jueves, 21 de junio de 2012

LOS PREMIOS MARÍA AGUSTINA (II)

(Continúa el discurso)

Ellos son, en la modalidad de narración corta, Clara Martín Arpón y Rosana Murias Carracedo; y, en el apartado de poesía, Violeta Roca Valero y José Palomares Expósito, quienes han remitido sus trabajos, como para demostrar el arraigo y seguimiento que alcanza este certamen en toda España, desde cuatro comunidades tan alejadas geográficamente, pero tan unidas en la lengua, como son La Rioja, Galicia, Madrid y Andalucía.

Mientras leía el relato Sociedad anónima, de la gallega de Orense Rosana Murias, he notado en él algo que se me escapaba constantemente, un algo que trascendía el puro ámbito de las palabras escritas y que impregnaba la historia de ricos sones de leyenda, merced a un desarrollo cuasipoético de las peligrosas posibilidades que ofrece un lenguaje pretendidamente narrativo. Sorprende, al fin, que todo esté montado sobre el efecto irónico del título, que se vale a su vez de un sintagma fijado en el habla (“Sociedad Anónima”) para elevarse hasta ese significado originario y autónomo que posee, en sí mismo, cada vocablo.

Por su parte, Clara Martín, riojana de Arnedo, muestra en su relato Puesta en escena una enorme capacidad para interpretar y registrar las pasiones más profundas y contradictorias, movilizadas mediante una carta de amor que remite el protagonista. Acierta, además, al intuir ya el fecundísimo juego literario que suele aportarle a la literatura ese diálogo tan cervantino entre realidad y ficción, entre los verdaderos sentimientos de los personajes -actores de cine, en este caso- y la falsa pasión que protagonizan delante de las cámaras, durante el rodaje de una escena.

De los Poemas del estío, de Violeta Roca, que viene de Móstoles, destaca el tono lírico-descriptivo, en un verso libre, mas nunca libertino, que sabe conjugar los motivos tradicionales -tamizados desde una experiencia propia que cifra a veces en el soporte geográfico: Cadaqués, Lisboa, el Egeo- con otros de una originalidad, digámoslo así, ultramoderna, significada en el aprovechamiento poético de artilugios tan fríos y tan efímeros (tan fríos y tan efímeros según la estética que ahora impera) como una máquina de futbolín o un nuevo modelo de lavadora automática.

La imitación del maestro es, quizá, sobre todo al principio, el ejercicio más saludable para quien anda buscando su propia voz y su propio estilo. José Palomares, jiennense, de Linares, ha construido siete sonetos bajo la sombra inevitable y benigna del polifacético Quevedo, siete sonetos imbuidos de aquel espíritu de desengaño ingenioso y de lucidez mezquina con que aún hoy nos salpican nuestros clásicos más clásicos, los del Barroco; y he de añadir que salda suficientemente no solo las exigencias mínimas del aparato retórico, sino también ese difícil obstáculo que supone cualquier revisión de los tópicos de las mitologías.

Probablemente no sea yo el más indicado para dar consejos; y pienso, además, que en los difusos dominios de la literatura (como en cualquier otra manifestación artística) el camino solo puede ser individual, y, como dice el dicho, solo puede hacerse andando.

En efecto, a escribir se aprende escribiendo mucho y rompiendo mucho, no conozco más secreto que ese; pero también leyendo, y viviendo, y sacrificando: leyendo unos libros y dejando de leer otros, viviendo una sola vida y dejando de vivir las otras, sacrificándose constantemente en pos de esa quimera. Hay que elegir ese camino o renunciar a él, y cuanto antes mejor. Cada artista (y cada escritor, por supuesto) ha de inventar y protagonizar su propia y única e intransferible peripecia para llegar a ser, al fin, quien de verdad es, como quería el sabio Píndaro. Hay en el verdadero escritor, en el escritor de raza, una apuesta exclusiva y un compromiso permanente consigo mismo, un reto íntimo que bien pudiéramos apuntalar con tres palabras netas: humildad, autenticidad y perseverancia. En esto de la literatura no se trata, en definitiva, de competir con nadie -solo los mediocres se rebajan a la competición, y los hay a montones en las listas semanales de los más vendidos-; no, no se trata de competir, sino de saber en todo momento que se escribe por el placer inefable de escribir, sin esperar nada a cambio, sabiendo que uno es uno y que está cumpliendo su destino mientras aporta a su Obra lo mejor de sí mismo.

Alguien ha dicho que la patria del artista es su infancia; no, la patria del artista no es otra que la soledad, y quizá en el seno de esa soledad anide el espectro permanente de la infancia. Toda Obra se realiza en silencio, y acontece y triunfa necesariamente en soledad. Clara, Rosana, Violeta, José: disfrutad de estos instantes de gloria escurridiza que le estáis arrebatando a la soledad, son vuestros. Entre tanto, nosotros, los lectores, no debemos olvidar que estos párrafos vuestros y estas estrofas vuestras fueron escritos en la soledad de muchas horas, y que su resultado es fruto de una lucha encarnizada y necia que pocas veces alcanza la recompensa de veladas tan dulces como esta.

