sábado, 17 de noviembre de 2012

SOBRE LA GENERACIÓN LITERARIA DE 1898


A cualquiera de los profesores que impartía el Curso de Orientación Universitaria en el instituto Baquero Goyanes se le ocurrió aleccionar a las muchachas y muchachos de aquel año con un ciclo de charlas específicas en el salón de actos, espacio más solemne que el aula, para engordar las actividades de la semana cultural y contribuir, de paso, a conmemorar el centenario simbólico de aquella generación así denominada: del 98. La lógica imponía que ese toro lo toreasen los respectivos jefes de departamento –de Geografía e Historia, de Latín y Griego, de Filosofía, de Lengua y Literatura…-, compañeros más dotados y con más galones (puede que incluso catedráticos de pata negra, como les gustaba definirse para magnificar el trámite de su examen en Madrid), y también con más experiencia objetiva (esto es, con más trienios y sexenios en el arduo andamiaje de las jerarquías internas). Pero mi jefe de entonces se inhibió, no sé si porque le vendría grande la tal lidia, y tuvo la ocurrencia de cederle generosamente el capote a uno que pasaba por allí. Entre bromas y veras, me tomé la molestia de construir un texto desenfadado, un discurso en clave de humor con el que busqué la complicidad de un grupo humano que, a día de hoy, por desgracia, ya no suele circular por las mismas aulas del mismo instituto. 
 

