miércoles, 30 de octubre de 2013

ACERCA DE LA LECTURA



Entiendo que la autoridad educativa no quedó demasiado descontenta con mi contribución al programa “Escritores en el aula”, ese que me llevó a peregrinar con mis papeles por unos cuantos colegios de primaria, entre la costa y la montaña, pues en efecto, transcurrido un tiempo, alguien volvió a citarme para que actuase de ponente en unos encuentros bajo el lema “Lectura y familia”. Tendría que hablar, me dijo, de mi formación lectora y de la importancia que para mí tienen y tuvieron los libros, y dejar entrever, de paso, de qué modo aquella inquietud casi remota se había trasladado después a mis afanes literarios y a mi particular universo creador. El público se nutriría de padres y madres, pero sobre todo de profesores en activo (tal vez ávidos de horas para justificar el sexenio) que hubiesen comprometido su asistencia a una de las tres sedes que se me asignaron (en Bullas, Caravaca y San Javier, si mal no recuerdo). Admito que disfruté mucho redactando este ineludible capítulo de mi autobiografía, y me reservo la sospecha de que tanto las exposiciones orales como los debates que siguieron alentaron cierta curiosidad en los respectivos auditorios.


LEER PARA VIVIRLA
En Lectura y familia, VVAA, pp. 195-209,
Consejo Escolar de la Región, Murcia, 2009.

