Entiendo
que la autoridad educativa no quedó demasiado descontenta con mi contribución
al programa “Escritores en el aula”, ese que me llevó a peregrinar con mis
papeles por unos cuantos colegios de primaria, entre la costa y la montaña,
pues en efecto, transcurrido un tiempo, alguien volvió a citarme para que
actuase de ponente en unos encuentros bajo el lema “Lectura y familia”. Tendría
que hablar, me dijo, de mi formación lectora y de la importancia que para mí
tienen y tuvieron los libros, y dejar entrever, de paso, de qué modo aquella
inquietud casi remota se había trasladado después a mis afanes literarios y a
mi particular universo creador. El público se nutriría de padres y madres, pero
sobre todo de profesores en activo (tal vez ávidos de horas para justificar el
sexenio) que hubiesen comprometido su asistencia a una de las tres sedes que se
me asignaron (en Bullas, Caravaca y San Javier, si mal no recuerdo). Admito que
disfruté mucho redactando este ineludible capítulo de mi autobiografía, y me
reservo la sospecha de que tanto las exposiciones orales como los debates que
siguieron alentaron cierta curiosidad en los respectivos auditorios.
LEER PARA VIVIRLA
En Lectura y
familia, VVAA, pp. 195-209,
Consejo Escolar de la Región, Murcia, 2009.
Escrito en marzo de 2009
Quiero comenzar esta charla partiendo de
una obviedad: cuando los seres humanos somos arrojados del confortable útero de
la madre y manos extrañas cortan el cordón que nos vinculaba a su sangre, ni
conocemos los signos ni los necesitamos para seguir respirando el aire nuevo de
la vida, y esto porque, por definición, la razón de ser de cualquier signo no
es otra que significar, o lo que es lo mismo, representar de otra forma una
parcela de mundo, traducir a un código paralelo la realidad circundante, poner
cierto orden en el bazar de las cosas que percibimos a través de nuestros
sentidos. Pero resulta que en aquel instante originario, y quizás en las
primerísimas horas o días de la existencia, ese mundo inmediato y la realidad
que lo contiene todavía se bastan a sí mismos en la plenitud adánica del ser,
no precisan de ningún auxilio externo porque tampoco necesitan decirse; para el
bebé, cada nueva cosa que va percibiendo es exactamente lo que es y no
consiente que se le adjudique ningún mote, ninguna etiqueta, cada objeto y cada
estímulo se postulan ante la criatura siendo en sí mismos y por sí mismos, sin
noción de tiempo ni de espacio, con una certeza fundamental que repudia la
intervención de esos intermediarios que sin embargo ya acechan, los signos.
Y ahora, si me lo permiten, voy a
continuar con otra obviedad que se desprende de aquélla: durante las primeras
semanas y meses, los hombres y las mujeres nos vamos empapando de gestos y
sonidos propagados por los rostros de los seres más próximos, sonidos y gestos
que luego tratamos de imitar y que finalmente repetimos ante el regocijo
unánime de los ojos que nos miran, orgullosos y cómplices, porque en ese acto
reflejo confirmamos que estamos aprendiendo la correspondencia entre los signos
y la parcela de realidad que los signos significan, y ello aunque no sepamos
aún que ese breve balbuceo de sonidos primigenios puede quedar registrado
mediante extraños dibujitos que se suceden en el espacio reglado de un simple
papel o de una pantallita de ordenador. Estoy hablando de un milagro tan
básico, tan asumido, que a menudo se nos olvida su papel determinante en la
historia de la Humanidad:
el milagro de los veintitantos fonemas/letras que entre vocales y consonantes
combinamos para formar sonidos/sílabas, el milagro de las sílabas que a golpes
de voz se articulan misteriosamente en grupitos autónomos denominados palabras,
el milagro de las palabras que se buscan unas a otras y se asocian para
producir grupos mayores y unidades oracionales, y luego los párrafos, y más
allá los fragmentos o capítulos, y al fin textos autosuficientes que jamás
saciarán la infinita red de posibilidades expresivas que atesora el lenguaje.
Sí, el lenguaje: he aquí, a mi juicio, el milagro en que se asienta todo
nuestro devenir de hombres y mujeres, una maravillosa heredad que apuntala la
inteligencia y que halla en el objeto-libro su instrumento necesario, sin el
cual no seríamos lo que somos ni estaríamos en este aquí y en este ahora; me
aventuro a añadir que no estaríamos en ninguna parte, yo al menos no estaría,
pues si por un lado albergo la convicción intelectual de que ha sido gracias a
los libros que las mujeres y los hombres de este planeta hemos sobrevivido como
especie dominante, por otro lado -y ésta es una evidencia emotiva que rehúye
todo efectismo dramático-, por otro lado he de admitir, decía, he de confesar
en este foro, que los libros, a mí, sí que me han salvado la vida unas cuantas
veces.