RAMIRO DE MAEZTU ET ALIA

Leído en el instituto Mariano Baquero Goyanes, el 27 de marzo de 1998

Cuando se me propuso participar en este encuentro o simposio, más o menos académico y a la vez más o menos lúdico, a propósito de la conmemoración este año del primer centenario de la llamada Generación del 98, lo primero que pensé fue qué os podría yo contar sobre ese tema tan lejano y al mismo tiempo tan actual, qué podría yo decir que os resultase lo suficientemente interesante, y provechoso, y ameno, y así evitar que os aburrierais con esa solemnidad soberana con que se suelen aburrir los alumnos y las alumnas que acuden de vez en cuando, como vosotros y vosotras, a actos tan bienintencionados y solemnes como éste.
            Después, ilusionado con la perspectiva de subirme a una tarima y adueñarme de un micrófono –lo confieso: hice este discurso pensando seriamente que tendría un micrófono-, y ser así, durante unos minutos, el protagonista momentáneo de la sala, fui apuntando en mi cerebro y luego en el cuaderno una serie de ideas que quizás se podían tratar, mal que bien, a lo largo de una intervención que yo ya me quería imaginar rebosante de frases inteligentes y de citas textuales muy floridas y muy correctas, muy a tono con el motivo que nos reúne, citas extraídas para este encuentro de libros escritos por esos magníficos escritores que la Historia de la Literatura, a la que le encantan los encasillamientos y las etiquetas definitivas, suele agrupar bajo el membrete teórico de ‘Generación del 98.
            Anoté en aquel cuaderno, por ejemplo, que me tendría que centrar tan sólo en los autores fundamentales de ese grupo generacional, que son, como ya sabéis, don Miguel de Unamuno (bilbaíno, y profesor de griego en la Universidad de Salamanca), don José Martínez Ruiz, Azorín (emparentado con la ciudad murciana de Yecla), don Pío Baroja (otro vasco, y, según se cuenta, solterón cascarrabias, pero de buen corazón), don Ramiro de Maeztu (de quien nadie habla nunca), don Ramón María del Valle-Inclán (eximio y lúcido y bohemio, no menos extravagante que el marqués de Bradomín que él inventó) y, cómo no, el poeta don Antonio Machado (andaluz, profesor de lenguas vivas, un hombre bueno en el buen sentido de la palabra). Anoté con cierto arrebato en mi cuaderno algunas características que casi todos los libros de texto y los manuales de uso suelen considerar comunes a todos ellos, desde la sobriedad de su lenguaje a la voluntad antirretórica, desde el pretendido cuidado de la forma al gusto por las palabras tradicionales y terruñeras, desde la tendencia al lirismo en el ritmo de la prosa a la visión del paisaje como trasunto del estado del alma.
            Anoté y localicé y fotocopié para tal fin algunos textos entrañables que yo recordaba haber leído hace años, y que ahora, apurado por la urgencia de tener que prepararme este breve discursillo para vosotros, regresaban oportunos a mi mente, y con ansias renovadas. Así, señalé un fragmento de Baroja que muchos de vosotros conocéis porque está en la novela El árbol de la ciencia, en concreto ése que empieza con una frase definitiva y, al menos para mí, apabullante: “Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo”; recordé también aquel otro de Valle-Inclán incluido en una página de Luces de bohemia, donde define el concepto de esperpento sirviéndose de los espejos cóncavos, deformantes, que al parecer alguien había puesto en el callejón más felino de Madrid en el primer cuarto de siglo; y entresaqué alguna evocación del paisaje, una de las muchas que brotaron de la pluma limpia y minuciosa del más estilista de todos, que sin duda fue Azorín; y me embriagué de párrafos donde Unamuno expresaba su terrible agnosticismo, su perpetua agonía de cristiano que aún no sabe que lo es sin remedio; y, en fin, marqué un poema de Machado para mí muy revelador, cual es el que le escribió a su buen amigo José María Palacio, enfermo aquél de nostalgias primaverales, o ese otro no menos conmovedor que le dedica a un olmo seco, a un olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, al que, con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas verdes le han salido. De Ramiro de Maeztu no anoté nada porque de él nadie habla nunca.
            Anoté todo eso y algunas cosas más que ahora me callo porque me ha dicho un pajarito que tenemos el tiempo limitado, y no quisiera yo abusar de vuestra paciencia. Pero después, al cabo de los días, revisando esos apuntes del cuaderno para ponerlos en orden y poder redactar esto mismo que estoy leyendo ahora sin el micrófono que imaginé, caí en la cuenta de mi ligereza, acaso disculpable, y me obligué a sincerarme conmigo mismo (que es, como sabréis a su debido tiempo, la forma más cara de sinceridad), y procuré, de paso, ser honesto con quienes fueran a escuchar estas palabras.
            No, me dije; no me va a ser posible ensartar para un grupo de alumnos y de alumnas que ya me retan con sus bostezos una retahíla de tópicos que conmemore y ensalce con dignidad a los componentes dignísimos de esta generación literaria de 1898. Y no me va a ser posible, entre otras cosas, porque yo nunca he creído en las etiquetas generacionales, ni siquiera me acabo de tragar el concepto ése de ‘generación’ que, aprendido de un tal Peterson (o Petersen, no recuerdo bien), anda por ahí en boca de críticos sagaces y de catedráticos estupendos que repiten sin empacho ésta y otras sagacidades de los críticos.