Escrito en marzo de 2009

Quiero comenzar esta charla partiendo de una obviedad: cuando los seres humanos somos arrojados del confortable útero de la madre y manos extrañas cortan el cordón que nos vinculaba a su sangre, ni conocemos los signos ni los necesitamos para seguir respirando el aire nuevo de la vida, y esto porque, por definición, la razón de ser de cualquier signo no es otra que significar, o lo que es lo mismo, representar de otra forma una parcela de mundo, traducir a un código paralelo la realidad circundante, poner cierto orden en el bazar de las cosas que percibimos a través de nuestros sentidos. Pero resulta que en aquel instante originario, y quizás en las primerísimas horas o días de la existencia, ese mundo inmediato y la realidad que lo contiene todavía se bastan a sí mismos en la plenitud adánica del ser, no precisan de ningún auxilio externo porque tampoco necesitan decirse; para el bebé, cada nueva cosa que va percibiendo es exactamente lo que es y no consiente que se le adjudique ningún mote, ninguna etiqueta, cada objeto y cada estímulo se postulan ante la criatura siendo en sí mismos y por sí mismos, sin noción de tiempo ni de espacio, con una certeza fundamental que repudia la intervención de esos intermediarios que sin embargo ya acechan, los signos.
Y ahora, si me lo permiten, voy a continuar con otra obviedad que se desprende de aquélla: durante las primeras semanas y meses, los hombres y las mujeres nos vamos empapando de gestos y sonidos propagados por los rostros de los seres más próximos, sonidos y gestos que luego tratamos de imitar y que finalmente repetimos ante el regocijo unánime de los ojos que nos miran, orgullosos y cómplices, porque en ese acto reflejo confirmamos que estamos aprendiendo la correspondencia entre los signos y la parcela de realidad que los signos significan, y ello aunque no sepamos aún que ese breve balbuceo de sonidos primigenios puede quedar registrado mediante extraños dibujitos que se suceden en el espacio reglado de un simple papel o de una pantallita de ordenador. Estoy hablando de un milagro tan básico, tan asumido, que a menudo se nos olvida su papel determinante en la historia de la Humanidad: el milagro de los veintitantos fonemas/letras que entre vocales y consonantes combinamos para formar sonidos/sílabas, el milagro de las sílabas que a golpes de voz se articulan misteriosamente en grupitos autónomos denominados palabras, el milagro de las palabras que se buscan unas a otras y se asocian para producir grupos mayores y unidades oracionales, y luego los párrafos, y más allá los fragmentos o capítulos, y al fin textos autosuficientes que jamás saciarán la infinita red de posibilidades expresivas que atesora el lenguaje. Sí, el lenguaje: he aquí, a mi juicio, el milagro en que se asienta todo nuestro devenir de hombres y mujeres, una maravillosa heredad que apuntala la inteligencia y que halla en el objeto-libro su instrumento necesario, sin el cual no seríamos lo que somos ni estaríamos en este aquí y en este ahora; me aventuro a añadir que no estaríamos en ninguna parte, yo al menos no estaría, pues si por un lado albergo la convicción intelectual de que ha sido gracias a los libros que las mujeres y los hombres de este planeta hemos sobrevivido como especie dominante, por otro lado -y ésta es una evidencia emotiva que rehúye todo efectismo dramático-, por otro lado he de admitir, decía, he de confesar en este foro, que los libros, a mí, sí que me han salvado la vida unas cuantas veces.
Yo llegué a una casa de familia humilde en la que el libro era un lujo muy caro para quienes, abocados a ganarse el pan de sol a sol, cada día sin descontar ninguno, el hombre entre los surcos de la tierra y la mujer en mil labores sin fin, nunca pudieron conocer el descanso completo del domingo ni la quincena de vacaciones en verano. Por unas o por otras causas, mis padres dejaron de pisar la escuela a los ocho o nueve años, justo cuando las circunstancias decidieron que ya sabían leer y escribir lo imprescindible para no aparecer en la estadística de analfabetos de la posguerra española, que ciertamente no lo son porque conocen las letras del alfabeto y escriben lo que se les mande escribir con un tesón que se adhiere a la caligrafía desacostumbrada, sobre todo cuando dibujan nerviosamente su firma en presencia de un extraño, pero de ahí a poner un libro en sus manos y pretender que comprendan y disfruten el misterioso andamiaje de los signos escritos hay un larguísimo trecho, casi un abismo. Así que, como dije, yo nací en una casa huérfana de libros (tampoco había televisión, por cierto: creo que pertenezco a la última hornada de muchachos que ni fueron alumbrados en una fría sala de hospital ni crecieron mirando las imágenes del televisor), y los pocos volúmenes que empezaron a entrar, aparte de los consabidos pulgarcitos, caperucitas, cabritillos engañados y pastorcillos embusteros, fueron aquellos que alimentaban mis iniciales inquietudes bajo el extraño modo de los manuales para escolares que yo manoseé con la fruición exclusiva de un niño ensimismado y tímido, manuales cuyas escasas ilustraciones conservo todavía en algún dominio de mi retina, y cuyos fragmentos de textos de los clásicos castellanos puedo todavía recitar con un ligero estremecimiento de gratitud, con una punzada de vértigo al adivinarme a mí mismo, hace más de treinta y cinco años, leyendo y volviendo a leer frente al fuego de la chimenea el romance de la loba parda, o el del rey don Sancho en el cerco de Zamora, o el de un portugués que asombrose al ver que en su tierna infancia todos los niños en Francia supieran hablar francés, o aquel otro del prisionero triste y cuitado que vive en esa prisión sin saber cuándo es de día ni cuándo las noches son sino por una avecilla que le cantaba al albor.
Mis padres, lo he dicho y lo repito, no eran lectores, nunca lo han sido ni siquiera de periódicos, y quizás por eso durante mucho tiempo le adjudiqué a la compra de la prensa diaria un halo aristocrático lejano, un dispendio más propio de los ricos que se sentaban en la puerta del casino, era como fumar puros muy gordos o dejarse afeitar por la navaja de un barbero o salir a comer a un restaurante, hábitos que hoy se nos antojan de una cotidianeidad universal, pero que en la cultura del trabajo físico y de la contención de gastos que observé en mi entorno alcanzaron la categoría de los pequeños lujos. No obstante, sin ser lectores ni poseedores de libros, he de matizar que siempre percibí en ellos, en mis padres, y también en mis abuelos, una curiosa veneración por la letra impresa, ya el modo de pasar las hojas humedeciéndose los dedos en la lengua convertía la escena en un ritual anacrónico, como si ese universo vedado que para ellos encerraban los libros hubiese afirmado la fortaleza ilimitada de su misterio y vivieran fascinados por la posibilidad de que su primogénito -yo- pudiera resarcirlos al fin de su propia ineptitud. Y no he de ocultar que una tendencia natural, acaso innata, potenciaba en mí la apropiación del libro como un objeto mágico, depositario de una dosis de felicidad futura que el subconsciente me iba demandando con ese resto de coleccionista selectivo o de bibliófilo en ciernes que aún perdura cuando entretengo mis ocios en una librería o paseo los ojos y las manos por mi propia biblioteca: esas tapas suaves con la promesa de su título y esa textura de las páginas con su ristra de palabras por descifrar se alzan aún hoy, como se alzaban para el niño que fui, como la consagración definitiva de otros mundos posibles que existían paralelos a éste, maravillosos ámbitos de la imaginación donde habría de triunfar no el tedio de lo que llamamos la realidad, que es lo que ha sucedido o está sucediendo y se sabe de testigos que viven para contarlo, sino el enigma impenetrable de lo soñado o imaginado, de lo fingido, de lo inventado, de lo que podría o pudo suceder en algún nudo inaudito entre lo pretérito y lo futuro.
Poco a poco, alrededor de los diez o doce años, la lectura se fue convirtiendo para mí en un aliado perfecto de la timidez, en una preciosa seña de identidad que mi ego esgrimía en secreto frente a las hostilidades de la propia vida. Mientras mis amigos deambulaban sin rumbo por las salas de futbolines del pueblo o derrochaban las horas interminables de la siesta jugando a las cartas en cualquier callejón y hablando de cosas que no me interesaban, yo me refugiaba en la discreta intimidad de las antologías para escolares leyendo adaptaciones de clásicos como Juan de Timoneda o Samaniego, o fragmentos de vocación didáctica que no eludían el alarde de buen humor y la ironía asequible, como aquel de Juan Valera en que se produce un equívoco por la mala memoria del negrito cuyo señor no estaba en casa, o ese otro pasaje en que un tal Lázaro y el primero de sus amos acuerdan comerse las uvas una tú otra yo, hasta que el sagacísimo ciego muda el propósito y torna a coger dos uvas en cada turno, para con esta argucia acabar sentenciando al pequeño Lázaro, quien, sin duda, lo había estado engañando, pues si viéndolo tomar dos se callaba es porque él desgranaba el racimo, como poco, de tres en tres y aun de cuatro en cuatro. Recuerdo que por aquel entonces me hice socio de la recién habilitada y mal abastecida biblioteca municipal, y que lo que más saqué al principio eran biografías ilustradas de héroes patrios como Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, y de aventureros como Marco Polo o Cristóbal Colón, y de conquistadores como Hernán Cortés o Pizarro; y casi sin darme cuenta, sin nadie que asesorara mi incipiente inclinación ni discriminara para mí las historias reales de las historias fingidas o ficticias, di el paso al Sandokán de Emilio Salgari y luego a las novelas de Julio Verne, lo que se tradujo a la postre en un gesto definitivo, porque en ese salto aparentemente sencillo e impremeditado de Colón a Sandokán o a Miguel Strogoff yo no supe acusar distancia, de hecho me parecían figuras de una misma estirpe, fabricadas con el mismo barro, y es tal vez por eso que, conforme he ido creciendo en la vida y en los libros, tanto mis lecturas favoritas como mis obsesiones cuando me pongo a escribir suelen converger a menudo hacia ese límite difuso que une y separa la verdad de la mentira, o mejor dicho, hacia esa maravillosa tierra de nadie donde la única gran verdad, la Verdad con mayúscula, es la que resplandece tras las pequeñas mentirijillas que van tejiendo la mecánica de la ficción. ¿Quién, después de leerlo, se atrevería a afirmar que El Quijote es mentira, o que es mentira La Regenta o La casa de Bernarda Alba? ¡Cuántos quijotes y regentas y casas como la de Bernarda Alba habitan en lo más profundo de nuestro ser, y sólo leyéndolos conseguimos percatarnos de su presencia! Mentir es ocultar o falsear la realidad con fines torcidos; pero en el caso de los libros el proceso es otro, justamente el inverso, ya que el objetivo último de una obra de cultura y de arte es alumbrar la realidad, verificarla mediante el ejemplo universal para convertirla en explicación de lo que somos, que es la esencia del mito.
En alguna parte he escuchado que el escritor y el lector habitan dos soledades simétricas, y que el uno y el otro se retroalimentan y se necesitan como el día y la noche, ya que entre ambos urden la madeja de la literatura aunque sólo al primero le sean dados los honores. Pero, siendo importante el autor porque reúne en sí unos talentos y lo asiste además el tesón para ejercitarlos, hemos de admitir que sin la otra parte, la del lector, el libro está clínicamente muerto. Entiendo, pues, que hay que reivindicar bien alto y en todos los foros el papel fundamental que el lector representa para que el libro viva, para que el libro sea algo más que un lomo encarcelado en posición vertical, a juego con la estantería. Y a las generaciones de jóvenes que sufren el disparate de las programaciones repletas de contenidos inabarcables, lejos de atormentarlos de aquí a la eternidad con el estudio de las características generales de la literatura renacentista o con la retahíla de artefactos retóricos esgrimidos en sus sonetos por los quevedos y los góngoras de turno, habría que inculcarles desde pequeñitos, en las escuelas y en las casas, algo tan meridiano como esto: que cada uno de ellos es importante para la literatura, y que lo es como pueda serlo el mismísimo Cervantes, porque sin el concurso de cada uno de ellos a don Quijote no habrá quien lo levante de la cama, y sin cada uno de ellos don Quijote no se pasará las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, ni se hará armar caballero en una venta que semeja un castillo, y no saldrá a los caminos polvorientos de La Mancha, y no buscará aventuras ni dialogará con su escudero; es decir, que don Quijote no podrá vivir ese destino suyo que al mismo tiempo es el nuestro, el de cada lector individual que lo toma en su regazo y le hace hablar de nuevo. El lector es una especie de Cristo acercándose a Lázaro y susurrándole al oído que se levante y ande. Así, el libro recupera sus constantes vitales cuando unas manos ávidas lo sacan de su hueco en el nicho-biblioteca y lo abren por la primera página para que unos ojos soberanos comiencen a desentrañar su secreto más íntimo, y entonces las palabras respiran a través de esos ojos, y se iluminan a través de quien las descifra e interpreta. Para entendernos, es algo similar a lo que sucede con la música: todos sabemos que las notas que escribió Mozart están dispuestas en el pentagrama, pero ahí, en el pentagrama, todavía no se oye la sonata, todo está en un silencio calmo, esperando desde ese hábito de la paciencia que sólo lo verdaderamente sublime sabe gestionar, hace falta un lector de notas en el pentagrama, se necesitan los dedos sensibles de un lector muy bien entrenado que sepa llevarse las notas a su piano para que otra vez triunfe en el aire el milagro de la música: es imprescindible que acuda a su rescate un intérprete, un seductor seducido.
Pero hay una cuestión que me asedia desde que emborroné el primer folio de este discurso y que a esta altura me apetece compartir con ustedes, una pregunta bastante elemental que he ido retrasando sin darme cuenta, seguramente porque intuyo que no me será fácil hallarle una sola respuesta: ¿en qué momento y en qué circunstancias de la educación literaria del niño o del joven salta el resorte que lo zarandea como el mero lector que ha sido y le inyecta, como un veneno benévolo, la voluntad imperiosa de componer él sus propias historias o sus propios poemas, esto es, de reescribir el rastro efímero de su propia vida, que a fin de cuentas es lo que hace la literatura? Me planteo esto porque, si hoy he venido hasta aquí, reclamado por una institución académica para hablar de lo que para mí suponen y supusieron los libros, me consta que ha sido únicamente en calidad de individuo que ha ido escribiendo unos cuantos libros y que luego ha tenido la osadía o la oportunidad de publicarlos: más aún, si hoy he venido aquí ha sido avalado por el meritorio y a la vez abrumador título de poeta, y no como el lector particular y un tanto azaroso que fui y creo seguir siendo. ¿Cuándo y con qué excusa aparté a un lado La canción del pirata, o el socorrido arrimo de las Rimas de Bécquer, y busqué un bolígrafo y un papel donde expresar a mi manera lo que ya no me cabía dentro del pecho ni quería morirse en la soledad de un sentimiento vacío de palabras? No sé cómo ni cuándo se me deslizó el primer ramillete de versos, ni sé cuánto tiempo hubo de pasar después para que al suceso, ya consumado, fuese legítimo concederle el altísimo calificativo de poema. Podría darle dos sonoras bofetadas a mi mala memoria y reinventar ahora para ustedes la situación exacta en que se produjo aquel primer alumbramiento, propiciando incluso un efecto entre distraído y trascendente, con adornos ocasionales que fijaran una anécdota del estilo de la que Pablo Neruda pone en un capítulo de su autobiografía; y si lo considero más despacio me convenzo de que es muy probable que sucediera más o menos así, como un juego de palabras semirrimadas que se mezclaran con la angustia y la tristeza en el iceberg de una emoción intensa y extraña, sin duda irremplazable, cuya causa, sin embargo, no sabremos concretar porque se nos extravió mientras nacía, en el secreto limbo de la inspiración. Pero dejémonos de conjeturas baratas: cada vez que yo escribo un poema tengo la obligación ética y estética de sentirlo como el primero que escribo y, del mismo modo, también como el último que habré escrito, porque la poesía se nutre del instante único, de lo inédito universal, de lo que no se puede sentir ni decir de otro modo que no sea ése, y el instante que lo inspira y el poema que de ahí resulta se pertenecen de por vida, salvo que será en el seno de cada lector donde germine nuevamente su aventura y su triunfo. Si se trabaja con un mínimo de honradez, si todo afán se supedita a la autenticidad, entonces el primer poema es cada uno de los poemas que uno ha escrito; y para que los signos lleguen a la pluma del poeta y se impongan a la luz de su talento y de su oficio hizo falta un camino previo, hicieron falta muchas páginas escritas por otros, centenares de páginas leídas y releídas y casi memorizadas hasta hacerlas nuestras. En palabras de aquel cartero de la ficción que tan entrañablemente sirvió a Neruda en su exilio italiano, “la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita”, y yo añado que muchos de los lectores que un día nos alimentamos de los poemas de Neruda hemos acabado escribiendo nuestros propios poemas para decirnos a nosotros mismos, para que, con un poco de suerte, otros lectores sacien en ellos, también, su necesidad.
Empleé hace unos minutos la expresión seductor seducido, porque es en el circuito de esta aparente paradoja donde, a mi juicio, con más tino se define la categoría del lector: alguien que se deja arrastrar por la llamada de un título y de una historia, o, si se quiere, de un sentimiento cincelado en versos, pero un título y una historia o unos versos a los que, al propio tiempo, ese lector les está inyectando su experiencia de vida para abocarlos poco a poco hacia su mundo íntimo, hacia ese dominio particular de cada uno que será sin duda intransferible. Cada acto de lectura posee la facultad soberana de recrear, o de volver a crear por y para sí mismo, todo cuanto el texto le proyecta, según la manera de ser y de entender y de sentir del sujeto que lo lee, según su percepción de las cosas; y resulta ocioso admitir, de tan obvio, que esa perspectiva será siempre singular y única, y que siempre diferirá en poco o en mucho de la que alienten el resto de lectores que haya tenido o tenga o vaya a tener un determinado texto. Es ya un lugar común afirmar que hay tantos quijotes como lectores suma El Quijote, o tantas islas del tesoro como lectores acumula La isla del tesoro, porque es condición del discurso literario modificar su mensaje dependiendo de quien lo lea -como también aquella sonata de Mozart sonará distinta según quien la interprete-; de ahí la multiplicación de matices y sentidos que genera cada acercamiento a una obra con vocación estética, con más motivo si hablamos de lo que entendemos por un clásico, pues si lo es, si se admite su estatuto de clasicidad, es porque alberga en su seno el potencial benefactor de una onda expansiva que surte efecto y se enriquece en la promiscuidad de lo diverso, o lo que es lo mismo, en cada lectura. Pero deberíamos tener mucho cuidado a la hora propalar juicios de valor cuando de antemano jugamos la baza de la indefensión del receptor: los niños y los jóvenes, y con menos frecuencia también otros colectivos de cierta edad y cultura, han de soportar la sanción previa de la obra incontestablemente canónica -que para eso postulan sus galones los sermoneadores de turno, sean profesores o críticos profesionales o simples contertulios-, actitud con la que se siega de raíz cualquier atisbo de opinión, cualquier criterio que se desvíe del consenso, y así, de paso, a lo mejor desde el patronazgo de las buenas intenciones, lo que de verdad se está gestionando es la frustración y el desapego, si no el oscuro destino de un lector malogrado de por vida. Sé de muchachos de mi generación, hoy ya más creciditos, que no quieren ni oír hablar de La Celestina o del Quijote porque en su etapa escolar tuvieron que afrontar la magnitud de esas obras a golpe de programación, y luego rendir cuentas en un examen donde no se admitía más opinión que la del manual de uso. A don Miguel de Cervantes, en efecto, nunca se le ocurrió que su fábula se usaría para martirizar a la juventud española de los siglos venideros, sino para entretenerla y divertirla, y, con un poquito de suerte, para transmitirle una serie de valores que son indisociables de su aliento y de su génesis. No me resisto -a propósito de todo esto-, no me resisto a citar esta tarde, aquí, un par de fragmentos de una novela de Andreu Martin (Espera, ponte así, Tusquets Ed., 2001) en la que uno de los personajes expresa con suma contundencia, con alivio, lo que yo he querido decir: “No me gustan los clásicos porque no se puede ser crítico con ellos. Si te dan cualquier libro recién publicado, tienes absoluta libertad para opinar que es un bodrio, o puedes decir simplemente que no te gusta. Y no pasa nada. A veces incluso conviene decir que no te gusta, para quedar bien, aunque te haya gustado, eso te hace parecer más inteligente. Cuando te dan a leer un clásico, en cambio, tiene que gustarte por fuerza. No puedes leerte el Ulises de Joyce y decir que es una mierda. No puedes decirlo ni en broma, ni aunque te parezca de verdad una mierda”; o este otro, de una irreverencia nada desdeñable en los tiempos que corren: “Borracho, acodado en la barra del bar, le digo a mi vaso que Chejov era un pelmazo y que Shakespeare está apolillado y que Cervantes y Lope de Vega son insoportables. Y me río. Me río feliz como se ríen los niños cuando juegan a decir palabrotas. ‘Puta, cojones, cabrón, Molière es una mierda pinchada en un palo’, y jajajá. Hablamos de genios como los católicos hablan de santos, es cierto, y de obras de arte como ellos de milagros, y de la Posteridad como ellos del Paraíso, y de la Mediocridad como ellos del Infierno […]”. Ahí queda eso, y que cada cual saque sus conclusiones sobre la estrategia que se ha de seguir no sólo en las escuelas y en los institutos y universidades, sino sobre todo en esos hogares de familia moderna donde los televisores se cuentan por habitaciones; la mía, mi conclusión, es que la conclusión definitiva le compete al lector, siempre al lector, a cada uno, y que para ello no es sensato prejuzgar ni al autor ni a su obra, ni condicionar su criterio más allá de lo indispensable, que viene a ser casi nada.
