Al comenzar el año 1997, en un encuentro
azaroso, recibí el encargo filántropo de escribir algo sobre el plagio
artístico, cualquier cosa, lo que se me ocurriera, para engrosar el primer
número de una publicación colectiva que saldría en primavera: la revista, Attonitus, y “Fusilamientos” el lema
inaugural del proyecto. Inmediatamente dije sí –lleva su tiempo aprender a decir no-, y
casi sin transición fijé mis sentidos en uno de los asuntos que, como profesor
y como escritor –años después me inspiró La
víspera, un breve relato que todavía satisface mi maltrecha vanidad-, más
me motivan en el vasto mundo de los azares literarios: el famosísimo caso del Quijote de Avellaneda. Lo entregué en el
tiempo y la forma convenidos; asistí al aperitivo que animó la presentación oficial
en Los Molinos del Río, sito en la ciudad de Murcia; jamás he vuelto a saber de
aquellas gentes ni, tampoco, si su entusiasmo primigenio alcanzó al milagro de
un número dos.
Attonitus,
nº 1, mayo de 1997, pág. 30
Cuando en
1614 el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda dio a una imprenta de
Tarragona su Segundo tomo del ingenioso
hidalgo don Quixote de la
Mancha, seguramente no imaginaba que su relato de las
nuevas aventuras del ya famoso epígono de la caballería andante estaba llamado
a convertirse, junto a él mismo, en una magnífica y definitiva y nunca lo
bastante ponderada prolongación de la prodigiosa inventiva de Cervantes. Huelga
decir que nos hallamos ante un caso único e irrepetible en la historia de la
literatura, y que sin este texto tan injustamente relegado por la crítica la
continuación cervantina de 1615 no sería la misma ni hubiera alcanzado ese
techo sublime de verosimilitud y perfección.
Lo mejor
del Quijote de Avellaneda no es, strictu sensu, el Quijote de Avellaneda, sino el juego tan fecundo que su existencia
previa, providencial, otorga al invencible de Cervantes. En efecto, lo que más
sorprende aquí no es que los protagonistas de la segunda parte hayan leído la
primera de 1605 -vértigo bien notado por Jorge Luis Borges en un ensayo
memorable-, sino el que a esos mismos protagonistas les sea dada la oportunidad
insólita de conocer la historia de lo que aún no les ha sucedido ni les está
sucediendo ni van a permitir que les suceda, como no sea entre las tapas
mentirosas de aquel libro de autor moderno y tordesillesco recién impreso en
Tarragona; lo que sorprende más allá de todo cálculo es que don Álvaro Tarfe,
personaje principal en la versión de Avellaneda, irrumpa de la pluma de
Cervantes en el capítulo LXXII y denuncie ante el mundo que el señor don
Quijote y su escudero Sancho, que él vio y trató largamente en Zaragoza, no
eran los verdaderos que ahora tenía delante de sus ojos y sus narices; lo que
nos sumerge en el misterio y en la paradoja ilimitada de la ficción es que este
Sancho y este don Quijote nuestros, los ‘verdaderos’, quieran y sepan renunciar
al falso destino que su falso biógrafo les había señalado, y que lo evidencien
manifestando su intención, ahora, de no entrar en Zaragoza ni participar en sus
fiestas del arnés –como estaba anunciado desde el principio del capítulo LII y
como asimismo se insiste al finalizar el LVII-, y que, a cambio, varíen su
rumbo hacia Barcelona.
El Quijote de Avellaneda no es un plagio
–no hay tal cuando no se ocultan fuentes ni se niegan parentescos-, sino una
continuación; pero una continuación desautorizada por los mismo personajes que
hubieran debido protagonizarla. Más aún: ni siquiera es una continuación
apócrifa, o ahistórica, ni una suerte de novela fantástica que no se ajusta en
sus términos a los sucesos que refiere, sino una historia cabal que yerra
únicamente ahí donde a su historiador más va a dolerle, esto es, en el papel
veraz de unos protagonistas que se revelan impostores en el instante en que el
tal don Álvaro Tarfe –el más privilegiado y el más ingenuo también, pues asiste
a la impostura y no repara en ella hasta mucho tiempo después, ya en las
páginas de Cervantes- acepta que se ha topado con dos quijotes y con dos
sanchos tan ciertos y tan de carne y hueso como desiguales, y que son estos, no
aquellos, los auténticos.
Así
entendido, la hipótesis antigua de que el propio Miguel de Cervantes hubiera
escrito el Quijote que luego él mismo
reprenderá por boca de sus personajes no es una hipótesis descabellada ni
absurda, pero sí demasiado truculenta como para resultar rentable. Más prudente
–más estimulante- es pensar que Avellaneda fue una criatura requerida por la
voluntad imaginativa de un genio que la necesitaba entre su vasta galería de
formas inmortales. Vale afirmar, en suma, que Cervantes engendró, o que
propició intelectualmente, al licenciado Fernández de Avellaneda para que este
relatara la pantomima necesaria de dos locos de Argamesilla que se hacen pasar
por protagonistas de una historia ajena, de una historia que cualquiera de
ellos leyó acaso en un libro editado en Madrid unos diez años antes, hacia
1605. Al fin, al dejar de emular a palmerines y amadises para reconocerse
emulado por ser él, por ser el don Quijote de la Mancha que siempre quiso
ser, tampoco don Alonso Quijano ha podido eludir su noble y venturoso y sin
embargo triste destino caballeresco.
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