            Es verdad que los señores Unamuno, Baroja, Azorín, Valle-Inclán, Machado (Antonio) y algún otro como Maeztu (de quien nadie habla nunca) coincidieron en una época histórica muy concreta y en un país también concreto, y ya eso por sí solo, cuando hay talento y sensibilidad y espíritu crítico, se basta y se sobra para reunirlos como a un grupo de escritores merecedores de nuestro interés y de nuestro aplauso. Y es verdad que todos ellos compartieron y padecieron esa crisis espiritual de finales de siglo y que a menudo lamentaron la situación francamente lamentable del país en el que les había tocado vivir, un país que nadie ha reflejado en la pintura mejor que don Francisco de Goya y Lucientes, un país grotesco, esperpéntico, un país de charanga y pandereta todavía viciado por delirios de grandeza y por una plaga eterna de quijotes remolones, un país invertebrado, como un poco más tarde lo llamaría con acierto el insigne Ortega, y un país que la mirada de Baroja retrató con maestría irónica y con arrobas de desaliento en muchas páginas de sus libros, también en el titulado El árbol de la ciencia, ése que alguno de vosotros conoce tan bien gracias, sin duda, al buen oficio de vuestros estupendos profesores.
            En fin, que nadie se engañe: los escritores ‘noventayochistas’ no son más ni son menos que extraordinarios observadores de una época de decadencia de los valores patrios (porque, me atrevo a decir hoy aquí, delante de gente autorizada, la decadencia es el estado habitual de esto que denominamos España, y si alguno de vosotros lo duda, ahí está la historia, la historia verdadera, la historia con minúscula, la intrahistoria unamuniana, para corroborarlo). Todos ellos, más otros que nunca se nombran pero que estuvieron ahí (como Maeztu, al que nadie cita nunca), fueron atentísimos observadores de la esencia española y de la realidad de su tiempo, a veces condescendientes con su atraso de siglo, a veces muy críticos y muy punzantes, a veces delicados y entusiastas, insustituibles cantores de sus tierras y de sus costumbres y sus gentes. Lo único que los une, según mi corto entender, es el uso escrupuloso y respetuoso de una lengua que en términos perifrásticos hemos dado en llamar, y no por casualidad, la lengua de Cervantes. Eso es lo que los une, y también una cierta predisposición y una noble capacidad para mirar a su alrededor y detectar el significado profundo de las cosas, habilidad, por cierto, que uno echa en falta en buena parte de los escritores que hoy en día nos circundan con sus éxitos editoriales y con sus premios millonarios.
            Hay, a propósito, y con esto voy terminando, un texto de Azorín, un fragmento programático de su libro de artículos Tiempos y cosas, donde, después de describir con el sigilo de un orfebre del idioma todo cuanto él ve desde la ventana de su despacho (“Yo tengo una profunda simpatía por los tejados”, dice al principio de un párrafo), resume en muy pocas líneas la postura del escritor y del artista, del verdadero escritor y del verdadero artista, diré mejor, así en el 98 de hace un siglo como en el 98 del presente. Poned atención a sus palabras, que ya cito: “¿No sentís vosotros esta concordancia secreta y poderosa de las cosas que nos rodean? ¿ No veis en esta pequeña ciudad una vida tan intensa, tan bella como la de las más grandes y tumultuosas urbes del mundo? Todo merece ser vivido en la vida; no hay nada que sea inexpresivo, que sea opaco, que sea vulgar a los ojos de un observador. Si vosotros afirmáis que este pueblo es gris y paseáis por él con aire de superioridad abrumadora, yo os diré que la vulgaridad y la monotonía no está en el pueblo, sino en vosotros”.
            Antes de concluir, me gustaría hacer una mínima advertencia a los alumnos de COU que tienen que examinarse de Literatura en la prueba de selectividad; y es que, si os sale, pongamos por caso, El árbol de la ciencia de Pío Baroja, no se os ocurra en ningún momento decir, como yo he dicho, que no creéis en el concepto de ‘Generación del 98, porque os puede costar caro. Me temo que los profesores que os van a evaluar se sentirán (nos sentiremos) muy felices y muy dichosos si vosotros seguís repitiendo como chicos buenos y aplicados (y como chicas buenas y aplicadas, sí) la misma cantilena de siempre, la misma que a ellos les contaron en su día y que ellos, nosotros, ahora os transmitimos como verdad irrefutable, porque la historia de la literatura, supongo que ya lo iréis conociendo en vuestras carnes, es bastante conservadora en sus cosas, o bastante inmovilista, o bastante conformista, no sé bien cómo llamarlo. Y cuando hayáis aprobado la selectividad, entonces sí, leed por vosotros mismos a Unamuno, a Azorín, a Baroja, a Valle, a Machado y a Maeztu, sobre todo al Maeztu ése de quien nadie habla nunca, y sacad vuestras propias conclusiones, que son en definitiva las que valen.