Y ahora me van a permitir, a cuento de los seductores seducidos que dejé atrás, recuperar en este marco dos momentos emocionales que me pertenecen por derecho y en los que me gusta regodearme de tarde en tarde, porque jalonan y ennoblecen el mito siempre enigmático de la primera vez; dos momentos que hasta hoy nunca había comunicado con un público y que, por supuesto, jamás se me habría ocurrido ligarlos en mi pensamiento si no es porque me lo brinda la ocasión. Dice la sabiduría de la paciencia que para todo hubo una primera vez, y no voy a ser yo quien lo discuta; muy al contrario, en mi peripecia de hombre de libros que habitó una casa donde no había ninguno, se erigen, como digo, dos recuerdos de un alto contenido sentimental en los que no podía faltar la sombra benévola de mis padres, aquellos padres no lectores que miraban el libro y sus alrededores con un respeto casi supersticioso. Son dos imágenes que se complementan inevitablemente en la reinvención mítica de mi propio pasado, pues si una apela al futuro escritor que aún no sabía que no sabría dejar de serlo, la otra se regocija en el entusiasmo de aquel lector adolescente que inauguraba su biblioteca de adulto. Hablo, primero, del día en que mis padres me llevaron a la vecina localidad de Caravaca para comprar, en una tienda de la calle Mayor que no sé si todavía existe, una máquina de escribir de color verde, una olivetti-lettera 32 que conservo en buen estado aunque ya no la uso, una máquina hoy definitivamente relegada y obsoleta con la que entre mis trece y mis veintiocho años mecanografié una buena parcela de la selva amazónica. Creo no exagerar si digo que nunca he recibido un regalo que me deparase más quilates de placer en bruto que aquella sencilla máquina, ni encuentro ahora los vocablos que sepan pronunciar la fascinación casi morbosa que me poseyó desde esa misma noche, cuando la dispuse como un altar sobre la mesa del comedor y asistí a la insólita magia de la tinta en el papel tras el estallido de la tecla sobre el rodillo, el golpe seco de cada una de las teclas mayúsculas y minúsculas, pues las quise probar todas esa misma noche, desgranando del fluir de mi conciencia nombres de personas y de cosas, palabras sueltas, o esos versos que mi memoria se sabía porque estaban en las selecciones del colegio. Y el otro, el segundo momento, que se decanta del lado del bibliófilo en ciernes, se resume en la adquisición de mi primer libro no académico, Verso y prosa se titulaba, una antología no muy gruesa editada en Cátedra y autorizada por el poeta vasco Blas de Otero, a quien yo me había aficionado gracias a la providencia de un tal Fernando Lázaro Carreter, quien lo incluyó en el manual de literatura que por esa época manejé en el instituto. Recuerdo con bastante nitidez que aquel librito lo compré en El Corte Inglés de Murcia, adonde había llegado con mis padres en un autobús de línea que entonces tardaba dos horas desde mi pueblo; ellos se fueron a despachar algún asunto de médicos, que era lo único que podía traernos a Murcia, y a mí me dejaron con cincuenta duros en el bolsillo. Todavía me adivino a mí mismo sentado junto al enorme escaparate que hace esquina, entre gentes urbanas y perfectamente ajenas que van y vienen a la velocidad de las ciudades, yo hojeando aquel tesoro, aquel ejemplar de pasta negra que temblaba de una extraña emoción entre mis manos, recitándome hacia adentro la enigmática verdad de unos versos -“si he perdido la vida, el tiempo, todo / lo que tiré, como un anillo, al agua; / si he perdido la voz en la maleza, / me queda la palabra”-, mientras aguardaba el regreso de mis padres para irnos a un banco de la plaza Redonda a comernos el bocadillo de calamares con tomate que traíamos en una bolsa, y luego caminar hacia la estación de San Andrés para ingresar en el único autobús de la tarde, avanzando entre el ruido de los coches y la seriedad de los semáforos con ese aire desacostumbrado de quienes no pueden ocultar que son de pueblo.
Llegó un momento, que yo sitúo hacia los catorce o quince años, en que aquel antiguo hábito de leer y la insobornable necesidad de escribir se solaparon para conjurarse en una empresa común, indisociable. El instinto de la escritura se fue apoderando de mí de un modo silencioso pero tenaz, como resistencia activa frente al azote del tiempo y la desmemoria, como modelo de salvación frente al olvido, como razón de ser y de existir, como estrategia para forjar mi identidad, como destino en suma. En un principio acusé una fortísima concienciación social, solidaria, expansiva, gracias sobre todo al ya mentado Blas de Otero y a algunos fragmentos de Antonio Machado o de Miguel Hernández, pero también a la sombra cómplice de Gabriel Celaya, de Mario Benedetti, a quien continuamente estaba sacando en préstamo de la biblioteca municipal, e incluso de Gloria Fuertes, cuyos juegos de palabras me impresionaron en ese ascenso inicial hacia la poesía. Y, de repente, un día me sentí protagonista en la dudosa travesía de la historia: era el mes de octubre de 1982, yo tenía quince años y acompañé a mi abuelo, ya septuagenario, a la plaza de toros de Murcia, para ver y escuchar el mitin de un tal Felipe González, candidato a la presidencia del Gobierno de España cuyo partido había acuñado como eslogan el efectista y efectivo “por el cambio”. Al regresar de aquel evento multitudinario y triunfal, seguramente seducido por la púrpura exultante de los tiempos, puse mis dedos sobre la olivetti y fui ensartando a mi vez una ristra de versos de compromiso que ahondaban en la idea del cambio desde una perspectiva que, así lo pienso, huía de la tentación panfletaria, queriendo para sí un giro más universal, más literario y perdurable que el que arrastra la jerga previsible de la política. Puedo admitir sin sonrojo que ése es uno de mis primeros poemas, o al menos uno de los primeros que nació siendo consciente de serlo, y más tarde le otorgaron un premio en el instituto y hasta me lo publicaron en un programa de las fiestas del pueblo, lo que significó un acicate sin precedentes para mi orgullo maltrecho. Sólo unos meses más tarde pasó lo que tenía que pasar, porque a todos nos pasa aunque no siempre sea grato recordarlo: el muchacho tímido se tropezó casi sin querer con algunos amores y con sus desamores respectivos, de esos que nacen y no se reproducen y mueren en el intervalo de pocos días y que lo dejan a uno con la triste alegría o con la alegre tristeza que se adhiere al rostro de los pupervivientes de un naufragio, pero amores de avanzadilla, a fin de cuentas, o desamores que fueron preparándole el terreno al Amor de la mayúscula, a ese sentimiento que siempre nos revela la dulce tiranía del destino y que, arrebatado y lúcido, imposible y doloroso y mágico, gravitó sobre los años contradictorios de mi lejana juventud mientras buscaba amparo en los poemas de Neruda y de Cernuda y de Vicente Aleixandre. Fue entonces, poseído por una fuerza ajena que ideaba por mí las analogías y las metáforas que descifran el mundo, cuando hallé consuelo y terapia con la escritura de los poemas de mi primer libro, El otoño de los tristes, forjado a los diecisiete años y puesto en circulación editorial una década después. Lo dije hace un rato y ahora lo repito por si no se me oyó: los libros me han salvado la vida varias veces, pero fue éste que nombro, con seguridad, el que me la salvó cuando menos asideros tenía, y conste que no hablo en sentido figurado ni pretendo alimentar ningún misterio.
No conozco a ningún buen cocinero, de los que cuidan la calidad del producto y los procesos de elaboración y la estética del plato sobre la mesa, que no haya sido antes un comensal agradecido; y lo más corriente es que éste y aquél, el comensal y el cocinero, cohabiten durante toda su vida en un discreto equilibrio donde el uno y el otro aprenden y disfrutan de la reciprocidad de su pasión. Me sirvo de este símil culinario para abundar en mi antiguo convencimiento de que lectura y escritura deben ir de la mano en la senda del aprendizaje del niño, del adolescente, es casi un requisito de la mejor escuela el acertar a conectarlas en la fe de su objetivo, y creo, además, que la buena pedagogía y el sentido común son los que trabajan en esta dirección compartida, preocupándose de dinamizar una alternancia siempre enriquecedora, siempre alentadora, entre el noble acto de leer, esto es, de interpretar los signos que escribieron otros, y el no menos noble de articular los nuestros propios para que otros puedan interpretarlos o, lo que es igual, para que otros nos interpreten a través de nuestros signos. Aunque he sido convocado a este encuentro bajo la divisa de creador, o de poeta, no me podré callar que desde hace casi tres lustros vengo ejerciendo labores de profesor de Lengua y Literatura en varios institutos de la Región, y que como tal he tenido y tengo la oportunidad de tomarle el pulso cada día a ese virus del desapego y la desidia que arrastran a su paso las nuevas hornadas de alumnos de secundaria. Es obvio que ni la tengo ni he patentado ninguna fórmula maravillosa que sepa reparar los estragos que las sucesivas leyes educativas de los sucesivos gobiernos han ido ingeniando y propagando con sus buenísimas intenciones -de las que no hemos de olvidar que el infierno está lleno-, pero no quisiera irme de aquí sin hacer una mención expresa, siquiera sea de pasada, e incluso recomendar con toda la humildad del caso, tanto a los maestros y profesores como a las familias, un par de títulos ya clásicos que podrían iluminarnos en los momentos de desánimo,  que deberían estar siempre ahí, en la mesilla de noche, siempre al alcance de quienes nos arrogamos la responsabilidad de transmitir el goce del libro y su importancia fundamental en la aventura de la vida, y asimilarlos no ya como recursos didácticos directos, que también, sino como dos estupendos ejemplos de concienciación didáctica para no perder definitivamente la perspectiva de las cosas. Se trata de dos miradas de referencia ineludible, o eso entiendo: la primera, Como una novela (ed. p. 1992), de Daniel Pennac, se decanta del lado de la lectura entendida como lo que fue en su origen, como placer, y despliega una serie de estrategias bastante elementales pero muy lúcidas que arrancan de la consabida tesis inicial -“el verbo leer no soporta el imperativo”, aversión que comparte con otros verbos como amar o soñar-, y que concluye en el decálogo de los derechos del lector, tales como el derecho a no leer, o a saltarse páginas o a no terminar lo que no le esté gustando, acogiéndose al principio de la no obligatoriedad, al no tener que rendir cuentas escolares ni de ninguna otra estirpe mientras se pone la dudosa excusa de una novela o de unos poemas. El otro título, más antiguo, es Gramática de la fantasía, del maestro italiano Gianni Rodari, un ensayo sembrado de sugerencias y de propuestas prácticas sobre cómo hacer para que la imaginación de los niños se active y vayan creando ellos mismos sus propios textos, sean imitativos o libres, en prosa o en verso, individuales o colectivos; su criterio, que a mi modo de ver participa de la filosofía de la lectura que adoptó después Daniel Pennac, se puede advertir en el siguiente fragmento: “El encuentro decisivo entre los chicos y los libros tiene lugar en los pupitres del colegio. Si se produce en una situación creativa, donde cuenta la vida y no el ejercicio, podrá surgir ese gusto por la lectura con el cual no se nace, porque no es un instinto. Si se produce en una situación burocrática, si al libro se lo maltrata como instrumento de ejercitaciones (copias, resúmenes, análisis gramatical, etc.), sofocado por el mecanismo tradicional del examen-juicio, podrá nacer la técnica de la lectura, pero no el gusto. Los chicos sabrán leer, pero leerán sólo si se les obliga”. Yo, en mis clases, desde hace algunos cursos, he optado por poner en práctica un programa de lectura rotatoria que no tiene el menor secreto: simplemente, a primeros de octubre me llevo al aula una serie de novelas que dormitan en la estantería del departamento, elegidas según mi criterio, y establezco un calendario para que vayan pasando de manos. No hay examen, no investigo con vistas a una calificación; tan sólo tomo nota de lo que va leyendo cada cual, de si se lo ha dejado a medias y por qué, de qué les está gustando más y qué les está gustando menos, y es apenas al final del proceso, en junio, cuando les proporciono una ficha para que me transmitan sus impresiones sobre este procedimiento. En cuanto a la otra parte, la que concierne a la escritura creativa, también desde hace varios cursos he perfilado poco a poco el modelo de una iniciativa que, si se me permite la inmodestia, puedo certificar que funciona excepcionalmente bien, al punto de que algunos compañeros de mi actual centro ya la están aplicando con distintas dosis de entusiasmo, que se puede medir por el grado de gratificación emotiva que tanto para la familia del alumno como para el alumno y para el profesor lleva consigo la experiencia: programo una autobiografía por capítulos, este año en concreto son veinticuatro capítulos, capítulos de algo más de una página que ellos me van entregando según unas pautas básicas y de acuerdo con un calendario semanal fijo que deben respetar inexcusablemente; yo los leo y los corrijo uno a uno, salvo impedimentos mayores, y ellos los van limpiando de faltas y de otros vicios de redacción hasta que, al fin, allá por el mes de mayo, los capítulos se someten al último lavado, se uniforman los criterios de la presentación y les hago encuadernar un par de copias, con su portada, su índice y hasta su dedicatoria personalizada. Este adiestramiento suelo hacerlo en el primer ciclo de la ESO, para después, en el segundo ciclo, incitarlos con otro programa muy similar en sus cauces, pero más desligado de su yo íntimo, con propuestas más arriesgadas de relatos cortos y de poemas dirigidos, abiertos al ancho campo de la ficción.
Voy terminando, con independencia de que el final de mis palabras pueda ser el principio de una larga tertulia. He titulado esta charla Leer para vivirla, una frase que, con toda intención, invierte la que Gabriel García Márquez puso al frente de sus memorias, Vivir para contarla. Y me parece que no hará mucha falta explicar el porqué de este juego cómplice después de todo lo que ya he dicho. Nuestra vida, en efecto, está llena de instantes mejores y peores que se suceden en la línea del tiempo que nos haya reservado el destino; y las posibilidades de optimizar experiencias se limitan no sólo a ese tiempo, sino también al espacio, las cosas como son, no tenemos más tiempo que el que tenemos y hay lugares en los que nunca estaremos, es nuestra propia individualidad la que acota cuanto hemos de vivir. Pero aun así queremos más, aspiramos a más, no nos parece bastante agotar nuestro mundo en el interior de la jaula que nos imponen las leyes físicas, y es ahí donde la fantasía de la que nos sabemos dotados salta las bardas y busca otros mundos, anhela otras vidas aparte de la nuestra, y surgen entonces las historias y los cuentos, las ficciones que vagan entre lo que fue y lo que pudo haber sido, la literatura, los libros. Cuando leo una novela, soy todos los personajes al mismo tiempo, y viajo con cada uno de ellos adondequiera que ellos viajen, y digo y pienso lo que cada uno de ellos piensa y dice, y siento lo que ellos sienten aunque unas veces lo haga desde la simpatía y la complicidad y otras desde la animadversión o el desacuerdo. Por eso me gratifica la lectura, porque mi horizonte de vida se amplía de una forma insospechada, y por unos minutos o por unas horas soy un hidalgo loco que se hace armar caballero, o una regenta insatisfecha de su suerte que se deja tentar por la pasión, o un pirata romántico cuyo barco es su tesoro y su única patria la mar, o cualquiera de las infinitas posibilidades que la imaginación humana quiso poner al servicio de la palabra, de las palabras. “No hay espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee”: la frase no es mía, la cojo prestada del discurso que leyó Günter Grass en 1999, con motivo de la recepción del Premio Nobel de Literatura. Es una idea que me subyugó hace una década y que luego, por partida doble, he tenido la oportunidad de festejar observando de cerca a mis dos hijos. La mirada de un niño que lee, en efecto, es un hermoso espectáculo que cualquiera de nosotros, adultos tal vez con hijos, o con hermanos o sobrinos de corta edad, podría espiar durante unos instantes: es una mirada limpia, emotiva, un encuentro dichoso que va del asombro a la ternura, un modo de aproximación a los signos en que no será difícil palpar el flujo incesante de imágenes que circulan en esa distancia mágica entre los ojos inocentes que construyen y hacen suyo un significado, y el texto que devoran en silencio, espacio en el que se condensa el nivel de abstracción activa, recreativa, y fructifica la necesaria complicidad que define al arte de la literatura. Voy a clausurar mi alegato con palabras de un autor cuyas historias me han deparado instantes de felicidad que de otro modo no hubiera alcanzado nunca, un novelista de prestigio -el portugués José Saramago- que en una reflexión sobre la vigencia de los libros desliza una maravillosa vuelta de tuerca que es también, como el hermoso espectáculo de la mirada de un niño que lee, una imagen casi tangible, definitiva, reveladora de esa sutil alianza entre lo que somos y lo que leemos: “Hay un momento que es verdaderamente extraordinario en la lectura: cuando uno la interrumpe. Cuando uno está leyendo tiene el libro con las hojas abiertas, pero de pronto levanta la vista del libro y mira adelante. Se suspende la lectura, algo ha ocurrido, algo mágico: es como si la lectura quisiera transportar al lector a otro universo. Y es que el lector, al levantar la mirada, se está mirando a sí mismo”.
Muchas gracias por la atención.