Yo llegué a una casa de familia humilde
en la que el libro era un lujo muy caro para quienes, abocados a ganarse el pan
de sol a sol, cada día sin descontar ninguno, el hombre entre los surcos de la
tierra y la mujer en mil labores sin fin, nunca pudieron conocer el descanso
completo del domingo ni la quincena de vacaciones en verano. Por unas o por
otras causas, mis padres dejaron de pisar la escuela a los ocho o nueve años,
justo cuando las circunstancias decidieron que ya sabían leer y escribir lo
imprescindible para no aparecer en la estadística de analfabetos de la
posguerra española, que ciertamente no lo son porque conocen las letras del
alfabeto y escriben lo que se les mande escribir con un tesón que se adhiere a
la caligrafía desacostumbrada, sobre todo cuando dibujan nerviosamente su firma
en presencia de un extraño, pero de ahí a poner un libro en sus manos y
pretender que comprendan y disfruten el misterioso andamiaje de los signos
escritos hay un larguísimo trecho, casi un abismo. Así que, como dije, yo nací
en una casa huérfana de libros (tampoco había televisión, por cierto: creo que
pertenezco a la última hornada de muchachos que ni fueron alumbrados en una
fría sala de hospital ni crecieron mirando las imágenes del televisor), y los
pocos volúmenes que empezaron a entrar, aparte de los consabidos pulgarcitos,
caperucitas, cabritillos engañados y pastorcillos embusteros, fueron aquellos
que alimentaban mis iniciales inquietudes bajo el extraño modo de los manuales
para escolares que yo manoseé con la fruición exclusiva de un niño ensimismado
y tímido, manuales cuyas escasas ilustraciones conservo todavía en algún
dominio de mi retina, y cuyos fragmentos de textos de los clásicos castellanos
puedo todavía recitar con un ligero estremecimiento de gratitud, con una
punzada de vértigo al adivinarme a mí mismo, hace más de treinta y cinco años,
leyendo y volviendo a leer frente al fuego de la chimenea el romance de la loba
parda, o el del rey don Sancho en el cerco de Zamora, o el de un portugués que
asombrose al ver que en su tierna infancia todos los niños en Francia supieran
hablar francés, o aquel otro del prisionero triste y cuitado que vive en esa
prisión sin saber cuándo es de día ni cuándo las noches son sino por una
avecilla que le cantaba al albor.
Mis padres, lo he dicho y lo repito, no
eran lectores, nunca lo han sido ni siquiera de periódicos, y quizás por eso
durante mucho tiempo le adjudiqué a la compra de la prensa diaria un halo
aristocrático lejano, un dispendio más propio de los ricos que se sentaban en
la puerta del casino, era como fumar puros muy gordos o dejarse afeitar por la
navaja de un barbero o salir a comer a un restaurante, hábitos que hoy se nos
antojan de una cotidianeidad universal, pero que en la cultura del trabajo
físico y de la contención de gastos que observé en mi entorno alcanzaron la
categoría de los pequeños lujos. No obstante, sin ser lectores ni poseedores de
libros, he de matizar que siempre percibí en ellos, en mis padres, y también en
mis abuelos, una curiosa veneración por la letra impresa, ya el modo de pasar
las hojas humedeciéndose los dedos en la lengua convertía la escena en un
ritual anacrónico, como si ese universo vedado que para ellos encerraban los
libros hubiese afirmado la fortaleza ilimitada de su misterio y vivieran
fascinados por la posibilidad de que su primogénito -yo- pudiera resarcirlos al
fin de su propia ineptitud. Y no he de ocultar que una tendencia natural, acaso
innata, potenciaba en mí la apropiación del libro como un objeto mágico,
depositario de una dosis de felicidad futura que el subconsciente me iba
demandando con ese resto de coleccionista selectivo o de bibliófilo en ciernes
que aún perdura cuando entretengo mis ocios en una librería o paseo los ojos y
las manos por mi propia biblioteca: esas tapas suaves con la promesa de su
título y esa textura de las páginas con su ristra de palabras por descifrar se
alzan aún hoy, como se alzaban para el niño que fui, como la consagración
definitiva de otros mundos posibles que existían paralelos a éste, maravillosos
ámbitos de la imaginación donde habría de triunfar no el tedio de lo que
llamamos la realidad, que es lo que ha sucedido o está sucediendo y se sabe de
testigos que viven para contarlo, sino el enigma impenetrable de lo soñado o
imaginado, de lo fingido, de lo inventado, de lo que podría o pudo suceder en
algún nudo inaudito entre lo pretérito y lo futuro.
