Once años después de la gloria vana que conlleva cualquier especie de reconocimiento socioliterario –en aquel caso fue la excusa un primerizo premio de poesía- a la labor callada de quien pule versos y renglones para dignificar su soledad y engañar a su tristeza, los profesores de los institutos de Lorca que convocaban el Certamen María Agustina para jóvenes con menos de veintiún años vinieron a acordarse de mí, que ya me zambullía en la década de mis treinta con dos libros desapercibidos y con ningún caché, para hacer los honores que la tradición exige y desplegar mi discurso sobrio y fatalista ante la nueva generación de laureados. No sé cómo interpretó la concurrencia mis palabras de entonces, que se dijeron de pie y se expandieron desde el mismo micrófono con atril que usó después un alcalde, pero sí recuerdo que las butacas de la sala me miraban como a un gurú con hechuras de discurseador profesional y que luego, tras el aplauso convenido, entre canapé y canapé, las tres muchachas y el muchacho me pidieron los folios para llevarse puesta una fotocopia con mi autógrafo.
Leído en Lorca (Murcia), el 24 de abril de 1997
( I )
Hay en nuestras vidas, en la vida de cualquiera de nosotros, acontecimientos aparentemente triviales y aparentemente fortuitos que, sin embargo, tienen la potestad de restaurarnos a nosotros mismos, de reintegrarnos por unos minutos o por unas horas (o, acaso, ya para siempre) en aquellos que alguna vez fuimos o que soñamos ser, sin que medie en el prodigio la inexorable parsimonia que registran las agujas de todos los relojes.
Quiero decir que, a menudo, la simple percepción de un aroma, o una cierta tonalidad del horizonte, o quizá una efímera mariposa disecada entre las páginas de un manoseado libro de Ciencias o de Historia, consiguen devolvernos esos momentos de nuestro pasado en que fuimos dichosos, o lo que es lo mismo, esos momentos que ahora reinventamos urgidos por la dicha de creer que lo fuimos.
Otras veces, muchísimas, la aventura del retorno sabe vivir agazapada entre las cosas más irrelevantes, coexistiendo en la sombra y en medio de la vulgaridad formidable de esos hábitos que llamamos cotidianos, acechando su ocasión tras la menos idílica de todas las excusas; por ejemplo, tras una inesperada llamada de teléfono.
Así, cuando hace un par de meses las personas que coordinan esta XXIII edición del Certamen Literario “María Agustina” contactaron conmigo, por teléfono, para invitarme cordialmente a participar en este acto, seguramente no alcanzaron ni a sospechar siquiera que con ello, con esa parda minucia tecnológica que consiste en marcar unos dígitos y aguardar una señal y luego una respuesta, estaban contribuyendo a recuperar en mí, para mí, a ese jovencito que fui de dieciocho o de diecinueve primaveras.
En efecto, desde el instante en que ellos me lo propusieron y yo acepté este honor, y nos emplazamos para la cita solemne de esta hora y de este día, aquí, junto a todos ustedes, debo admitir que los pálpitos del compromiso recién adquirido se mezclaron con los recuerdos lejanos de aquella otra tarde de hace diez u once años, de aquella primorosa tarde de mayo de 1986 en que, por vez primera, circulando con mi padre a través de carreteras secundarias y de paisajes agrestes, visité esta entrañable ciudad para recibir no solo mi primer premio literario importante, sino, por qué no decirlo, también mi primera compensación a tantas horas de desvaríos y de secretas ilusiones animadas por la literatura: un cheque por valor de cincuenta mil pesetas (de las de entonces) y un diploma surcado con mi nombre y apellidos que mis padres, orgullosamente, se apresuraron a enmarcar.
Las cosas que nos ocurren por primera vez pueden permanecer ocultas en un letargo riguroso de años, lustros o decenios, pero siempre conservarán para nosotros su imborrable resto de pureza y simbolismo, una magia incierta que igual se nutre de memorias que se atiborra de olvidos, para luego perpetuarse en esa sustancia nueva y definitiva que da forma y materia a los recuerdos.
Lamentablemente, he extraviado los pormenores; no sé cómo cayeron en mis manos las bases de aquella convocatoria, y no puedo precisar tampoco qué extraño impulso me acompañó mientras enhebraba aquellos versos alentados por el desamor y por la tristeza, aquellos versos que hoy juzgo de una efusividad elemental y casi vana, aquellos versos que mis dedos mecanografiaron con una morosidad parvularia, letra a letra, palabra a palabra, y de los que más tarde hice tres copias que introduje, ceremoniosamente, en un sobre grande y anónimo, distinguido tan solo por el señuelo cómplice de un lema que, lamentablemente, también he olvidado.
Pero lo cierto es que aquel encuentro literario, en la Lorca de hace toda una década, permanecía dormido en mi memoria, como esperando, paciente, la chispa que lo reviviese, y esta comunicación telefónica de hace un par de meses, con los coordinadores del certamen, a mí me sirvió para reencontrarme de repente con las circunstancias y con las sensaciones de lo que -hoy puedo afirmarlo ante ustedes sin miedo a equivocarme- significó mi verdadero bautismo de escritor para un público que, de algún modo, había valorado, si no mi talento, sí al menos mi entusiasmo primerizo e inédito.
Confío en que sabrán disculpar la licencia de esta breve incursión autobiográfica; pero es que me ha parecido oportuno y conveniente indagar hasta qué punto va unido mi humilde destino de escritor -no hay falsa modestia en mis palabras: pienso que cualquier destino de escritor, si de verdad lo es, tiene que ser humilde, por principio-, hasta qué punto va unido mi destino, decía, a este premio, el “María Agustina” de Lorca, evidenciando así, de paso, más allá de mi propia y particular vivencia, la necesidad natural, casi biológica, de estos concursos que subsisten milagrosamente gracias al empeño de unas pocas personas, al margen de los circuitos comerciales, y que están pensados por y para jóvenes de la talla de estos cuatro que hoy, aquí, merecen nuestro reconocimiento y nuestro aplauso.
(Continuará)
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