jueves, 24 de octubre de 2013

SÁNCHEZ DEL CASTILLO, ADÁN Y YO


Al fin, tras muchas idas y venidas y esperas y plantones, la edición a mi cargo con los poemas de Antonio Sánchez Fernández, Sánchez del Castillo, halló forma bajo el sello naciente de Tres Fronteras, empresa de financiación pública cuyos nuevos inquilinos se las prometían muy felices aventando las cenizas de lo que se llamó Editora Regional de Murcia hasta su etapa última (acaso la etapa más opaca y ominosa, sin duda la más clientelista y arbitraria). Durante el año largo de gestiones y de trámites ociosos tuve tiempo de chocar contra el iceberg de la incertidumbre, de sucumbir al desánimo que acecha tras la menor excusa y, en definitiva, de reconsiderar la pertinencia objetiva de un proyecto eminentemente sentimental en el que me apliqué con entusiasmo y al que terminé por dedicarle más energías filológicas de las que estaba dispuesto a admitir. El volumen, con treinta y seis poemas saneados y un estudio epilogal, se presentó primero en la Biblioteca Regional de Murcia (donde brindó su ciencia José Belmonte) y luego en una sala que habilitó el ayuntamiento de Caravaca de la Cruz (donde nos acompañó Javier Orrico), y en ambos actos, cuando me tocó decir algo, procedí a la lectura de este texto de diez párrafos numerados.


Leído en Murcia el 25 de noviembre de 2008

Leído en Caravaca en febrero o marzo de 2009


1

A mi abuela materna, que falleció en 1995, le escuché varias veces la remota historia de un hermano suyo al que ella no conoció, que al parecer se había metido en un convento con la intención de hacerse cura, pero que no llegó a cantar misa porque lo sorprendió la enfermedad y la muerte cuando tenía alrededor de veinte años. No lo conoció porque eran solo hermanos de padre: su madre había muerto de una epidemia de cólera cuando ella apenas alcanzaba los dieciocho meses de vida; entonces el padre viudo se casó con otra mujer y ella, mi abuela, se crió con unos tíos mayores que no tenían descendencia; así que la relación entre padre e hija se tensó o se fue haciendo cada vez más esporádica, sobre todo cuando aquel y su nueva familia ya numerosa se fueron a vivir definitivamente al pueblo de al lado.



2

Desde que me recuerdo, siempre tuve una inclinación natural por los libros, cosa insólita si se considera que en la casa donde nací no los había y que tanto mis padres como mis cuatro abuelos y las generaciones que los anteceden en el tiempo nunca tuvieron la oportunidad de completar siquiera lo que hoy llamamos estudios primarios. Sin ser analfabetos, que no lo son, sí es verdad que carecieron y carecen de la competencia imprescindible para adentrarse en la lectura ociosa y desentrañar sus códigos, aventura que se torna imposible si hablamos de la poesía. Quizá por eso, algo muy dentro de mí alienta el dudoso orgullo de haber sido un pionero de sangre, una especie de precursor que poco a poco fue llenando de libros aquella casa, y luego la casa en la que ahora vivo; hasta el punto de que la incontinencia de ese mismo virus me impulsó también a escribir mis propios libros, otra osadía si nos retrotraemos al espacio de mis orígenes, pero un ejercicio de identidad que, hoy lo sé, en mi caso ya es irreversible.



3

Pues bien, en mi primitivo afán de lector devoraba cuanto tenía a mi alcance, que por cierto no era mucho. Me detenía en los fragmentos de los libros de texto que cada curso me deparaba el criterio selecto de don Fernando Lázaro Carreter (gracias a él aún puedo recitar de memoria a los hermanos Machado y a García Lorca, a Miguel Hernández y a Blas de Otero); o bien algunos clásicos que el azar o la pura intuición iban sacando de la biblioteca del municipio (allí me topé con los heterónimos de Pessoa), y también varias novelas de pasta dura y triángulo invertido que yo llamo de autoayuda (sépase que muchos años después perpetré y leí una tesis sobre literatura erótica). Y, con idéntico afán, desprovisto de criterio, cada año les daba mil vueltas a los programas sucesivos de las fiestas de mi pueblo, donde se solían mezclar las rimas de autores locales con páginas de patrocinadores comerciales y un remero de artículos relacionados con el paisanaje. Fue ahí, en el programa festivo de 1982 (yo tenía quince años), donde encontré un poema titulado Adán, atribuido a un tal Sánchez del Castillo, un poema que me sorprendió poderosamente desde aquel comienzo mítico: “Adán, qué gran principio el tuyo, amigo Adán”.



4

Pasó el tiempo –que, como ustedes saben, nunca deja de pasar salvo en raras ocasiones-, y en 1992 al Concejo de Moratalla, que es mi pueblo, se le ocurrió contar conmigo para antologar en un volumen a todos los escritores moratalleros antiguos y modernos, un censo con ribetes localistas que hoy juzgo excesivo y que en aquel entonces realicé en sana colaboración con mi amigo el profesor Gustavo Romera Marcos, impenitente divulgador de las cosas de su tierra. Yo, mal que bien, cumplí aplicadamente con mi parte del trabajo, pero en mitad de la tarea me tuve que marchar a una universidad del norte de Italia con una beca de estudios, no sin antes consensuar con Gustavo que en lo tocante a Sánchez del Castillo no podíamos dejar de poner el impresionante poema Adán, que, según mi entender y también el suyo, era una reliquia poética extraordinaria y fuera de lo común en estos pagos. Y así se hizo.



5

Antes, a finales de la década de los ochenta, yo había conocido al poeta Javier Orrico Martínez, autor de La memoria inventada, que fue para mí libro de cabecera durante mucho tiempo. Resulta que un día, en la Facultad, me senté en un banco junto a una chica de Caravaca cuyo apellido era Orrico, así que indagué si tenía algo que ver con el tal poeta y ella me certificó que, precisamente, ese era su hermano. De modo que una noche de mayo, en aquella escalinata donde se concentraban los bares de copas de Caravaca, nos vimos -por casualidad- entre el gentío, y ella aprovechó para presentarme a su hermano Javier, que -no por casualidad- andaba por allí. Tengo que admitir que tanto él como yo íbamos… íbamos como era costumbre ir en las fiestas de la Cruz: yo le recité de memoria un poema de su libro, “El Reino del Olvido”, mientras él declaró –seguramente para congraciarse conmigo- que los mejores poetas de Caravaca solían ser habitualmente los nacidos en Moratalla, así el caso de Elías Los Arcos, pero sobre todo el del malogrado Sánchez del Castillo, cuyo poema Adán podía figurar sin complejo en cualquier antología, a despecho de las archiconocidas “canseras” y otros ripios de la murcianía profunda. Palabra de Javier.