Poco a poco, alrededor de los diez o doce
años, la lectura se fue convirtiendo para mí en un aliado perfecto de la
timidez, en una preciosa seña de identidad que mi ego esgrimía en secreto
frente a las hostilidades de la propia vida. Mientras mis amigos deambulaban
sin rumbo por las salas de futbolines del pueblo o derrochaban las horas
interminables de la siesta jugando a las cartas en cualquier callejón y
hablando de cosas que no me interesaban, yo me refugiaba en la discreta
intimidad de las antologías para escolares leyendo adaptaciones de clásicos
como Juan de Timoneda o Samaniego, o fragmentos de vocación didáctica que no
eludían el alarde de buen humor y la ironía asequible, como aquel de Juan
Valera en que se produce un equívoco por la mala memoria del negrito cuyo señor
no estaba en casa, o ese otro pasaje en que un tal Lázaro y el primero de sus
amos acuerdan comerse las uvas una tú otra yo, hasta que el sagacísimo ciego
muda el propósito y torna a coger dos uvas en cada turno, para con esta argucia
acabar sentenciando al pequeño Lázaro, quien, sin duda, lo había estado
engañando, pues si viéndolo tomar dos se callaba es porque él desgranaba el
racimo, como poco, de tres en tres y aun de cuatro en cuatro. Recuerdo que por
aquel entonces me hice socio de la recién habilitada y mal abastecida
biblioteca municipal, y que lo que más saqué al principio eran biografías
ilustradas de héroes patrios como Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, y de
aventureros como Marco Polo o Cristóbal Colón, y de conquistadores como Hernán
Cortés o Pizarro; y casi sin darme cuenta, sin nadie que asesorara mi
incipiente inclinación ni discriminara para mí las historias reales de las
historias fingidas o ficticias, di el paso al Sandokán de Emilio Salgari y luego a las novelas de Julio Verne, lo
que se tradujo a la postre en un gesto definitivo, porque en ese salto
aparentemente sencillo e impremeditado de Colón a Sandokán o a Miguel Strogoff
yo no supe acusar distancia, de hecho me parecían figuras de una misma estirpe,
fabricadas con el mismo barro, y es tal vez por eso que, conforme he ido
creciendo en la vida y en los libros, tanto mis lecturas favoritas como mis
obsesiones cuando me pongo a escribir suelen converger a menudo hacia ese
límite difuso que une y separa la verdad de la mentira, o mejor dicho, hacia
esa maravillosa tierra de nadie donde la única gran verdad, la Verdad con mayúscula, es la
que resplandece tras las pequeñas mentirijillas que van tejiendo la mecánica de
la ficción. ¿Quién, después de leerlo, se atrevería a afirmar que El Quijote es mentira, o que es mentira La
Regenta o La casa
de Bernarda Alba? ¡Cuántos quijotes y regentas y casas como la de Bernarda
Alba habitan en lo más profundo de nuestro ser, y sólo leyéndolos conseguimos
percatarnos de su presencia! Mentir es ocultar o falsear la realidad con fines
torcidos; pero en el caso de los libros el proceso es otro, justamente el
inverso, ya que el objetivo último de una obra de cultura y de arte es alumbrar
la realidad, verificarla mediante el ejemplo universal para convertirla en
explicación de lo que somos, que es la esencia del mito.
En alguna parte he escuchado que el
escritor y el lector habitan dos soledades simétricas, y que el uno y el otro
se retroalimentan y se necesitan como el día y la noche, ya que entre ambos
urden la madeja de la literatura aunque sólo al primero le sean dados los
honores. Pero, siendo importante el autor porque reúne en sí unos talentos y lo
asiste además el tesón para ejercitarlos, hemos de admitir que sin la otra
parte, la del lector, el libro está clínicamente muerto. Entiendo, pues, que
hay que reivindicar bien alto y en todos los foros el papel fundamental que el
lector representa para que el libro viva, para que el libro sea algo más que un
lomo encarcelado en posición vertical, a juego con la estantería. Y a las
generaciones de jóvenes que sufren el disparate de las programaciones repletas
de contenidos inabarcables, lejos de atormentarlos de aquí a la eternidad con
el estudio de las características generales de la literatura renacentista o con
la retahíla de artefactos retóricos esgrimidos en sus sonetos por los quevedos
y los góngoras de turno, habría que inculcarles desde pequeñitos, en las
escuelas y en las casas, algo tan meridiano como esto: que cada uno de ellos es
importante para la literatura, y que lo es como pueda serlo el mismísimo
Cervantes, porque sin el concurso de cada uno de ellos a don Quijote no habrá
quien lo levante de la cama, y sin cada uno de ellos don Quijote no se pasará
las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, ni se hará armar
caballero en una venta que semeja un castillo, y no saldrá a los caminos
polvorientos de La Mancha,
y no buscará aventuras ni dialogará con su escudero; es decir, que don Quijote
no podrá vivir ese destino suyo que al mismo tiempo es el nuestro, el de cada
lector individual que lo toma en su regazo y le hace hablar de nuevo. El lector
es una especie de Cristo acercándose a Lázaro y susurrándole al oído que se
levante y ande. Así, el libro recupera sus constantes vitales cuando unas manos
ávidas lo sacan de su hueco en el nicho-biblioteca y lo abren por la primera
página para que unos ojos soberanos comiencen a desentrañar su secreto más
íntimo, y entonces las palabras respiran a través de esos ojos, y se iluminan a
través de quien las descifra e interpreta. Para entendernos, es algo similar a
lo que sucede con la música: todos sabemos que las notas que escribió Mozart
están dispuestas en el pentagrama, pero ahí, en el pentagrama, todavía no se
oye la sonata, todo está en un silencio calmo, esperando desde ese hábito de la
paciencia que sólo lo verdaderamente sublime sabe gestionar, hace falta un
lector de notas en el pentagrama, se necesitan los dedos sensibles de un lector
muy bien entrenado que sepa llevarse las notas a su piano para que otra vez
triunfe en el aire el milagro de la música: es imprescindible que acuda a su
rescate un intérprete, un seductor seducido.