EL PLAGIO NECESARIO


Al comenzar el año 1997, en un encuentro azaroso, recibí el encargo filántropo de escribir algo sobre el plagio artístico, cualquier cosa, lo que se me ocurriera, para engrosar el primer número de una publicación colectiva que saldría en primavera: la revista, Attonitus, y “Fusilamientos” el lema inaugural del proyecto. Inmediatamente dije sí –lleva su tiempo aprender a decir no-, y casi sin transición fijé mis sentidos en uno de los asuntos que, como profesor y como escritor –años después me inspiró La víspera, un breve relato que todavía satisface mi maltrecha vanidad-, más me motivan en el vasto mundo de los azares literarios: el famosísimo caso del Quijote de Avellaneda. Lo entregué en el tiempo y la forma convenidos; asistí al aperitivo que animó la presentación oficial en Los Molinos del Río, sito en la ciudad de Murcia; jamás he vuelto a saber de aquellas gentes ni, tampoco, si su entusiasmo primigenio alcanzó al milagro de un número dos.

Attonitus, nº 1, mayo de 1997, pág. 30

Cuando en 1614 el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda dio a una imprenta de Tarragona su Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, seguramente no imaginaba que su relato de las nuevas aventuras del ya famoso epígono de la caballería andante estaba llamado a convertirse, junto a él mismo, en una magnífica y definitiva y nunca lo bastante ponderada prolongación de la prodigiosa inventiva de Cervantes. Huelga decir que nos hallamos ante un caso único e irrepetible en la historia de la literatura, y que sin este texto tan injustamente relegado por la crítica la continuación cervantina de 1615 no sería la misma ni hubiera alcanzado ese techo sublime de verosimilitud y perfección.
Lo mejor del Quijote de Avellaneda no es, strictu sensu, el Quijote de Avellaneda, sino el juego tan fecundo que su existencia previa, providencial, otorga al invencible de Cervantes. En efecto, lo que más sorprende aquí no es que los protagonistas de la segunda parte hayan leído la primera de 1605 -vértigo bien notado por Jorge Luis Borges en un ensayo memorable-, sino el que a esos mismos protagonistas les sea dada la oportunidad insólita de conocer la historia de lo que aún no les ha sucedido ni les está sucediendo ni van a permitir que les suceda, como no sea entre las tapas mentirosas de aquel libro de autor moderno y tordesillesco recién impreso en Tarragona; lo que sorprende más allá de todo cálculo es que don Álvaro Tarfe, personaje principal en la versión de Avellaneda, irrumpa de la pluma de Cervantes en el capítulo LXXII y denuncie ante el mundo que el señor don Quijote y su escudero Sancho, que él vio y trató largamente en Zaragoza, no eran los verdaderos que ahora tenía delante de sus ojos y sus narices; lo que nos sumerge en el misterio y en la paradoja ilimitada de la ficción es que este Sancho y este don Quijote nuestros, los ‘verdaderos’, quieran y sepan renunciar al falso destino que su falso biógrafo les había señalado, y que lo evidencien manifestando su intención, ahora, de no entrar en Zaragoza ni participar en sus fiestas del arnés –como estaba anunciado desde el principio del capítulo LII y como asimismo se insiste al finalizar el LVII-, y que, a cambio, varíen su rumbo hacia Barcelona.
El Quijote de Avellaneda no es un plagio –no hay tal cuando no se ocultan fuentes ni se niegan parentescos-, sino una continuación; pero una continuación desautorizada por los mismo personajes que hubieran debido protagonizarla. Más aún: ni siquiera es una continuación apócrifa, o ahistórica, ni una suerte de novela fantástica que no se ajusta en sus términos a los sucesos que refiere, sino una historia cabal que yerra únicamente ahí donde a su historiador más va a dolerle, esto es, en el papel veraz de unos protagonistas que se revelan impostores en el instante en que el tal don Álvaro Tarfe –el más privilegiado y el más ingenuo también, pues asiste a la impostura y no repara en ella hasta mucho tiempo después, ya en las páginas de Cervantes- acepta que se ha topado con dos quijotes y con dos sanchos tan ciertos y tan de carne y hueso como desiguales, y que son estos, no aquellos, los auténticos.
Así entendido, la hipótesis antigua de que el propio Miguel de Cervantes hubiera escrito el Quijote que luego él mismo reprenderá por boca de sus personajes no es una hipótesis descabellada ni absurda, pero sí demasiado truculenta como para resultar rentable. Más prudente –más estimulante- es pensar que Avellaneda fue una criatura requerida por la voluntad imaginativa de un genio que la necesitaba entre su vasta galería de formas inmortales. Vale afirmar, en suma, que Cervantes engendró, o que propició intelectualmente, al licenciado Fernández de Avellaneda para que este relatara la pantomima necesaria de dos locos de Argamesilla que se hacen pasar por protagonistas de una historia ajena, de una historia que cualquiera de ellos leyó acaso en un libro editado en Madrid unos diez años antes, hacia 1605. Al fin, al dejar de emular a palmerines y amadises para reconocerse emulado por ser él, por ser el don Quijote de la Mancha que siempre quiso ser, tampoco don Alonso Quijano ha podido eludir su noble y venturoso y sin embargo triste destino caballeresco.