6

Entre tanto, yo avanzaba en mi peripecia personal: empecé a ganarme la vida dando clases en los institutos, conseguí después de varios intentos un permiso para conducir automóviles y publiqué algunos libros de poemas que casi nadie leía o que ni siquiera entendían los entendidos, que, ya se sabe, son los primeros que tienen que entender los poemas para que a uno lo alcance algún prestigio literario. Y así, en dulce o amarga soledad conmigo, allá por el 2003 o el 2004 consideré cerrado un poemario muy meditado y muy particular, lleno de invocaciones a la geografía de mis orígenes, a las personas que poblaron los fantasmas de mi infancia y a esos mitos de aquel entonces que tienen la virtud de ya no tambalearse nunca, porque los forjó y los esculpió el barro de la inocencia. Al frente de aquel poemario, que aún sigue inédito y que cualquier día habrá de titularse Identidades, pertenencias, sentí de repente la confusa necesidad de poner, como especie de pórtico necesario, y también a modo de reconocimiento y de homenaje, precisamente los versos iniciales de aquel poema fundacional de Sánchez del Castillo que conocí en un programa de las fiestas de veinte años atrás: “Adán, qué gran principio el tuyo, amigo Adán”.



7

A todo esto, un tal Jesús, otro hermano de padre de mi abuela materna, siguió viniendo a Moratalla todos los años con la ocasión y excusa de las fiestas mayores, las de la vaca, que al parecer le gustaban mucho porque las había vivido de chico, antes de trasladarse con los suyos a la vecina Caravaca. En esas visitas, que no duraban más de una mañana o de una tarde, él siempre se preocupaba de contactar con mi abuela o hacía lo posible por ver a mi madre, lo que contribuyó a mantener mínimamente vivo ese tenue hilo de sangre por el que -todo hay que decirlo- mi propia abuela, en su fuero interno, nunca hizo ningún movimiento, quizás por un prurito absurdo de desapego o de rencor. Este Jesús que derrocha tanta amabilidad y afecto, me decía mi madre, es el hermano de aquel otro que iba para cura y que no llegó a cantar misa porque se murió tan joven, de una tuberculosis o alguna enfermedad de las de entonces. Yo a Jesús empecé a tratarlo un poco y a reconocerlo como pariente solo en estos últimos años, cuando asistía sin excusa a los entierros sucesivos que iba deparando el calendario de la vida: el de mi abuela, el de mi abuelo, el de mi tío.



8

Y alcanzamos a la primavera de 2007, a mis cuarenta años recién cumplidos. Durante una comida familiar, mi madre comenta que ha visitado a su tío Jesús de Caravaca, y que este, en el transcurso de la conversación, le había dicho que su hermano Antonio, el que iba a ser cura y murió joven, tiene una calle a su nombre en Moratalla. ¿Una calle a su nombre? ¿Por qué?, me pregunté con una punzada de clarividencia. ¿Le han dado su nombre a una calle del pueblo porque iba a ser cura? Qué tontería. ¿Se la han dado porque murió a los veintidós años? Absurdo. Si tiene ese reconocimiento del consistorio será por algo más, me dije, así que durante unas pocas horas me convertí en el detective que se afana en buscar pruebas para corroborar sus intuiciones. Contrasté fechas y apellidos, y cuando ya no me quedaban dudas cogí un ejemplar de la antología aquella sobre escritores moratalleros y me fui a Caravaca, al número 22 de la calle Planchas donde vivía el tío Jesús. Me identifiqué con mucho tacto, no quería meter la pata en un asunto tan delicado, y después le mostré la página con la fotografía que en ese volumen acompaña al nombre del poeta Antonio Sánchez Fernández, que firmaba como Sánchez del Castillo: él, sin vacilar un ápice, me dijo que sí, que ese era su hermano Antonio, el mismo que se fue con los carmelitas descalzos y que agarró la tuberculosis y murió en 1957, a los veintidós años, y hasta creyó recordar que años atrás le pidieron una foto de su hermano para ponerla en un libro, pero que luego nadie le dio más noticias.



9

Ni que decir tiene que el impacto de la revelación me duró semanas y meses, y que aún hoy me sigue fascinando. Después de toda una vida en pos de mis sueños literarios, de sentirme pionero, de escribir y publicar poemas que casi nadie lee… ahora, vencidos los temidos cuarenta, y a tan solo unos meses de que se cumpla exactamente el medio siglo de la muerte del poeta Sánchez del Castillo, recobro este eslabón impensado en la persona, nada más y nada menos, del admiradísimo autor del poema Adán. De inmediato, me sentí llamado a la tarea más romántica de mi vida: recuperar sus escritos, organizarlos, restaurarlos y procurarles una edición digna de su valor objetivo y de su lugar en mi genealogía; no en balde, él se acababa de revelar como mi tío-abuelo poeta. Hablé con los alcaldes respectivos de Moratalla y Caravaca para contarles no tanto la historia, sino el propósito. Presenté después el trabajo manuscrito a Ediciones Tres Fronteras. Las cosas iban más despacio de lo que yo hubiera querido, pero el domingo 10 de febrero de 2008 pasé por la casa de Jesús, en Caravaca, para que él o cualquiera de sus hijos firmase el contrato de edición a nombre de los herederos, y él, bastante decaído en su salud, me volvió a mostrar su ilusión por esta empresa. Lamentablemente, apenas veinte días después de mi visita, el 1º de marzo de este mismo año, recibí por teléfono la noticia de su fallecimiento, por lo que ya no pudo ver la realidad física de este libro de su hermano.



10

Después de este recuento de azares y de peripecias personales, comprenderán ustedes que me sienta muy satisfecho de la edición de este libro, por lo mucho que significa íntimamente para mí y porque, honestamente, entiendo que el talento de su autor demandaba un empeño editorial y un esfuerzo divulgativo mucho mayor que el que puede ofrecer la comarca. Concluyo, pues, con una sensación de alivio, de misión cumplida, y quiero hacerlo, como no podía ser de otro modo, con los versos de aquel Adán de Antonio Sánchez Fernández que firmó sus poemas como Sánchez del Castillo. Va por él y va por ustedes:



Adán,

qué gran principio el tuyo, amigo Adán.



Te hizo Dios.

Dios te formó de hierba,

te bañó de rocío,

te construyó con adelfas de plata,

te coronó de nardos,

te llenó los ojos de uvas,

hizo tus manos de madera de acacia,

tu cuerpo lo formó de una sola mirada,

¡y qué mirada esta, amigo Adán!



Entonces eras tú

como un beso arrastrado por los ángeles.



Te dejó Dios caer como una pluma,

y era tuyo el árbol

y era tuya la risa picaresca de los juncos,

tuyos la mar, la arena, el sol…



A ti los vientos llegaban

y se hacían en tu frente

rizos de lirios y rizos de azucenas.

Y tuya era la vida.



Solo tú allí,

te anochecía.



Y Dios con sus palabras iba formándote los muslos,

dejándote los pájaros sembrados en tu cuerpo.



Todo lo poseías tú:

tuyo era Dios

y tuya la poesía…



Qué gran principio el tuyo, amigo Adán.

UNA BROMA POÉTICA EN EL BLOG


El día uno de enero de 2008 habilité un blog bajo el fenomenal soporte de Internet, especie de dietario con el que pretendía disciplinar mis antiguas inclinaciones y, de paso, propiciar una salida inmediata y otra poca de notoriedad a ciertos pensamientos y ocurrencias que suelen insinuarse y desvanecerse en el limbo de las intuiciones, como esas nubecillas de final del verano. Retales de mi alforja (que así es como lo rotulé tras no menos de tres jornadas de quijotescas pesquisas) se convirtió casi desde el principio en un desahogo ocasional y seguramente necesario, unas veces en tono memorialista y otras muchas aupado por la indignación y el estupor, pero siempre al abrigo del placer efímero que en otra época me depararon los artículos en el periódico. 
Lo que aquí recaudo surgió como una broma poética en el blog, y, gracias al ingenio casi entusiasta de cuatro lectores asiduos (Sebastián, Carmen, Miguel Ángel Orfeo y José Manuel Piqueras) y al empeño inexplicable que en aquel entonces imprimí a mis réplicas, la broma derivó hacia una modalidad de crítica experimental y acabó desbordando la más optimista de las previsiones. Es por eso que he preferido transcribir la secuencia completa, tal como se fue generando, desde el poemilla inocentón (o no tanto) colgado el 23 de octubre de 2008 hasta el último comentario de la saga, con fecha de 12 de noviembre del mismo año. Que aproveche.


Publicado en el blog Retales de mi alforja

ENCUENTRO INTERGENERACIONAL DE POESÍA MUY ACTUAL
(jueves 23 de octubre de 2008)

Ah cuánta falsa pose!
-lamentó ella.
Uf, y cuánta perilla ilusa!
-añadió él.
Y cuánto endecasílabo sin alas
silbando en el balcón de la soberbia!
-unisonaron ambos,
después de los aplausos extasiados
al postrero cantor de la experiencia.

Y
discretamente
se ausentaron los dos,
y follaron de nuevo en la 507,
sin condón ni esperanza,
a tientas por si acaso,
a ratos verticales,
poetisos y tiernos,
casi en serio
follaron.


9 COMENTARIOS

Sebastián dijo...
Escribo esto una hora después de dejar un comentario más arriba, en "A las tres serán las dos", con la intención de procurar sustentar lo que allí he dejado 'caer' sobre este poema (que supongo reciente aunque no lo parece, porque sentí un 'dejà vu' tras leer "Y cuánto endecasílabo sin alas / silbando en el balcón de la soberbia!").
Si no lo entendí mal, la sinopsis es esta: en una lectura de poesía a cargo de un reconocido poeta de la experiencia, con la sala rebosante de devotos (a la par que pelotas) seguidores, un hombre (¿maduro él?) y una mujer (¿joven ella?), si duda también poetas, coinciden en sus despotriques y se marchan para echar en la habitación de un hotel un polvo que, sinceramente, deja mucho que desear.
Es mi sola opinión, pero creo que con este poema nos dejaste bastante perplejos a todos los retaleros. En principio, no me pareció precisamente un encuentro intergeneracional de poesía muy actual que digamos. Por otra parte, si "follaron de nuevo", se trató, en todo caso, de un reencuentro.
Además: en una situación así difícilmente pudieron ambos ausentarse "discretamente". Y una cosa es la "falsa pose" (¿hay poses verdaderas?), pero ¿son acaso quienes usan perilla más susceptibles de dejarse engañar? ¿Qué pasa con los calvos como yo?
Resumiendo, tengo la sensación de que el poema, en parte, peca de aquello que denuncia y que, en su afán de desmarcarse, destila también cierta arrogancia.
Por cierto, ¿a quiénes, finalmente, se intenta ridiculizar? Porque ¡qué mal suena eso de "poetisos y tiernos"!
¡Salud y caña!
28 de octubre de 2008 12:52 

Pedro López Martínez dijo...
Sebas, es muy de agradecer que le entres con tanta valentía al trapo de este poema atípico y atópico, verdaderamente provocador.
Voy a rumiar tus reparos (tan legítimos como razonables) y emplazo una respuesta para dentro de unos días, no para justificarme o para defender nada (actitud absurda, por lo demás), sino para aclarar mis motivaciones e intenciones, que las hubo, aunque tal vez malogradas por mi impericia al ejecutar los versos.
A ver si, entre tanto, Maestro, hay algún otro "retalero" que se atreva a entrarle a este trapo con el arrojo con que tú lo has hecho, sea en una dirección o en la contraria (yo, como el toro hernandiano, me crezco en el castigo).
Salud!
28 de octubre de 2008 15:13 
 
