Fue un encargo que se me insinuó en la
madrugada cálida del verano y que yo alenté y asumí gustosa y –como se suele
adverbiar cuando en los motivos no participa el vil metal- desinteresadamente.
El expresidente de la Peña Flamenca
de La Unión era
también, a la sazón, mi cuñado político, y entre la dignidad de su legítimo cabreo
y el ánimo contrariado de otros vecinos de aquel pueblo, dimos en redactar un
artículo que, con tono sobrio pero incisivo, denunciase siquiera por un día el
flagrante fallo del jurado del Festival. Yo, sin entender de cantes, era ya
entonces un letraherido inquieto a quien no había que convencer mucho para que,
siendo justa la causa, pusiera mis talentos expresivos al servicio de quienes
los necesitaran. Firmó los folios D. José Martínez Martínez, hoy mi excuñado
político, bajo el señuelo de autoridad de la Peña que hubo presidido, y antes de mandarlos al
periódico se recaudaron algunas decenas de firmas de adhesión. Que yo recuerde,
he vuelto a ejercitarme otro par de veces más en tal modo de caridad
filológica, salvo que para esos casos mis labios permanecerán tan sellados como
hasta ahora.
LA LÁMPARA, MENOS ‘MINERA’
La verdad, Murcia, 27
de agosto de 1998
La XXXVIII edición del
Festival Nacional del Cante de las Minas, que se celebra en La Unión cada año durante la
segunda semana de agosto, se cerró en la madrugada del domingo 16 con la
emisión del fallo del concurso en sus variedades de baile, guitarra y cantes
varios, y con la consiguiente entrega de los premios. De todo ello da buena
cuenta en su reportaje para La verdad
el señor Gregorio Mármol, quien al referirse a la concesión de la Lámpara Minera (al
mejor cante por mineras) señala que “la decisión del jurado calificador fue
protestada por un pequeño sector del público”. Puesto que personalmente me
considero parte de ese pequeño sector de público, he creído necesario redactar
unas líneas y dar una explicación a todos aquellos aficionados y curiosos que,
estuvieran o no presentes esa noche, desconocen los verdaderos entresijos del
concurso y las circunstancias reales que, en este caso, rodean el fallo.
En primer lugar he de decir que ese
fallo, en lo que concierne a la Lámpara
Minera, estaba dictado desde hace meses, desde el instante en
que se amañó la composición de un jurado descaradamente afín al clan de los
Piñana; para ello bastaba con mover los hilos de las influencias (que las
tienen los Piñana, también en el mundillo del periodismo regional), traerse de
Murcia a un par de profesores al parecer muy sabios y luego contratar aquí, en La Unión, a señalados adláteres
que supieran amoldarse a sus sapientísimos designios. Dicho y hecho: el
muchacho de Piñana se coló en las semifinales cantando cosas que él y sus
allegados llamaban mineras; y después se coló en la final, hasta que, como ya
nos temíamos quienes lo habíamos escuchado en las pruebas clasificatorias, le
brindaron el suculento cheque por 750.000 pesetas. Yo no sé qué porcentaje del
público que asiste al Festival sabe distinguir los palos más elementales del
cante, ni si ese mismo porcentaje sabría decir qué es y qué no es una minera,
con sus tonos altos, medios y bajos. Yo no sé si entre los turistas foráneos
que se acercan desde La Manga,
las autoridades con pase de protocolo, los flamencólogos de salón, las
esculturales acompañantes de los nuevos folcloristas y los amigos, familiares y
demás advenedizos de la cosa flamenca habrá muchos que sepan, por ejemplo,
quién es Pencho Cros, ni si lo habrán escuchado alguna vez para saber cómo
tiene que cantarse una minera. Desde luego, lo que cantó el muchacho de Piñana
la otra noche podía ser cualquier otra cosa, pero nunca una minera, y sin
embargo los señores miembros del jurado le dieron la Lámpara y el cheque.
Este es el final de la historia,
pero la historia se remonta varios años atrás. Poco después de la edición de
1993, el padre del muchacho, resentido porque le habían descalificado a su
hijo, firmó un largo artículo titulado La otra cara del festival, donde, aparte
de mostrar su mezquindad cultural desacreditando el cante por mineras (“se van
quedando cada día artísticamente más solos. Siguen luchando por un cante que no
tiene sentido alguno”, decía), arremete contra el jurado que dio el premio al
entonces joven barcelonés Miguel Poveda (que ahí está para escucharlo y para
que los entendidos hagan sus comparaciones) diciendo que “la sentencia ya
estaba echada” y otras lindezas como esta: “En la pasada edición del Festival
el fallo fue estrepitoso, y en verdad que habría que preguntarse, después del
resultado, ¿qué saben Pencho Cros (…y otros…) de cante?” Respecto al bueno de
Pencho, mejor es dar la callada por respuesta y que lo juzgue la verdadera
historia de estos cantes; respecto a esos otros, cuyo nombre omito aquí por
respeto, no estaría de más recordarle al señor Piñana que alguno de ellos ha
sido parte del jurado que recientemente le ha regalado el premio a su muchacho.
Mi abuelo, que no era un sabio,
solía decir a veces que hay dos formas de hacer las cosas, bien o mal, y que no
caben términos medios. No se trata, como el señor Piñana insinúa con sus aires
de grandeza, de ser ‘piñanero’ o ‘antipiñanero’; se trata de algo tan sencillo
–y tan difícil- como es cantar bien esta modalidad autóctona que encuentra su
hondura y su sentido en nuestra tradición. El muchacho de Piñana, a fin de
cuentas, no tiene la culpa de irse en los tonos más elementales y no saber
hacer una minera según los cánones que rigen el concurso. Pero sobre los
ilustres miembros del jurado pesará siempre la responsabilidad moral (si no de
otro tipo) de haber otorgado el premio a quien no lo merecía, y, por tanto, de
haber contribuido al desprestigio del Festival Nacional del Cante de las Minas
en lo que se refiere a la Lámpara Minera
(este año, lamparón).