jueves, 6 de diciembre de 2012

UN ENCARGO


Fue un encargo que se me insinuó en la madrugada cálida del verano y que yo alenté y asumí gustosa y –como se suele adverbiar cuando en los motivos no participa el vil metal- desinteresadamente. El expresidente de la Peña Flamenca de La Unión era también, a la sazón, mi cuñado político, y entre la dignidad de su legítimo cabreo y el ánimo contrariado de otros vecinos de aquel pueblo, dimos en redactar un artículo que, con tono sobrio pero incisivo, denunciase siquiera por un día el flagrante fallo del jurado del Festival. Yo, sin entender de cantes, era ya entonces un letraherido inquieto a quien no había que convencer mucho para que, siendo justa la causa, pusiera mis talentos expresivos al servicio de quienes los necesitaran. Firmó los folios D. José Martínez Martínez, hoy mi excuñado político, bajo el señuelo de autoridad de la Peña que hubo presidido, y antes de mandarlos al periódico se recaudaron algunas decenas de firmas de adhesión. Que yo recuerde, he vuelto a ejercitarme otro par de veces más en tal modo de caridad filológica, salvo que para esos casos mis labios permanecerán tan sellados como hasta ahora.


LA LÁMPARA, MENOS ‘MINERA’

La verdad, Murcia, 27 de agosto de 1998


            La XXXVIII edición del Festival Nacional del Cante de las Minas, que se celebra en La Unión cada año durante la segunda semana de agosto, se cerró en la madrugada del domingo 16 con la emisión del fallo del concurso en sus variedades de baile, guitarra y cantes varios, y con la consiguiente entrega de los premios. De todo ello da buena cuenta en su reportaje para La verdad el señor Gregorio Mármol, quien al referirse a la concesión de la Lámpara Minera (al mejor cante por mineras) señala que “la decisión del jurado calificador fue protestada por un pequeño sector del público”. Puesto que personalmente me considero parte de ese pequeño sector de público, he creído necesario redactar unas líneas y dar una explicación a todos aquellos aficionados y curiosos que, estuvieran o no presentes esa noche, desconocen los verdaderos entresijos del concurso y las circunstancias reales que, en este caso, rodean el fallo.
            En primer lugar he de decir que ese fallo, en lo que concierne a la Lámpara Minera, estaba dictado desde hace meses, desde el instante en que se amañó la composición de un jurado descaradamente afín al clan de los Piñana; para ello bastaba con mover los hilos de las influencias (que las tienen los Piñana, también en el mundillo del periodismo regional), traerse de Murcia a un par de profesores al parecer muy sabios y luego contratar aquí, en La Unión, a señalados adláteres que supieran amoldarse a sus sapientísimos designios. Dicho y hecho: el muchacho de Piñana se coló en las semifinales cantando cosas que él y sus allegados llamaban mineras; y después se coló en la final, hasta que, como ya nos temíamos quienes lo habíamos escuchado en las pruebas clasificatorias, le brindaron el suculento cheque por 750.000 pesetas. Yo no sé qué porcentaje del público que asiste al Festival sabe distinguir los palos más elementales del cante, ni si ese mismo porcentaje sabría decir qué es y qué no es una minera, con sus tonos altos, medios y bajos. Yo no sé si entre los turistas foráneos que se acercan desde La Manga, las autoridades con pase de protocolo, los flamencólogos de salón, las esculturales acompañantes de los nuevos folcloristas y los amigos, familiares y demás advenedizos de la cosa flamenca habrá muchos que sepan, por ejemplo, quién es Pencho Cros, ni si lo habrán escuchado alguna vez para saber cómo tiene que cantarse una minera. Desde luego, lo que cantó el muchacho de Piñana la otra noche podía ser cualquier otra cosa, pero nunca una minera, y sin embargo los señores miembros del jurado le dieron la Lámpara y el cheque.
            Este es el final de la historia, pero la historia se remonta varios años atrás. Poco después de la edición de 1993, el padre del muchacho, resentido porque le habían descalificado a su hijo, firmó un largo artículo titulado La otra cara del festival, donde, aparte de mostrar su mezquindad cultural desacreditando el cante por mineras (“se van quedando cada día artísticamente más solos. Siguen luchando por un cante que no tiene sentido alguno”, decía), arremete contra el jurado que dio el premio al entonces joven barcelonés Miguel Poveda (que ahí está para escucharlo y para que los entendidos hagan sus comparaciones) diciendo que “la sentencia ya estaba echada” y otras lindezas como esta: “En la pasada edición del Festival el fallo fue estrepitoso, y en verdad que habría que preguntarse, después del resultado, ¿qué saben Pencho Cros (…y otros…) de cante?” Respecto al bueno de Pencho, mejor es dar la callada por respuesta y que lo juzgue la verdadera historia de estos cantes; respecto a esos otros, cuyo nombre omito aquí por respeto, no estaría de más recordarle al señor Piñana que alguno de ellos ha sido parte del jurado que recientemente le ha regalado el premio a su muchacho.
            Mi abuelo, que no era un sabio, solía decir a veces que hay dos formas de hacer las cosas, bien o mal, y que no caben términos medios. No se trata, como el señor Piñana insinúa con sus aires de grandeza, de ser ‘piñanero’ o ‘antipiñanero’; se trata de algo tan sencillo –y tan difícil- como es cantar bien esta modalidad autóctona que encuentra su hondura y su sentido en nuestra tradición. El muchacho de Piñana, a fin de cuentas, no tiene la culpa de irse en los tonos más elementales y no saber hacer una minera según los cánones que rigen el concurso. Pero sobre los ilustres miembros del jurado pesará siempre la responsabilidad moral (si no de otro tipo) de haber otorgado el premio a quien no lo merecía, y, por tanto, de haber contribuido al desprestigio del Festival Nacional del Cante de las Minas en lo que se refiere a la Lámpara Minera (este año, lamparón).