Sebastián dijo...
Pedro, gracias a ti por ser tan tolerante y comprensivo y encajar con tanta elegancia mis reparos. El poema es atípico y atópico, pero creo que lo que cuenta no es nuevo. Tampoco se trata de impericia: formalmente es impecable. Yo también he escrito 'artefactos', Pedro. Desahogan, pero no van a ninguna parte... Mis reparos obedecen a que estoy cansado precisamente de provocaciones, de frivolidades, de desconfianzas, de la manida e insaciable lucha entre poetas o artistas de una u otra tribu. Te lo dije la otra noche: que cada cual escriba como le dé la gana y que cada cual se quede con lo que más le guste. A veces nos dejamos seducir más por los ruidos que por la música y perdemos demasiado el tiempo poniendo verdes a los demás en vez de hablar de lo que nos emociona, de lo que nos alimenta, de lo que nos hace mejores...
Otra cosa: algunos amigos músicos me llaman cordial y respetuosamente "maestro", lo que siempre me ha parecido excesivo (aunque he acabado por acostumbrarme). Pero, por favor, si lo haces tú (aunque mejor no lo hagas), ¡escríbelo al menos sin mayúsculas, que me da el telele!
!dulaS
28 de octubre de 2008 21:27 
 
Miguel Ángel Orfeo dijo...
Mi apreciación es muy similar a la de Sebastián. Formalmente, no le pongo reparos, incluso me parece brillante el hecho de que los dos endecasílabos hablen de sí mismos, y algo más que elocuente la contraposición entre el gentío extasiado de la primera estrofa y el posterior íntimo encuentro en la segunda. Pero, en cuanto al contenido, me suceden fundamentalmente dos cosas: por un lado, el asunto se me antoja tedioso, y por el otro, la resolución me parece anodina, por más interpretaciones que le busque, es decir, ya sea la coyunda por aburrimiento, ya sea esta un poema en las antípodas del recital al que asistieron. Aparte de esto, no le encuentro significado ni al condón ni a la esperanza, y el neologismo “poetisos” tiene cierta carga... ¿sexista? (A ver, Carmen, tú qué opinas) que no me acaba de convencer. En resumen, y a diferencia de aquel otro poema del profesor que miraba por la ventana sus cíclicos octubres, este sí que me ha parecido una bagatela muy bien ejecutada.
28 de octubre de 2008 23:50 

carmen dijo...
Entro en el juego por tu requerimiento, amigo Orfeo y sé que me arrepentiré en cuanto oprima la tecla de "publicar comentario", siempre me pasa, suelo dejar mis comentarios a una hora en que ya solo soy media persona y lo hago sin releerlos porque si lo hiciera, los anularía inmediatamente. Paso mucha vergüenza cuando días después leo lo que dejé yo y lo que dejáis vosotros que invariablemente me parece mucho más pertinente y brillante que mis opiniones y, a diferencia de lo que yo hago, os molestáis en poner los puntos y las comas en su sitio.
Bueno, y después de buscar vuestra benevolencia, entro en el asunto: Para empezar diré que creo conocer las motivaciones de Pedro y, en general, de qué va este desahogo (la principal carencia del poema es que es un desahogo y se nota mucho), me hice parecidas consideraciones a las de Sebas y creí encontrar algunas respuestas y otras me las imaginé. Supongo que la 507 es un código entre los personaje del "artefacto" y, sinceramente, no he hallado explicación a lo de "intergeneracional" (o sí, pero preferí desecharla. Y en cuanto a lo de "poetisos"... menos mal que no tenía a mano a Pedro cuando lo leí. Siempre me he negado a ser llamada poetisa. Me parece prepotente, paternalista y misógino por lo que proclamo la bondad de la palabra "poeta" que acaba en a y, como todo el mundo sabe, es la forma del femenino en español. Así que, Pedro, me pareció infame que la retorcieras hasta ese punto de masculinizar el término porque confirmaba todas mis sospechas de prepotencia, paternalismo y misoginia. Ya sé que en absoluto era tu intención ofender la sensibilidad feminista de tus lectoras y por eso decidí que el mejor desprecio es no hacer aprecio y no dejé ningún comentario
¿Respondo a tu pregunta, Orfeo?
Me alegro mucho de que después de tantos meses nos demos por reconocidos. Saludos a todos.
29 de octubre de 2008 00:59 

carmen dijo...
Por cierto Orfeo, ya puedes llamarme Mamen.
29 de octubre de 2008 01:07 
 
Miguel Ángel Orfeo dijo...
Gracias, Mamen, también yo me alegro de haber conocido a gente tan maja como vosotros en este rinconcito virtual que nos brinda el amigo Pedro. Quiero que sepas que tus comentarios a mí me parecen tan brillantes y/o pertinentes como los que deslizan cualquiera de los “retaleros”, y además creo que tienen un plus añadido de desenfado que al blog le viene muy bien, así que no entiendo la vergüenza que dices sentir cuando te lees. Yo sí que siento un poco de vergüenza al dejar mis opiniones, pues no se me escapa que, obviamente, todos os conocéis entre sí y hay ciertos códigos de amistad que no están a mi alcance, y entiendo que esos códigos, esas vivencias comunes, también a veces sirven para interpretar la obra o saber a qué confianza atenerse. Ni que decir tiene que yo esa confianza, aunque soy de naturaleza tímida, me la tomo desde la sinceridad, así que, si alguna vez meto la pata (los tímidos somos muy dados a no atrevernos a mostrarnos tímidos, y así es como la fastidiamos) siempre será desde la inocencia.
Verás, Mamen, invoqué tu opinión porque vengo observando que estás muy sensibilizada con el asunto. Te aseguro que yo también, no sólo por añorar un mundo más igualitario en todos los sentidos, sino porque creo que el propio machismo les amputa a los hombres muchas cosas. No obstante, considero que a veces te muestras un pelín susceptible, aunque, por otra parte, lo comprendo. Respecto a la carga, sexista o no, de la palabra “poetisos” utilizada como adjetivo, pues parece evidente que alude a cierta sensibilidad poético-amorosa atribuida al común de las mujeres que escriben poesía. Yo también odio ese cliché ganado a pulso por un pasado represivo, y aunque creo que es a él al que Pedro quería referirse de algún modo, considero que tal neologismo, de puro antipático, resulta desafortunado per se. Pero tengo mucha curiosidad por conocer esa explicación que él mismo nos anunció.
Un abrazo, amiga.
30 de octubre de 2008 17:59 

carmen dijo...
Orfeo, yo también ardo en deseo (¡¡¡ Señor, que frase!!!) de conocer los argumentos de Pedro. Vamos Pedrito, que ya ha pasado una semana y supongo que estos días te han dado la oportunidad de reflexionar, ja,ja,ja (recíbase esta risa con el tono gutural que exige la fecha)
PD: Orfeo, aparte del mojito virtual, esta noche celebro una fiesta de Día de Difuntos en la que leeremos la famosa leyenda de Becquer y comeremos gachas con arrope y calabazate a las que estás virtualmente invitado.
1 de noviembre de 2008 17:59 

Pedro López Martínez dijo...
Paciencia. Mis abogados y yo estamos preparando la defensa con sumo cuidado, intentando no dejar ningún cabo suelto. Cuando haya algo relevante al respecto, convocaré a los medios y daré la cara.
Salud!
1 de noviembre de 2008 19:55 


A INÚTIL MODO DE DEFENSA INÚTIL (I)
(martes 4 de noviembre de 2008)

Tengo para mí que empeñarse en defender las supuestas bondades de un texto literario, más aún si nos referimos a un texto con la presunción formal de poema, es acaso la actividad más estéril en que puede emplear su tiempo quien tan a menudo se queja de que no lo tiene; pero si además se da la circunstancia de que la identidad personal del defensor coincide exactamente con la del autor del engendro, entonces el empeño se complica hasta rozar la truculencia, y tanto el abogado como su consabido diablo terminan metiendo los pies en las embarradas lindes de lo patético. Quiero decir bien alto que la literatura se ha de defender sola, en su trato íntimo con cada uno de los lectores, y que la vasta estirpe de los mediadores, sean más o menos reputados y honestos y capaces -estoy pensando en Bruno, el perseguidor de aquel relato de Cortázar-, con frecuencia roba protagonismo y disfrute a quien, lo repito muchas veces, es y debe ser soberano en su criterio. De ahí el disparate de postularse como juez y parte cuando el objeto de la disputa es la creación artística, lo que denota un síntoma inequívoco de carencias aún más graves, debilidad en la estela del pecado que las legiones de versificadores sin duende aguantan sobre sus hombros con actitud penitente. No he conocido a ningún escritor presuntuoso que no fuera mediocre, ha escrito en alguna parte Muñoz Molina. En efecto, lo sensato es que el autor desaparezca de la escena lo más rápido que pueda, es un estorbo hasta en el dobladillo de solapa, hay que tirar la piedra y esconder la mano para que sean otros quienes juzguen la estética y la ética de la pedrada, la parábola que describe y el efecto que produce. En suma, pues, yo me quedaría con aquella atinada imagen del mensajero al que hay que dar muerte, o al menos, si no queremos participar de la figura cruel, pidámosle al mensajero que tenga la prudencia de hacerse el muerto.
El penúltimo recado que puse en este blog en el mes de octubre, una ristra de versos que titulé Encuentro intergeneracional de poesía muy actual, desató, cuando ya no esperaba tal cosa, casi de rebote, cierta perplejidad en los leales comentaristas -Sebastián, Orfeo, Mamen-, los mismos que, por lo común, festejan mis retales sin calcular los serios peligros de envanecimiento que ello acarrea: el adulado siempre es víctima del adulador, lo quiera o no. Fiel a la premisa del párrafo previo, yo ahora debería detener mis falanges sobre las teclas y aceptar simplemente la sanción o veredicto: lo que el poema cuenta no es nuevo; peca de aquello que denuncia y, en su afán de desmarcarse, destila también cierta arrogancia; el asunto deviene tedioso y la resolución que propone, anodina; por no hablar de su prepotencia paternalista y misógina... Pero sucede que esto que vuestra benevolencia llamó poema no es más que una broma con marchamo de crítica encubierta, y que como tal lo hilvané para dar pábulo a quienes me seguís en esta travesía, y que no es disculpa si admito que conozco esas carencias mías (la principal, aquí, que es un desahogo y se nota mucho) que me empujan hacia donde la gran literatura no quisiera, y que, en resumidas cuentas, me tomo la respuesta que daré a este desatino como un mero divertimento que sirva de complemento a la bagatela-artefacto, o lo que es igual, como un providencial reto para sacar del desván mis nunca lo bastante ponderadas habilidades argumentativas. Después de todo este lío (que, no nos engañemos, algo de vidilla le dará a nuestro rincón virtual), el tosco texto que propició aquellos reparos tan saludables y que hoy desencadena mi inútil réplica seguirá colgado ahí, ajeno al alboroto, y cada lector será de nuevo soberano en sus juicios, y yo ya me podré morir o hacerme definitivamente el muerto como el mensajero que fui, mas con la conciencia tranquila por haber puesto la cara y el tiempo que no tengo por defender a un hijo tan insulso, fruto de un discreto devaneo "sin condón ni esperanza".

