paseáis por él con aire de superioridad abrumadora, yo os
diré que la vulgaridad y la monotonía no está en el pueblo, sino en vosotros”.
Antes de concluir, me gustaría hacer
una mínima advertencia a los alumnos de COU que tienen que examinarse de
Literatura en la prueba de selectividad; y es que, si os sale, pongamos por
caso, El árbol de la ciencia de Pío Baroja, no se os ocurra en ningún
momento decir, como yo he dicho, que no creéis en el concepto de ‘Generación del 98’,
porque os puede costar caro. Me temo que los profesores que os van a evaluar se
sentirán (nos sentiremos) muy felices y muy dichosos si vosotros seguís
repitiendo como chicos buenos y aplicados (y como chicas buenas y aplicadas,
sí) la misma cantilena de siempre, la misma que a ellos les contaron en su día
y que ellos, nosotros, ahora os transmitimos como verdad irrefutable, porque la
historia de la literatura, supongo que ya lo iréis conociendo en vuestras
carnes, es bastante conservadora en sus cosas, o bastante inmovilista, o
bastante conformista, no sé bien cómo llamarlo. Y cuando hayáis aprobado la
selectividad, entonces sí, leed por vosotros mismos a Unamuno, a Azorín, a
Baroja, a Valle, a Machado y a Maeztu, sobre todo al Maeztu ése de quien nadie
habla nunca, y sacad vuestras propias conclusiones, que son en definitiva las
que valen.
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