domingo, 19 de febrero de 2012

EL OTOÑO DE LOS TRISTES

Los poemas de El otoño de los tristes se definen como el cancionero de un adolescente enamorado hasta el borde de lo soportable, y constituyen, pues, la memoria de un amor imposible. Sus versos, deudores confesos de mis lecturas de entonces, se me fueron desgranando sin saber cómo entre los otoños fatales de 1984 y 1985, cuando el hombre sumaba sus diecisiete y sus dieciocho años. Entre tanto, el original visitó algunas manos, se editó parcialmente en una revista local y logró una ayuda económica para negociar una posible coedición. Me dirigí a El Bardo, donde ya me conocían, y la propuesta fue aceptada. Antes, en Turín, en febrero de 1993, me había dedicado a pulir aquellas imágenes de juventud, e incluso sucumbí al atrevimiento de dedicárselas públicamente a una musa con nombre y apellido. El libro se presentó junto a Todo el tiempo, de María Pilar López (veterana autora ciezana fallecida en 2006), en La Puerta Falsa, ese emblemático antro de la ciudad, y tuvo la deferencia de venir desde Barcelona la editora de El Bardo, Amelia Romero. Me acompañó en la mesa, en esta mi segunda alternativa, el ínclito Javier Orrico.

LA MARGINALIDAD DE LA POESÍA

Leído en Murcia, el 14 de junio de 1995

No nos engañemos: la presentación de un nuevo libro es un acto social que, tratándose, además, de un nuevo libro de poesía, carece por completo de cualquier relevancia social, al menos más allá del menudo ámbito en que nos encontramos.

Por eso, no seré tan ingenuo como para pensar o sospechar que mi libro o yo mismo pudiéramos competir ni de lejos con el partido de fútbol que ahora televisan, ni con la sesión de cine que hoy se abarata por ser miércoles, ni con la espléndida tarde de junio que luce ahí afuera.

Antes al contrario, comprendo que este acto pretendidamente social, pero que sin duda no pasa de marginal y minoritario, debe huir de cualquier modo de competitividad, no ha de rebajarse a ese comercio mundano, porque ese comercio, ese espíritu consumista que nos consume, se opone frontalmente al ser íntimo de la creación y a la voluntad casi clandestina del artista verdadero.

Si vosotros -ustedes- y yo mismo estamos aquí es porque ya hemos optado, ya hemos elegido frente al partido que televisan y frente a la sesión barata de cine y frente a la espléndida tarde que tenemos ahí afuera; ya hemos optado, digo, libremente y sin ningún tipo de coacción (salvo la coacción tácita que anida en la amistad, que es inevitable y disculpable); ya nos hemos decantado por esto que tan altaneramente, casi con altanería gongorina, yo llamo la marginalidad de la Poesía.

Porque así fue y así será siempre la Poesía: marginal, minoritaria. No por un capricho elitista o por un burdo aristocratismo que estoy muy lejos de compartir, sino porque, así de sencillo, para degustar y apreciar eso que responde al nombre de Poesía, para percibirlo y disfrutarlo y hacerlo tuyo, hay que ser casi tan poeta como quien escribe.

En fin, lo que quiero decir, para abreviar, es que no creo que los aquí presentes, o la inmensa mayoría de los aquí presentes, precisemos palabras de gratitud por haber venido. Si estamos es porque nos importa, porque nos sentimos vinculados al solitario vicio de hacer versos (palabra de Gil de Biedma) y porque el que más y el que menos se siente partícipe de ese vicio, de ese juego, sea como escritor o sea como lector, que lo mismo da.

Y quiero suponer que la excusa de la presentación de este libro era la razón más digna que hubiéramos podido darnos para sacrificar el partido de fútbol que hoy televisan, y la sesión de cine más barata de la semana, y hasta la espléndida tarde (ya casi noche) que nos aguarda ahí afuera.

No obstante, como estaremos de acuerdo en que ni lo cortés quita lo valiente ni es de bien nacidos ser desagradecidos, quiero aquí dejar constancia de mi gratitud, no tanto a las instituciones que financian este proyecto editorial como a las personas que, al frente de esas instituciones, han confiado en los valores literarios de mi libro -llámese Amelia Romero, llámese Javier Marín-, personas que supieron andar los pasos que tenían que andar para que finalmente este manojo de poemas haya visto la luz de la edición.

Dicho lo cual, pienso que lo que me corresponde ahora, como autor, es leer algo que pueda servir de anticipo a lo que se esconde en estas páginas de El otoño de los tristes, un libro que se escribió hace una década -en aquellos años en que “los años eran largos como años y duraban años”, según sentencia el verso de mi padrino aquí sentado, Javier Orrico- y cuya versión, hasta ahora definitiva, reescribí hará un par de inviernos, durante una temporada de dos meses fuera de España.

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