[Continuará]


A INÚTIL MODO DE DEFENSA INÚTIL (II)
(viernes 7 de noviembre de 2008)

El título -Encuentro intergeneracional de poesía muy actual-, formulado como subrepticio titular en una esquinita de la sección de sociedad/cultura de cualquiera de esos rotativos-satélite que malviven en provincias, anticipa sin margen al engaño el dominio crítico y la dimensión irónica de los contenidos que se avecinan en formato versal (la mala prosa se disimula mejor cuando se disfraza de verso). Por qué choca tanto el compuesto "intergeneracional" es extremo que ignoro, pues significa sólo lo que significa y poco más, salvo que no negaré que no le falta intención más allá de la evidencia de que todos los encuentros de esta especie (y de la otra que de ella se beneficia) admiten a la jovencita y al jubilado, a la jubilada y al jovencito, y también el arco sucesivo de las edades medias. Lo que a mí me lleva a recelar de la poesía "muy actual", de la poesía que hoy por hoy consagra a los veinteañeros y treintañeros (y a sus femeninos respectivos) que gozan la reseña esporádica en los suplementos de Madrid, es que sea burdo eco de la misma que marcó tendencia dominante hace casi cuatro décadas, si no más, de modo que sus adalides perseveran en un espacio lírico que a mí, y empiezo a pensar que sólo a mí, se me antoja repetitivo y autosatisfecho y encantado de haberse conocido, amén de sectario, cortado en el patrón del prosaísmo profesoral que nos invade, ahora también imbuido de esas pajas mentales que calientan la oreja a los vates octogenarios que presiden los concursos y a los editores todopoderosos que meten la mano en las arcas de los organismos que los convocan y a los reseñistas bienamados que seleccionan el producto según un arduo proceso de filtrado cuyos altos principios ético-estéticos sería enojoso discernir aquí. Que cada cual escriba como le dé la gana y que cada cual se quede con lo que más le guste, claro que sí, Sebas, en eso estamos de acuerdo; pero a mi temperamento le sublevan los discursos arbitrarios cuando se hacen oír desde el turbio pedestal de los favores a cuenta, y mi idea romántica del compromiso artístico tampoco transige con las consagraciones mediáticas oportunistas ni con el dañino oscurantismo de los vetos personales ni con otras mezquindades notorias -haylas, haylas- que nunca entendieron de honestidad ni de rigor crítico ni de la verdad sin trampa de la belleza hecha arte, y a todo esto sólo lo puedo llamar injusticia, y esta injusticia toca la fibra más sensible de quienes empeñamos nuestra vida en esto, por eso mi temperamento se rebela y se echa a pensar que el mundo, verosímilmente, también en esta república fajardina, hubiera podido ser mejor. Así que, de tarde en tarde, en soledad conmigo, me doy el intimísimo gusto del desahogo incisivo que no irá a ninguna parte, claro que no, uno atisba dónde acaba la cerca de la decepción y dónde empieza la del resentimiento: si este artefacto fuese un poema stricto sensu, lo hubiera puesto en el índice de cualquiera de los dos libros y medio que, inéditos a fuer de perezosos, guardo por ahí a la espera de un milagro que los redima, y a mí con ellos. Dije "intergeneracional" donde otros hubieran optado por "interprovincial" o cosa de gemelo atrezzo, rimbombancia sin más, y ahora que lo escribo veo que sería incluso más efectivo para saciar el arrebato de mis vísceras patentar esta repentina bagatela como un Reencuentro interprovinciano de bardos y de bardas, actualísimos ambos y todas y todos, herederos legítimos de la pléyade novísima que aún, en noches como ésta, recita en las cajas de ahorro y en los panteones universitarios sus glorificados polvos, aquellos polvos, con acento histriónico y destellos de la anacronía más severa, pues ya sonaban a desfase e impostura en el fragor de la lozanía de la musa. El adjetivo "actual" siempre es sospechoso, por no decir paradójico, cuando se asocia a una parcela del arte, porque si de algo han de presumir el gran arte (¿hay otro?) y la gran poesía (¿hay otra?) es de su virtud atemporal, o de ese sello de extemporaneidad combativa que no elude el compromiso con la verdad circundante, de su existencia innegociable y discreta y al margen de las modas orquestadas con fines nada dudosos. Y de ahí el título, vaya.

[Continuará]


3 COMENTARIOS

Sebastián dijo...
Tienes razón en todo, Pedro. Pero es que creo, repito, que es una realidad muy consabida. El sectarismo, el oportunismo, el oscurantismo, el autobombo, la mezquindad, la arbitrariedad, siempre han estado ahí, efectivamente.
Mi "idea romántica del compromiso artístico" me impele a compartir, a comunicarme, a procurar ir siempre con el corazón en la mano y a no creerme más que los demás. Que otros vayan dando el cante con sus máscaras; es decir: que se desenmascaren a sí mismos. No creo que despotricar en exceso contra ellos sea el mejor camino.
Estoy en una edad en la que ya no exijo nada. No es conformismo. Es estrategia. Mi tiempo se agota y no quiero perderlo con vanas esperanzas ni resentimientos que pueden llegar a ser perjudiciales. Creo en lo que hago. Y punto. Si se nos cierran caminos, habrá que abrir otros nuevos. Ése es el reto. ¿Qué son, si no, estos retales?
Hace mil años (a principios de los 70), un amigo de juventud (José María Cánovas, alias “El Chiqui”) acuñó una frase memorable, muy gráfica y muy propia de la época: “Si no tienes dinero, date un martillazo en la cabeza y rompe la hucha de tus ideas”.
Y acabo de recordar otra... En un capítulo de Los Simpson, Marge, tras subir meteóricamente a la cima con un negocio de galletas y caer en picado por culpa de la competencia desleal y las envidias, les decía a sus hijos:
"Apuntad bajo..., tan bajo, que a nadie le importe que triunféis."
Así que, yo, a escribir mis galletas y a comerme, si hace falta, uno a uno todos mis poemas.
10 de noviembre de 2008 21:06 

Pedro López Martínez dijo...
Caramba, nunca un mal poema generó tanta palabrería, empiezo a pensar (como tú, Sebas) que no tan inútil como quería el título. Después de varias decenas de poemas distribuidas en los cuatro libros que publiqué, más alguna decena más si voy sumando publicaciones dispersas, llega este artefacto-bagatela y se lleva el protagonismo desmesurado y a todas luces injusto. Así debe funcionar el milagro estratégico de los best seller.
Llevas tú también mucha razón en tu desapego, Sebas, nos separan unos pocos años y seguramente eso cuenta. Tampoco he despotricado en exceso contra nadie, ni en un medio que alcance gran repercusión (aparte, yo no soy nadie): sólo forjé una pirueta y la colgué donde tenía mano, un retal de mi alforja, sin más. La frase de El Chiqui es realmente memorable, y la de Marge también, cómo no, me declaro seguidor acérrimo de ese fenómeno sociológico sin parangón que es la familia Simpson.
Y no te esfuerces más, que no vale la pena.
Salud!
(Por cierto, acabo de caer en la cuenta de que el histórico primer negro presidente norteamericano tomará posesión el día de tu santo y de mi cumple, y puesto que él estará muy ocupado, podríamos excusarlo y tomarnos nosotros algo... con quien se apunte).
10 de noviembre de 2008 21:46 
 
Sebastián dijo...
Esa toma de posesión habrá que celebrarla, desde luego. Y, a ser posible, escuchando jazz.
Respecto a Barack Obama, me disponía en este momento precisamente a terminar de colgar en mi otro blog, Sopa de Hielo, un divertimento, un rudimentario audiovisual que confeccioné con noticias y fotografías de prensa el día 3, es decir, un día antes de las elecciones presidenciales norteamericanas.
Al margen de todo te confieso que, en cuanto me enteré de su triunfo, los primeros en quienes pensé fueron esos músicos de jazz que tanta, tanta vida le han dado a mi vida..., Louis Armstrong, Duke Ellington, Charles Mingus, John Coltrane, Eric Dolphy, Ella Fitzgerald..., y en lo que sentirían hoy si vivieran todavía. No darían crédito. Siento la obligación moral no sólo de pensar en ellos, sino de ponerme en su lugar.
Mira qué palabreja tengo que verificar para publicar este comentario: zingones.
11 de noviembre de 2008 00:48


A INÚTIL MODO DE DEFENSA INÚTIL (III)
(domingo 9 de noviembre de 2008)

Los nueve versos de la primera estrofa emulan un breve diálogo lírico (impostado, huelga glosar la obviedad) donde no hay ni una sola palabra que zozobre en el azar de esta tormenta. Verbigracia: que lamente ella -ah- y acto seguido añada él -uf-; que se cuantifiquen la pose y la perilla y el endecasílabo sin alas; que la pose tenga que ser falsa -en mis tiempos, Sebas, amigo, hasta el mal poeta ostentaba licencia para cazar algún epíteto, y supongo que todavía-; que la perilla se torne ilusa venciendo un desplazamiento metonímico que toca de lleno a quienes confían en que el hábito acabe haciendo al monje -aclaro que, lejos de ridiculizar estilos masculinos, la tal perilla, aquí, sólo es símbolo propiciatorio, genuina pista para mejor indagar el derrotero de una determinada estética-; que los dos endecasílabos embalconados -la vida desde la barrera, desde la sombra del balcón: se diría que es desde ese observatorio desde donde convoca a sus musas el nuevo orden experiencial- hablen de sí mismos con una solvencia métrica y un derroche de recursos que sobrepasa la expectativa de un texto como éste, tan desasistido de retóricas, de un texto cuyo afán paródico y parapoético casi repele la pirueta del efecto lírico; que, a despecho de los insípidos terruños culinarios, triunfe hic et nunc la audacia del neologismo en la forma "unisonaron"; que los aplausos seudoorgásmicos que zarandean a las moscas de todos los recitales actúen como ese movimiento de muleta baja que deja al morlaco en posición para recibir la espada de la verdadera experiencia, que es tan simple y tan directa como el castizo verbo que le sale al quite.
Tampoco en la segunda estrofa se entromete ningún elemento aleatorio o que aspire a camuflarse tras la gratuidad facilona, desde esa "Y" solitaria pero precisa en su atavío fálico (lo siento, Mamen, pero es así como la ven mis ojos) hasta el ineludible "follaron", que halla su momento de gloria en la 507 y que luego ejerce de cierre y de sentencia sórdida, casi desfallecida en el presagio del tópico menos lírico -tristitia post coitum-, voz de uso admitido que aún sabrá escandalizar los castos oídos de quienes sostienen que el alimento de la poesía -¡oh Ella, tan sublime!- no ha de permitirse términos de segunda o de tercera categoría: eso de que siempre hubo clases también es trasladable al Real Diccionario de la Académica Lengua. No obviaré el deliberado contraste que se pactó entre la simplicidad vulgarizada de un motivo exclusivamente sexual y la vehemencia aristocrática de esos que se quedan abajo fumando su pipa y consumiendo sus licores procaces, adulando al favorito o la favorita de la fiesta y fatigando en aprosado verso de alternancia siete-once los dos misterios resolutos que decantaron la magnitud de su obra, hace lustros o hace semanas, lo mismo da. Si follaron "de nuevo" es porque el tiempo es cíclico y todo vuelve y en definitiva nada importa, debemos admitir que los protagonistas se conocieron la misma mañana del encuentro, que se miraron de reojo y dieron en imaginar lo imaginable, a veces el imaginario es mutuo, y que en tal caso la farsa de abajo tiene entonces su reflejo fiel en la farsa de arriba, serán las esferas aquellas de algún Platón, y a nadie escapa que en el ideal de un solo polvo están reunidos todos los polvos que en el mundo han sido, no me atrevo a colegir si también estarán los que naufragaron como sueño, que ésa es otra.
La secuencia que mejor fluye en esta segunda estrofa es la que ocupa los últimos seis versos, que a base de pinceladas atiende a la descripción del encuentro: pura poesía, y ello pese a que deje mucho que desear... Junto a la rudeza inesperada del condón ausente, la desesperanza consabida de los apareamientos fortuitos que deben mucho de su inicial fervor al morbo de la presunción de adulterio; junto al rubor de manos que transitan a tientas para que no haya ojos de un lado ni del otro (¿por qué ha de ser maduro él y joven ella, en qué giro sutil se resuelve ese enigma?), el desenfreno vertical que apela a la fantasía acrobática de las seducciones extramaritales. Y así llegamos al polémico "poetisos", vocablo de dudoso cuño al que Orfeo le confiere cierta carga sexista, y al que Mamen le adjudica un plus de prepotencia, paternalismo y misoginia que inevitablemente salpica al buen nombre de quien se decidió a ponerlo. Bien es cierto que no hubo inocencia en su elección, pero tampoco se previó que su modesta pólvora iría a remover tantas susceptibilidades. Al primer ilustre a quien le leí "poetisos" fue a Pablo Neruda en sus memorias, y ya entonces lo usaba él en un tono despectivo, sí, pero en absoluto antifemenino o sexista, pues lo que la palabra aporta es el género neutro de quienes, hombres o mujeres, cultivan ese verso fláccido que se autoabastece de emotividades epidérmicas. Que a alguien no le guste que el femenino oficial del poeta sea la poetisa no significa que su uso, hoy en día, esté ideologizado; y en cuanto al poetiso de marras, en efecto suena a chiste, acaso un mal chiste, pero en definitiva no es más que un juego de derivación que apunta, o eso me parece a mí, a quienes rentabilizan su ambigüedad sexual levantando sobre la tal estrategia el universo exculpatorio de toda su poética. Lo releo y lo releo, y no consigo interceptar en este artefacto-bagatela ninguna connotación que tenga que ver con el sexo -la prepotencia y el paternalismo sí los presiento como elementos incómodos, mas indisociables del aparato crítico que el texto activa-, y sí, en cambio, la urgencia léxica de marcar el abandono neutro de los cuerpos que se acoplan casi en serio, porque "poetos" sí que hubiera sonado fatal.
Concluyo: este poemilla, o lo que quiera que sea, quiso hacer su modesta denuncia de la impostura impostándose él mismo, sirviéndose de una escena de guiñol que llama a las cosas por su nombre, muy seguro de que donde se está forjando el verdadero poema de este encuentro intergeneracional de poesía muy actual es unas plantas más arriba, en el interior deslucido de la 507, y no en la letanía inmemorial de unos versos que repiten su cansancio para medrar el vano aplauso y el devaneo de la adulación en la farsa del éxito. Y nada más. Pero, antes de poner el punto definitivo, me vais a permitir el convencimiento de que aquel polvo paralelo y el verbo que lo sustenta, al recordarlo para otros, será al cabo la única verdad de esta historia.


