Durante toda una década estuve
demorando el momento de ceder a mis obligaciones como varón y como español.
Primero me escudé en mis estudios superiores y más tarde inventé cualquier
excusa para retrasarlo, hasta que, ya casado y trabajando en la enseñanza, me
acogí al coladero legal que se dispensaba bajo la fórmula de objetor de conciencia. Por las mañanas
me preparaba la prueba para conducir un automóvil, por las tardes impartía mis
clases en el instituto, muchas noches dormía en un centro de minusválidos
psíquicos al que me habían destinado para completar horas de guardia. El
artículo que sigue, escrito en esas coyunturas, fue fotocopiado y alojado en un
sobre y después sellado no menos de tres veces en el transcurso de un año,
siempre buscando un espacio en la página de opinión del mismo periódico
provinciano; hasta que al fin me lo incluyeron y lo volví a leer y lo recorté
de un ejemplar, ya reproducido en su tinta multiplicada y ajena, mas acribillado
lamentablemente por una errata que juzgué y juzgo imperdonable: ellos
mecanografiaron “rendición” donde yo había puesto “redención”.
La
verdad, Murcia, 21 de enero de 1997
En la
España de mi asustadiza infancia, y aun en la de mi
tormentosa adolescencia, los jóvenes dejaban de ser jóvenes y se convertían en
hombres hechos y derechos en el instante en que el ejército patrio los
reclutaba para cumplir el periodo reglamentario de servicio militar. Besar la
bandera en el día de la jura y, a ser posible, adivinando la emoción pronta de
la madre o de la novia sentaditas entre el público; encanallarse poco a poco
junto al resto de la tropa para no sentir ningún escrúpulo con los novatos de
la última remesa; copular con alguna mujerzuela cualquier viernes por la tarde
en una pensión de mala muerte; e instigar y compartir el glorioso mamoneo
jerárquico sobre el que solía y suele sustentarse la arbitrariedad castrense
significaba, al parecer, el trámite perfecto para lograr la definitiva
aceptación de la tribu y la sanción social de virilidad que el macho hispano y
su futura camada precisaban. De aquel mito de la propaganda fascista, erróneo a
todas luces -porque, ¿qué es, al fin, un hombre hecho y derecho?-, hoy apenas
si permanece el discurso falsamente enardecido de nuestros padres y abuelos,
que sucumbieron también al legítimo orgullo de fabricarse su leyenda para
terminar por creérsela a fuerza de seniles olvidos y de rememoraciones
infinitas.
Si en aquel entonces se
excluía de tal honor a quienes padecían deficiencias (físicas o psíquicas) y a
quienes, en suma, no daban la talla, humillación que algunos arrastraban el
resto de sus días, hoy, en cambio, la nómina de los que se libran ha engordado
gracias a la recuperación de un concepto, tan ético como íntimo, que existe
desde hace siglos y que ya los espíritus religiosos supieron apropiarse como
inveterado estandarte de sus credos: hablo de la que llaman ‘conciencia’. En efecto, nuestro actual sistema
de gobierno ha tenido a bien rehabilitar el vocablo y cuanto significa para,
unido a otros, forjar locuciones del tipo de, por ejemplo, libertad de
conciencia (como si la conciencia pudiera no serlo en algún caso), votar en
conciencia (ídem de ídem, porque qué es votar sino eso, un acto supremo de
conciencia) o, inclusive, presos de conciencia (que siempre los hubo, pero que
no estaban bautizados). Paradójicamente, hoy, en España, los únicos presos de
conciencia son esos jóvenes que no transigen con el anacronismo escandaloso y
masculino de la obligatoriedad miliciana; pero no se les pone esa etiqueta
bondadosa (sería como reconocer su derecho antibélico de conciencia), sino que
se les señala con el seguro lastre de ‘insumisos’,
lo que en términos jurídicos viene a significar más o menos esto: despreciables
individuos que no se someten solidariamente a los mandatos del Estado ni a un
servicio tan inútil como discriminatorio (digo sexualmente discriminatorio,
según el principio de igualdad que expresa la Constitución de
1976). Antaño no había insumisos, sino desertores, palabra que yo escuchaba de
niño en los relatos del abuelo y que siempre anudé con la idea irremediable de
tragedia: los desertores, como los exiliados políticos, huían a pie por la
frontera de Francia para no regresar nunca, porque el regreso les hubiera
deparado un consejo de guerra y, quizás, la muerte.
Pues bien, entre éstos y
aquéllos, entre los asociales insumisos y los honorables mozos de reemplazo,
estamos nosotros, los objetores, también nombrados objetores de conciencia. No
he de ocultar que la mayor parte de los objetores somos en realidad insumisos
de conciencia, pero nos han faltado agallas o nos han sobrado razones para no
incurrir en un delito tipificado en el Código Penal. Sin embargo, se nos
castiga con cuatro meses más respecto al soldadito de reemplazo y se nos
destina a cualquier centro público para realizar una supuesta prestación (pero
en absoluto voluntaria) social (que suena tan bonito) y sustitutoria (es decir,
de segunda clase), cuyos términos específicos siguen siendo confusos en la
práctica, lo que provoca que en el entorno sindical se nos tenga bajo sospecha
permanente. El resultado es que nosotros, los objetores, los que no hemos
sabido ceder al regio orgullo cuartelario ni tampoco a la valentía suprema de
la insumisión, somos en verdad los únicos sumisos de esta historia: castigados
sin delito, mal vistos por unos y por otros, no somos más que blanda carne de
burgués con nuestros estudios terminados y con la imposibilidad de más
prórrogas y con la abrumadora sensación de estarle haciendo el juego al Estado
que nos somete; un juego perdido de antemano, porque nos engañaron (y aceptamos
el engaño) a conciencia. Nosotros, los sumisos, los prestatarios conformistas,
somos también el hermano díscolo de la fanfarronería soldadesca, y somos
-necesarios al cabo, como Judas- la redención final del insumiso que soporta su
encierro con algunas carencias elementales, sí, pero con la conciencia bien
tranquila.
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