Pero hay una cuestión que me asedia desde
que emborroné el primer folio de este discurso y que a esta altura me apetece
compartir con ustedes, una pregunta bastante elemental que he ido retrasando
sin darme cuenta, seguramente porque intuyo que no me será fácil hallarle una
sola respuesta: ¿en qué momento y en qué circunstancias de la educación
literaria del niño o del joven salta el resorte que lo zarandea como el mero
lector que ha sido y le inyecta, como un veneno benévolo, la voluntad imperiosa
de componer él sus propias historias o sus propios poemas, esto es, de
reescribir el rastro efímero de su propia vida, que a fin de cuentas es lo que
hace la literatura? Me planteo esto porque, si hoy he venido hasta aquí,
reclamado por una institución académica para hablar de lo que para mí suponen y
supusieron los libros, me consta que ha sido únicamente en calidad de individuo
que ha ido escribiendo unos cuantos libros y que luego ha tenido la osadía o la
oportunidad de publicarlos: más aún, si hoy he venido aquí ha sido avalado por
el meritorio y a la vez abrumador título de poeta, y no como el lector
particular y un tanto azaroso que fui y creo seguir siendo. ¿Cuándo y con qué
excusa aparté a un lado La canción del
pirata, o el socorrido arrimo de las Rimas
de Bécquer, y busqué un bolígrafo y un papel donde expresar a mi manera lo que
ya no me cabía dentro del pecho ni quería morirse en la soledad de un
sentimiento vacío de palabras? No sé cómo ni cuándo se me deslizó el primer
ramillete de versos, ni sé cuánto tiempo hubo de pasar después para que al
suceso, ya consumado, fuese legítimo concederle el altísimo calificativo de
poema. Podría darle dos sonoras bofetadas a mi mala memoria y reinventar ahora
para ustedes la situación exacta en que se produjo aquel primer alumbramiento,
propiciando incluso un efecto entre distraído y trascendente, con adornos
ocasionales que fijaran una anécdota del estilo de la que Pablo Neruda pone en
un capítulo de su autobiografía; y si lo considero más despacio me convenzo de
que es muy probable que sucediera más o menos así, como un juego de palabras
semirrimadas que se mezclaran con la angustia y la tristeza en el iceberg de
una emoción intensa y extraña, sin duda irremplazable, cuya causa, sin embargo,
no sabremos concretar porque se nos extravió mientras nacía, en el secreto
limbo de la inspiración. Pero dejémonos de conjeturas baratas: cada vez que yo
escribo un poema tengo la obligación ética y estética de sentirlo como el
primero que escribo y, del mismo modo, también como el último que habré
escrito, porque la poesía se nutre del instante único, de lo inédito universal,
de lo que no se puede sentir ni decir de otro modo que no sea ése, y el
instante que lo inspira y el poema que de ahí resulta se pertenecen de por
vida, salvo que será en el seno de cada lector donde germine nuevamente su
aventura y su triunfo. Si se trabaja con un mínimo de honradez, si todo afán se
supedita a la autenticidad, entonces el primer poema es cada uno de los poemas
que uno ha escrito; y para que los signos lleguen a la pluma del poeta y se
impongan a la luz de su talento y de su oficio hizo falta un camino previo,
hicieron falta muchas páginas escritas por otros, centenares de páginas leídas
y releídas y casi memorizadas hasta hacerlas nuestras. En palabras de aquel
cartero de la ficción que tan entrañablemente sirvió a Neruda en su exilio
italiano, “la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita”, y
yo añado que muchos de los lectores que un día nos alimentamos de los poemas de
Neruda hemos acabado escribiendo nuestros propios poemas para decirnos a
nosotros mismos, para que, con un poco de suerte, otros lectores sacien en
ellos, también, su necesidad.
Empleé hace unos minutos la expresión seductor seducido, porque es en el
circuito de esta aparente paradoja donde, a mi juicio, con más tino se define
la categoría del lector: alguien que se deja arrastrar por la llamada de un
título y de una historia, o, si se quiere, de un sentimiento cincelado en
versos, pero un título y una historia o unos versos a los que, al propio
tiempo, ese lector les está inyectando su experiencia de vida para abocarlos
poco a poco hacia su mundo íntimo, hacia ese dominio particular de cada uno que
será sin duda intransferible. Cada acto de lectura posee la facultad soberana
de recrear, o de volver a crear por y para sí mismo, todo cuanto el texto le
proyecta, según la manera de ser y de entender y de sentir del sujeto que lo
lee, según su percepción de las cosas; y resulta ocioso admitir, de tan obvio,
que esa perspectiva será siempre singular y única, y que siempre diferirá en
poco o en mucho de la que alienten el resto de lectores que haya tenido o tenga
o vaya a tener un determinado texto. Es ya un lugar común afirmar que hay
tantos quijotes como lectores suma El
Quijote, o tantas islas del tesoro como lectores acumula La isla del tesoro, porque es condición
del discurso literario modificar su mensaje dependiendo de quien lo lea -como
también aquella sonata de Mozart sonará distinta según quien la interprete-; de
ahí la multiplicación de matices y sentidos que genera cada acercamiento a una
obra con vocación estética, con más motivo si hablamos de lo que entendemos por
un clásico, pues si lo es, si se admite su estatuto de clasicidad, es porque
alberga en su seno el potencial benefactor de una onda expansiva que surte