15 COMENTARIOS

carmen dijo...
A I, II, y III ¡dios mío!
9 de noviembre de 2008 02:45 

carmen dijo...
¿Por qué mi comentarios siempre salen con un cubito de basura debajo? Esto es demoledor para mi maltrecha autoestima.
9 de noviembre de 2008 04:17 

Pedro López Martínez dijo...
Carmen, ¿sería mucho pedir (supongo que sí, que a estas alturas sería mucho pedir) que les explicaras a I, a II y a III la dimensión exacta de ese divino posesivo?
Y autoestímate, mujer, o busca a tu alrededor a quien lo haga por ti.
Saludibesos!!
9 de noviembre de 2008 20:05 

carmen dijo...
Querido Pedro, como te comenté la semana pasada vengo arrastrando una gripe que me tiene muy espesita. Quizás sea por eso que tras leer lo detenidamente que mi maltrecha salud me permite I, II y III tengo que decir que me pierdo. Y no es por la falta de brillantez en tu estilo (ya me avisó Superviviente tras leer el desaparecido II, a él le pareció magnífico), no, esto tiene que ver con el hecho de que a un poema, y a casi todo me temo, yo solo sé enfrentarme mediante la intuición y la emoción. Recuerdo una lejanísima mañana en la que la profesora de lengua dijo: Copiad: "Los violines tristes del otoño..." A medida que avanzaba el poema a mí me faltaba la respiración ¡cuánta belleza en una pocas, exactas, certeras palabras! No comprendía la inexistente reacción de mis compañeras que parecían copiar la lista de los reyes godos, después vino la autopsia de ése prodigio, conforme lo descuageringábamos perdía su aroma, mientras señalábamos sus acentos se quedaba sin acento. Por suerte para mí, la cansina voz de una maestra sin ilusión me había inoculado un veneno para el que no hay antídoto: la devoción por la Belleza hecha palabra y ya se sabe, no hay que tocar la Rosa. Por eso solo pude exclamar "dios mío" ante la disección del artefacto al que tú mismo niegas ahora la categoría de poema. Empecé a sentir lástima por la bagatela cuyo destino ha sido convertirse en hijo de Saturno.
En fin, como últimamente estamos un poquillo susceptibles te aclaro que mis palabras pretenden ser un homenaje para ese poema que a fuer de ser vituperado por todos yo he llegado a apreciar y a percibir con una cierta emoción. BB
10 de noviembre de 2008 03:40

Pedro López Martínez dijo...
Mamen, lo que dices sobre la intuicion y la emocion es lo mas sensato que se puede decir de un poema, incluso de un seudopoema como este, y te aseguro que yo mismo me apropio de esa conviccion y aviso a mis alumnos antes de empezar a practicarle la autopsia en clase. Pero ocurre que en este caso me he sentido un poco en la obligacion de "defenderlo" publica e inutilmente (como reitero en el titulo), quizas un estupido compromiso que surgio sin pretenderlo, como otros tantos compromisos que adquirimos en la vida y que luego se nos pegan a las suelas de los zapatos. Debo añadir que aunque la hondura perceptiva de Superviviente vea brillantez en el estilo (que es pura tecnica, o cierta facilidad, o habil manejo de los hilos de la diseccion critica), yo puse el punto final con una sensacion sucesiva (en I, II y III) de agotamiento mental y de hermoso tiempo perdido en alentar lo inalentable (aunque si justificable), una sensacion que, hasta ahora, nunca me habia experimentado en este blog. Por otra parte, quiero agradecer vuestra sinceridad, pues, como me advierte un amigo en correo privado, esa misma sinceridad debe servirme para valorar con mayor orgullo los piropos que a menudo me lanzais.
(Pido un monton de excusas, tantas como tildes debiera llevar este comentario, por la ausencia de tildes; pero resulta que estoy tecleando en un ordenador ajeno que (misterios de la tecnica) no sabe ponerlas, lo que no se si sera una confabulacion del sistema educativo que nos rige).
Salud!
10 de noviembre de 2008 12:10

Sebastián dijo...
Muchas gracias, Pedro, por este triple esfuerzo defensivo, no tan inútil como el título nos vaticinaba.
Me han impresionado, de nuevo, tu claridad y tu precisión mental y verbal. Pero tengo la impresión de que, por mi culpa, hemos llevado este retal demasiado lejos; quiero decir que tampoco se trataba de hacernos un traje con él...
Estoy pensando que tal vez le concedimos demasiado protagonismo al poema al verlo publicado en solitario y en el blog, donde a veces las cosas adquieren una relieve desproporcionado. De haberlo leído en otro contexto, sin ir más lejos inserto en 'Necedarius, viceversas, etc.', no habríamos llegado a tanto. Allí hay poemas que apuntan en esa misma línea (véase el titulado 1.21) y que remiten a César Vallejo, a Julio Cortázar, incluso a Lezama Lima, por no decir al gran Góngora... Yo también he seguido (y sigo aún a veces) sus estelas.
En fin..., creo que la experiencia ha sido buena (aunque he llegado a preocuparme) y que ha quedado demostrado que meternos caña, espolearnos de vez en cuando, decirnos a las claras las cosas que no nos gustan, puede llegar a ser un ejercicio sano y productivo. Así que confío en que jamás te cortes (ni os cortéis vosotros, retaleros) conmigo. Los blogueros, por lo general, somos muy dados a los halagos mutuos.
Sobre "glorificados polvos", lodos vanguardistas y otras muchas cuestiones que has citado podríamos hablar mucho, pero no me quiero extender más.
Al margen de todo, no me has convencido de casi nada porque de casi todo lo que has argumentado ya estaba convencido yo. Sirva como prueba de mi indignación y disidencia esta copla del 22 de abril de 2004 que encontré precisamente ayer en una de mis libretas:
"Públicamente aclamados,
ignorados en secreto;
artistas de calendario,
poetas de medio metro."
!odreP, dulaS¡
!ortseun ol a sortosoN¡
PD: Muy lúcida tu intervención, querida Carmen.
10 de noviembre de 2008 12:14

Sebastián dijo...
Vaya, Pedro, estábamos escribiendo al unísono, y creo que nuestros respectivos comentarios se complementan muy bien.
Respecto a nuestro sistema educativo, hoy, en la página 37 de El País viene una reseña muy interesante sobre un manifiesto firmado por docentes titulado 'No es verdad'. Lo puedes leer íntegro en El País.com.
10 de noviembre de 2008 12:22

José Manuel Piqueras dijo...
La pirotecnia fastuosa del virtuosismo preciosista siempre me ha parecido un espectáculo muy entretenido y cosa de mucho mérito, con independencia del objeto al que se aplica ese derroche de destreza. Sin embargo, lo que más me llamó la atención cuando leí la primera versión de la entrada II (poco antes de ser misteriosamente borrada) fue que me pareció advertir entre líneas una defensa sincera y corajuda de un texto cuyo mérito bastante para tomarte ese trabajo era sencillamente tu autoría. Esa circunstancia promovía el mero artificio y todo su aparato a una categoría que, según algunos, el motivo original no merecía. Tal vez si además te hubiese animado la fe de una causa mejor hubieras hecho un pleno de los tuyos. Otra vez será.
10 de noviembre de 2008 15:27

Pedro López Martínez dijo...
¡Cuánta razón, José Manuel! ¡Cuánta razón...!
10 de noviembre de 2008 15:30

Miguel Ángel Orfeo dijo...
Como dije en su momento, el poema en cuestión me sigue pareciendo una "bagatela muy bien ejecutada", y ahora debo añadir que mejor defendida, sin entrar a valorar la sinceridad de la defensa o que se trate de un brillante ejercicio de abogacía literaria. Pero a mí tampoco me convence, tan sólo prueba que te sobra el talento incluso para empresas argumentativas imposibles, pues ya el mero hecho de que impresione más la disección que lo diseccionado resulta revelador.
Por otra parte, y lo siento por mi admirado Pablo Neruda, la palabra "poetisos" no se salva, a mi juicio, de su carga sexista, pues si ya en su original femenino se incurre en la injusticia de la generalización (me refiero a la flacidez que apuntas) la masculinización del término no puede nunca ser puramente neutra, siempre alude a. Y, por último, jamás hubiera adivinado en la "y" solitaria ningún símbolo fálico; tal vez peque de cierto infantilismo, pero para mí no es más que un tirachinas sin gomas...¿ni esperanzas?
Un saludo cordial para todos y ánimos para Mamen (dice mi abuela que la gripe son tres días de subida y tres de bajada, así que seguro que ya te queda poco)
10 de noviembre de 2008 20:02

Pedro López Martínez dijo...
Gracias, Orfeo. Ejercer de abogado del diablo, cuando uno y otro son el mismo, no es tarea fácil, y tú y los demás lo habéis entendido con un deje conmiserativo que casi me halaga cuando dices que me "sobra el talento incluso para empresas argumentativas imposibles" (ufff). Lo del tirachinas sin gomas es genial, y si escarbas un poco está más cerca de mi fálica Y de lo que imaginas.
Salud!
11 de noviembre de 2008 00:01

Miguel Ángel Orfeo dijo...
Escarbando, escarbando, encuentro un chiste, ese del chino y la adivinanza de qué tenía este entre las piernas. Pues mira, sí, vas a tener razón...
11 de noviembre de 2008 23:19

carmen dijo...
Escarbando, escarbando encuentro esta noche de puritita casualidad una canción dedicada a una planta y, querido Orfeo, me parto el pecho.
12 de noviembre de 2008 01:35

Pedro López Martínez dijo...
Abundando en la dulce estela de los despropósitos, o no tanto, me viene a las mientes un anónimo de cualquier siglo que dice así:
"Hablando del hymeneo,
una joven dijo así:
-Es un gusto, según creo,
pues primero va la hy
y después viene el meneo".
12 de noviembre de 2008 15:13

Miguel Ángel Orfeo dijo...
¡Glub!
12 de noviembre de 2008 16:58