efecto y se enriquece en la promiscuidad de lo diverso, o lo que es lo mismo,
en cada lectura. Pero deberíamos tener mucho cuidado a la hora propalar juicios
de valor cuando de antemano jugamos la baza de la indefensión del receptor: los
niños y los jóvenes, y con menos frecuencia también otros colectivos de cierta
edad y cultura, han de soportar la sanción previa de la obra incontestablemente
canónica -que para eso postulan sus galones los sermoneadores de turno, sean
profesores o críticos profesionales o simples contertulios-, actitud con la que
se siega de raíz cualquier atisbo de opinión, cualquier criterio que se desvíe
del consenso, y así, de paso, a lo mejor desde el patronazgo de las buenas
intenciones, lo que de verdad se está gestionando es la frustración y el
desapego, si no el oscuro destino de un lector malogrado de por vida. Sé de
muchachos de mi generación, hoy ya más creciditos, que no quieren ni oír hablar
de La Celestina o del Quijote porque en su etapa escolar tuvieron que afrontar la
magnitud de esas obras a golpe de programación, y luego rendir cuentas en un
examen donde no se admitía más opinión que la del manual de uso. A don Miguel
de Cervantes, en efecto, nunca se le ocurrió que su fábula se usaría para
martirizar a la juventud española de los siglos venideros, sino para
entretenerla y divertirla, y, con un poquito de suerte, para transmitirle una
serie de valores que son indisociables de su aliento y de su génesis. No me
resisto -a propósito de todo esto-, no me resisto a citar esta tarde, aquí, un
par de fragmentos de una novela de Andreu Martin (Espera, ponte así, Tusquets Ed., 2001) en la que uno de los
personajes expresa con suma contundencia, con alivio, lo que yo he querido
decir: “No me gustan los clásicos porque no se puede ser crítico con ellos. Si
te dan cualquier libro recién publicado, tienes absoluta libertad para opinar
que es un bodrio, o puedes decir simplemente que no te gusta. Y no pasa nada. A
veces incluso conviene decir que no te gusta, para quedar bien, aunque te haya
gustado, eso te hace parecer más inteligente. Cuando te dan a leer un clásico,
en cambio, tiene que gustarte por fuerza. No puedes leerte el Ulises de Joyce y decir que es una
mierda. No puedes decirlo ni en broma, ni aunque te parezca de verdad una
mierda”; o este otro, de una irreverencia nada desdeñable en los tiempos que
corren: “Borracho, acodado en la barra del bar, le digo a mi vaso que Chejov
era un pelmazo y que Shakespeare está apolillado y que Cervantes y Lope de Vega
son insoportables. Y me río. Me río feliz como se ríen los niños cuando juegan
a decir palabrotas. ‘Puta, cojones, cabrón, Molière es una mierda pinchada en
un palo’, y jajajá. Hablamos de genios como los católicos hablan de santos, es
cierto, y de obras de arte como ellos de milagros, y de la Posteridad como ellos
del Paraíso, y de la
Mediocridad como ellos del Infierno […]”. Ahí queda eso, y
que cada cual saque sus conclusiones sobre la estrategia que se ha de seguir no
sólo en las escuelas y en los institutos y universidades, sino sobre todo en
esos hogares de familia moderna donde los televisores se cuentan por
habitaciones; la mía, mi conclusión, es que la conclusión definitiva le compete
al lector, siempre al lector, a cada uno, y que para ello no es sensato
prejuzgar ni al autor ni a su obra, ni condicionar su criterio más allá de lo
indispensable, que viene a ser casi nada.
Y ahora me van a permitir, a cuento de
los seductores seducidos que dejé atrás, recuperar en este marco dos momentos
emocionales que me pertenecen por derecho y en los que me gusta regodearme de
tarde en tarde, porque jalonan y ennoblecen el mito siempre enigmático de la
primera vez; dos momentos que hasta hoy nunca había comunicado con un público y
que, por supuesto, jamás se me habría ocurrido ligarlos en mi pensamiento si no
es porque me lo brinda la ocasión. Dice la sabiduría de la paciencia que para
todo hubo una primera vez, y no voy a ser yo quien lo discuta; muy al
contrario, en mi peripecia de hombre de libros que habitó una casa donde no
había ninguno, se erigen, como digo, dos recuerdos de un alto contenido
sentimental en los que no podía faltar la sombra benévola de mis padres,
aquellos padres no lectores que miraban el libro y sus alrededores con un
respeto casi supersticioso. Son dos imágenes que se complementan
inevitablemente en la reinvención mítica de mi propio pasado, pues si una apela
al futuro escritor que aún no sabía que no sabría dejar de serlo, la otra se
regocija en el entusiasmo de aquel lector adolescente que inauguraba su
biblioteca de adulto. Hablo, primero, del día en que mis padres me llevaron a
la vecina localidad de Caravaca para comprar, en una tienda de la calle Mayor
que no sé si todavía existe, una máquina de escribir de color verde, una
olivetti-lettera 32 que conservo en buen estado aunque ya no la uso, una
máquina hoy definitivamente relegada y obsoleta con la que entre mis trece y
mis veintiocho años mecanografié una buena parcela de la selva amazónica. Creo
no exagerar si digo que nunca he recibido un regalo que me deparase más
quilates de placer en bruto que aquella sencilla máquina, ni encuentro ahora
los vocablos que sepan pronunciar la fascinación casi morbosa que me poseyó
desde esa misma noche, cuando la dispuse como un altar sobre la mesa del
comedor y asistí a la insólita magia de la tinta en el papel tras el estallido
de la tecla sobre el rodillo, el golpe seco de cada una de las teclas
mayúsculas y minúsculas, pues las quise probar todas esa misma noche, desgranando
del fluir de mi conciencia nombres de personas y de cosas, palabras sueltas, o
esos versos que mi memoria se sabía porque estaban en las selecciones del
colegio. Y el otro, el segundo momento, que se decanta del lado del bibliófilo
en ciernes, se resume en la adquisición de mi primer libro no académico, Verso y prosa se titulaba, una antología
no muy gruesa editada en Cátedra y autorizada por el poeta vasco Blas de Otero,
a quien yo me había aficionado gracias a la providencia de un tal Fernando
Lázaro Carreter, quien lo incluyó en el manual de literatura que por esa época
manejé en el instituto. Recuerdo con bastante nitidez que aquel librito lo
compré en El Corte Inglés de Murcia, adonde había llegado con mis padres en un
autobús de línea que entonces tardaba dos horas desde mi pueblo; ellos se
fueron a despachar algún asunto de médicos, que era lo único que podía traernos
a Murcia, y a mí me dejaron con cincuenta duros en el bolsillo. Todavía me
adivino a mí mismo sentado junto al enorme escaparate que hace esquina, entre
gentes urbanas y perfectamente ajenas que van y vienen a la velocidad de las
ciudades, yo hojeando aquel tesoro, aquel ejemplar de pasta negra que temblaba
de una extraña emoción entre mis manos, recitándome hacia adentro la enigmática
verdad de unos versos -“si he perdido la vida, el tiempo, todo / lo que tiré,
como un anillo, al agua; / si he perdido la voz en la maleza, / me queda la
palabra”-, mientras aguardaba el regreso de mis padres para irnos a un banco de
la plaza Redonda a comernos el bocadillo de calamares con tomate que traíamos
en una bolsa, y luego caminar hacia la estación de San Andrés para ingresar en
el único autobús de la tarde, avanzando entre el ruido de los coches y la
seriedad de los semáforos con ese aire desacostumbrado de quienes no pueden
ocultar que son de pueblo.
Llegó un momento, que yo sitúo hacia los
catorce o quince años, en que aquel antiguo hábito de leer y la insobornable
necesidad de escribir se solaparon para conjurarse en una empresa común,
indisociable. El instinto de la escritura se fue apoderando de mí de un modo
silencioso pero tenaz, como resistencia activa frente al azote del tiempo y la
desmemoria, como modelo de salvación frente al olvido, como razón de ser y de
existir, como estrategia para forjar mi identidad, como destino en suma. En un
principio acusé una fortísima concienciación social, solidaria, expansiva,
gracias sobre todo al ya mentado Blas de Otero y a algunos fragmentos de
Antonio Machado o de Miguel Hernández, pero también a la sombra cómplice de
Gabriel Celaya, de Mario Benedetti, a quien continuamente estaba sacando en
préstamo de la biblioteca municipal, e incluso de Gloria Fuertes, cuyos juegos
de palabras me impresionaron en ese ascenso inicial hacia la poesía. Y, de
repente, un día me sentí protagonista en la dudosa travesía de la historia: era
el mes de octubre de 1982, yo tenía quince años y acompañé a mi abuelo, ya
septuagenario, a la plaza de toros de Murcia, para ver y escuchar el mitin de
un tal Felipe González, candidato a la presidencia del Gobierno de España cuyo
partido había acuñado como eslogan el efectista y efectivo “por el cambio”. Al
regresar de aquel evento multitudinario y triunfal, seguramente seducido por la
púrpura exultante de los tiempos, puse mis dedos sobre la olivetti y fui
ensartando a mi vez una ristra de versos de compromiso que ahondaban en la idea
del cambio desde una perspectiva que, así lo pienso, huía de la tentación
panfletaria, queriendo para sí un giro más universal, más literario y perdurable
que el que arrastra la jerga previsible de la política. Puedo admitir sin
sonrojo que ése es uno de mis primeros poemas, o al menos uno de los primeros
que nació siendo consciente de serlo, y más tarde le otorgaron un premio en el
instituto y hasta me lo publicaron en un programa de las fiestas del pueblo, lo
que significó un acicate sin precedentes para mi orgullo maltrecho. Sólo unos
meses más tarde pasó lo que tenía que pasar, porque a todos nos pasa aunque no
siempre sea grato recordarlo: el muchacho tímido se tropezó casi sin querer con
algunos amores y con sus desamores respectivos, de esos que nacen y no se
reproducen y mueren en el intervalo de pocos días y que lo dejan a uno con la
triste alegría o con la alegre tristeza que se adhiere al rostro de los
pupervivientes de un naufragio, pero amores de avanzadilla, a fin de cuentas, o
desamores que fueron preparándole el terreno al Amor de la mayúscula, a ese
sentimiento que siempre nos revela la dulce tiranía del destino y que,
arrebatado y lúcido, imposible y doloroso y mágico, gravitó sobre los años
contradictorios de mi lejana juventud mientras buscaba amparo en los poemas de
Neruda y de Cernuda y de Vicente Aleixandre. Fue entonces, poseído por una
fuerza ajena que ideaba por mí las analogías y las metáforas que descifran el
mundo, cuando hallé consuelo y terapia con la escritura de los poemas de mi
primer libro, El otoño de los tristes,
forjado a los diecisiete años y puesto en circulación editorial una década
después. Lo dije hace un rato y ahora lo repito por si no se me oyó: los libros
me han salvado la vida varias veces, pero fue éste que nombro, con seguridad,
el que me la salvó cuando menos asideros tenía, y conste que no hablo en
sentido figurado ni pretendo alimentar ningún misterio.
No conozco a ningún buen cocinero, de los
que cuidan la calidad del producto y los procesos de elaboración y la estética
del plato sobre la mesa, que no haya sido antes un comensal agradecido; y lo
más corriente es que éste y aquél, el comensal y el cocinero, cohabiten durante
toda su vida en un discreto equilibrio donde el uno y el otro aprenden y
disfrutan de la reciprocidad de su pasión. Me sirvo de este símil culinario
para abundar en mi antiguo convencimiento de que lectura y escritura deben ir
de la mano en la senda del aprendizaje del niño, del adolescente, es casi un
requisito de la mejor escuela el acertar a conectarlas en la fe de su objetivo,
y creo, además, que la buena pedagogía y el sentido común son los que trabajan
en esta dirección compartida, preocupándose de dinamizar una alternancia
siempre enriquecedora, siempre alentadora, entre el noble acto de leer, esto
es, de interpretar los signos que escribieron otros, y el no menos noble de
articular los nuestros propios para que otros puedan interpretarlos o, lo que
es igual, para que otros nos interpreten a través de nuestros signos. Aunque he
sido convocado a este encuentro bajo la divisa de creador, o de poeta, no me
podré callar que desde hace casi tres lustros vengo ejerciendo labores de
profesor de Lengua y Literatura en varios institutos de la Región, y que como tal he
tenido y tengo la oportunidad de tomarle el pulso cada día a ese virus del
desapego y la desidia que arrastran a su paso las nuevas hornadas de alumnos de
secundaria. Es obvio que ni la tengo ni he patentado ninguna fórmula
maravillosa que sepa reparar los estragos que las sucesivas leyes educativas de
los sucesivos gobiernos han ido ingeniando y propagando con sus buenísimas
intenciones -de las que no hemos de olvidar que el infierno está lleno-, pero
no quisiera irme de aquí sin hacer una mención expresa, siquiera sea de pasada,
e incluso recomendar con toda la humildad del caso, tanto a los maestros y
profesores como a las familias, un par de títulos ya clásicos que podrían
iluminarnos en los momentos de desánimo,
que deberían estar siempre ahí, en la mesilla de noche, siempre al
alcance de quienes nos arrogamos la responsabilidad de transmitir el goce del
libro y su importancia fundamental en la aventura de la vida, y asimilarlos no
ya como recursos didácticos directos, que también, sino como dos estupendos
ejemplos de concienciación didáctica para no perder definitivamente la
perspectiva de las cosas. Se trata de dos miradas de referencia ineludible, o
eso entiendo: la primera, Como una novela
(ed. p. 1992), de Daniel Pennac, se decanta del lado de la lectura entendida
como lo que fue en su origen, como placer, y despliega una serie de estrategias
bastante elementales pero muy lúcidas que arrancan de la consabida tesis
inicial -“el verbo leer no soporta el imperativo”, aversión que comparte con
otros verbos como amar o soñar-, y que concluye en el decálogo de los derechos
del lector, tales como el derecho a no leer, o a saltarse páginas o a no
terminar lo que no le esté gustando, acogiéndose al principio de la no
obligatoriedad, al no tener que rendir cuentas escolares ni de ninguna otra
estirpe mientras se pone la dudosa excusa de una novela o de unos poemas. El
otro título, más antiguo, es Gramática de
la fantasía, del maestro italiano Gianni Rodari, un ensayo sembrado de
sugerencias y de propuestas prácticas sobre cómo hacer para que la imaginación
de los niños se active y vayan creando ellos mismos sus propios textos, sean
imitativos o libres, en prosa o en verso, individuales o colectivos; su
criterio, que a mi modo de ver participa de la filosofía de la lectura que
adoptó después Daniel Pennac, se puede advertir en el siguiente fragmento: “El
encuentro decisivo entre los chicos y los libros tiene lugar en los pupitres
del colegio. Si se produce en una situación creativa, donde cuenta la vida y no
el ejercicio, podrá surgir ese gusto por la lectura con el cual no se nace,
porque no es un instinto. Si se produce en una situación burocrática, si al
libro se lo maltrata como instrumento de ejercitaciones (copias, resúmenes,
análisis gramatical, etc.), sofocado por el mecanismo tradicional del
examen-juicio, podrá nacer la técnica de la lectura, pero no el gusto. Los
chicos sabrán leer, pero leerán sólo si se les obliga”. Yo, en mis clases,
desde hace algunos cursos, he optado por poner en práctica un programa de
lectura rotatoria que no tiene el menor secreto: simplemente, a primeros de
octubre me llevo al aula una serie de novelas que dormitan en la estantería del
departamento, elegidas según mi criterio, y establezco un calendario para que
vayan pasando de manos. No hay examen, no investigo con vistas a una
calificación; tan sólo tomo nota de lo que va leyendo cada cual, de si se lo ha
dejado a medias y por qué, de qué les está gustando más y qué les está gustando
menos, y es apenas al final del proceso, en junio, cuando les proporciono una
ficha para que me transmitan sus impresiones sobre este procedimiento. En
cuanto a la otra parte, la que concierne a la escritura creativa, también desde
hace varios cursos he perfilado poco a poco el modelo de una iniciativa que, si
se me permite la inmodestia, puedo certificar que funciona excepcionalmente
bien, al punto de que algunos compañeros de mi actual centro ya la están
aplicando con distintas dosis de entusiasmo, que se puede medir por el grado de
gratificación emotiva que tanto para la familia del alumno como para el alumno
y para el profesor lleva consigo la experiencia: programo una autobiografía por
capítulos, este año en concreto son veinticuatro capítulos, capítulos de algo
más de una página que ellos me van entregando según unas pautas básicas y de
acuerdo con un calendario semanal fijo que deben respetar inexcusablemente; yo
los leo y los corrijo uno a uno, salvo impedimentos mayores, y ellos los van
limpiando de faltas y de otros vicios de redacción hasta que, al fin, allá por
el mes de mayo, los capítulos se someten al último lavado, se uniforman los
criterios de la presentación y les hago encuadernar un par de copias, con su
portada, su índice y hasta su dedicatoria personalizada. Este adiestramiento
suelo hacerlo en el primer ciclo de la
ESO, para después, en el segundo ciclo, incitarlos con otro
programa muy similar en sus cauces, pero más desligado de su yo íntimo, con
propuestas más arriesgadas de relatos cortos y de poemas dirigidos, abiertos al
ancho campo de la ficción.
Voy terminando, con independencia de que
el final de mis palabras pueda ser el principio de una larga tertulia. He titulado esta charla Leer para vivirla, una frase que, con toda intención, invierte la
que Gabriel García Márquez puso al frente de sus memorias, Vivir para contarla. Y me parece que no hará mucha falta explicar
el porqué de este juego cómplice después de todo lo que ya he dicho. Nuestra
vida, en efecto, está llena de instantes mejores y peores que se suceden en la
línea del tiempo que nos haya reservado el destino; y las posibilidades de
optimizar experiencias se limitan no sólo a ese tiempo, sino también al
espacio, las cosas como son, no tenemos más tiempo que el que tenemos y hay
lugares en los que nunca estaremos, es nuestra propia individualidad la que
acota cuanto hemos de vivir. Pero aun así queremos más, aspiramos a más, no nos
parece bastante agotar nuestro mundo en el interior de la jaula que nos imponen
las leyes físicas, y es ahí donde la fantasía de la que nos sabemos dotados
salta las bardas y busca otros mundos, anhela otras vidas aparte de la nuestra,
y surgen entonces las historias y los cuentos, las ficciones que vagan entre lo
que fue y lo que pudo haber sido, la literatura, los libros. Cuando leo una
novela, soy todos los personajes al mismo tiempo, y viajo con cada uno de ellos
adondequiera que ellos viajen, y digo y pienso lo que cada uno de ellos piensa
y dice, y siento lo que ellos sienten aunque unas veces lo haga desde la
simpatía y la complicidad y otras desde la animadversión o el desacuerdo. Por
eso me gratifica la lectura, porque mi horizonte de vida se amplía de una forma
insospechada, y por unos minutos o por unas horas soy un hidalgo loco que se
hace armar caballero, o una regenta insatisfecha de su suerte que se deja
tentar por la pasión, o un pirata romántico cuyo barco es su tesoro y su única
patria la mar, o cualquiera de las infinitas posibilidades que la imaginación humana
quiso poner al servicio de la palabra, de las palabras. “No hay
espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee”: la frase no es mía,
la cojo prestada del discurso que leyó Günter Grass en 1999, con motivo de la
recepción del Premio Nobel de Literatura. Es una idea que me subyugó hace una
década y que luego, por partida doble, he tenido la oportunidad de festejar
observando de cerca a mis dos hijos. La mirada de un niño que lee, en efecto,
es un hermoso espectáculo que cualquiera de nosotros, adultos tal vez con
hijos, o con hermanos o sobrinos de corta edad, podría espiar durante unos
instantes: es una mirada limpia, emotiva, un encuentro dichoso que va del
asombro a la ternura, un modo de aproximación a los signos en que no será
difícil palpar el flujo incesante de imágenes que circulan en esa distancia
mágica entre los ojos inocentes que construyen y hacen suyo un significado, y
el texto que devoran en silencio, espacio en el que se condensa el nivel de
abstracción activa, recreativa, y fructifica la necesaria complicidad que
define al arte de la literatura. Voy a clausurar mi alegato con palabras de un
autor cuyas historias me han deparado instantes de felicidad que de otro modo
no hubiera alcanzado nunca, un novelista de prestigio -el portugués José
Saramago- que en una reflexión sobre la vigencia de los libros desliza una
maravillosa vuelta de tuerca que es también, como el hermoso espectáculo de la
mirada de un niño que lee, una imagen casi tangible, definitiva, reveladora de
esa sutil alianza entre lo que somos y lo que leemos: “Hay un
momento que es verdaderamente extraordinario en la lectura: cuando uno la
interrumpe. Cuando uno está leyendo tiene el libro con las hojas abiertas, pero
de pronto levanta la vista del libro y mira adelante. Se suspende la lectura,
algo ha ocurrido, algo mágico: es como si la lectura quisiera transportar al
lector a otro universo. Y es que el lector, al levantar la mirada, se está
mirando a sí mismo”.
Muchas gracias
por la atención.