Pero sepan ustedes y sabed también vosotros –Clara, Rosana, Violeta, José- que el verdadero escritor no tiene nada que ver con estas cosas; que no tiene nada que ver con los premios, ni con las palmaditas en la espalda, ni con las recepciones en tumulto, ni con la bendición de un crítico más o menos advenedizo, ni siquiera con el aplauso inmediato del gran público. Sabed que la prueba que os está esperando desde mañana, cuando regreséis a vuestros hogares y a vuestra soledad y sintáis de nuevo el impulso orgiástico de la escritura en vuestras manos, la auténtica prueba, digo, será otra vez ese folio completamente blanco que se resiste al garabato y al milagro de la tinta, y lo mismo pasado mañana, y al otro, y al otro… Si queréis ser escritores, sabed de antemano que nunca estaréis seguros de serlo, ni siquiera de merecerlo, y que en ese viaje innegociable de aquel Ulises hacia la Ítaca del mito están también, simbolizados de alguna manera, vuestra felicidad y vuestro sino.

Os deseo mucha suerte a los cuatro; y a ustedes les agradezco su atención y su paciencia.

miércoles, 13 de junio de 2012

LOS PREMIOS MARÍA AGUSTINA (I)

Once años después de la gloria vana que conlleva cualquier especie de reconocimiento socioliterario –en aquel caso fue la excusa un primerizo premio de poesía- a la labor callada de quien pule versos y renglones para dignificar su soledad y engañar a su tristeza, los profesores de los institutos de Lorca que convocaban el Certamen María Agustina para jóvenes con menos de veintiún años vinieron a acordarse de mí, que ya me zambullía en la década de mis treinta con dos libros desapercibidos y con ningún caché, para hacer los honores que la tradición exige y desplegar mi discurso sobrio y fatalista ante la nueva generación de laureados. No sé cómo interpretó la concurrencia mis palabras de entonces, que se dijeron de pie y se expandieron desde el mismo micrófono con atril que usó después un alcalde, pero sí recuerdo que las butacas de la sala me miraban como a un gurú con hechuras de discurseador profesional y que luego, tras el aplauso convenido, entre canapé y canapé, las tres muchachas y el muchacho me pidieron los folios para llevarse puesta una fotocopia con mi autógrafo.


Leído en Lorca (Murcia), el 24 de abril de 1997

( I )

Hay en nuestras vidas, en la vida de cualquiera de nosotros, acontecimientos aparentemente triviales y aparentemente fortuitos que, sin embargo, tienen la potestad de restaurarnos a nosotros mismos, de reintegrarnos por unos minutos o por unas horas (o, acaso, ya para siempre) en aquellos que alguna vez fuimos o que soñamos ser, sin que medie en el prodigio la inexorable parsimonia que registran las agujas de todos los relojes.

Quiero decir que, a menudo, la simple percepción de un aroma, o una cierta tonalidad del horizonte, o quizá una efímera mariposa disecada entre las páginas de un manoseado libro de Ciencias o de Historia, consiguen devolvernos esos momentos de nuestro pasado en que fuimos dichosos, o lo que es lo mismo, esos momentos que ahora reinventamos urgidos por la dicha de creer que lo fuimos.

Otras veces, muchísimas, la aventura del retorno sabe vivir agazapada entre las cosas más irrelevantes, coexistiendo en la sombra y en medio de la vulgaridad formidable de esos hábitos que llamamos cotidianos, acechando su ocasión tras la menos idílica de todas las excusas; por ejemplo, tras una inesperada llamada de teléfono.

Así, cuando hace un par de meses las personas que coordinan esta XXIII edición del Certamen Literario “María Agustina” contactaron conmigo, por teléfono, para invitarme cordialmente a participar en este acto, seguramente no alcanzaron ni a sospechar siquiera que con ello, con esa parda minucia tecnológica que consiste en marcar unos dígitos y aguardar una señal y luego una respuesta, estaban contribuyendo a recuperar en mí, para mí, a ese jovencito que fui de dieciocho o de diecinueve primaveras.

En efecto, desde el instante en que ellos me lo propusieron y yo acepté este honor, y nos emplazamos para la cita solemne de esta hora y de este día, aquí, junto a todos ustedes, debo admitir que los pálpitos del compromiso recién adquirido se mezclaron con los recuerdos lejanos de aquella otra tarde de hace diez u once años, de aquella primorosa tarde de mayo de 1986 en que, por vez primera, circulando con mi padre a través de carreteras secundarias y de paisajes agrestes, visité esta entrañable ciudad para recibir no solo mi primer premio literario importante, sino, por qué no decirlo, también mi primera compensación a tantas horas de desvaríos y de secretas ilusiones animadas por la literatura: un cheque por valor de cincuenta mil pesetas (de las de entonces) y un diploma surcado con mi nombre y apellidos que mis padres, orgullosamente, se apresuraron a enmarcar.

Las cosas que nos ocurren por primera vez pueden permanecer ocultas en un letargo riguroso de años, lustros o decenios, pero siempre conservarán para nosotros su imborrable resto de pureza y simbolismo, una magia incierta que igual se nutre de memorias que se atiborra de olvidos, para luego perpetuarse en esa sustancia nueva y definitiva que da forma y materia a los recuerdos.

Lamentablemente, he extraviado los pormenores; no sé cómo cayeron en mis manos las bases de aquella convocatoria, y no puedo precisar tampoco qué extraño impulso me acompañó mientras enhebraba aquellos versos alentados por el desamor y por la tristeza, aquellos versos que hoy juzgo de una efusividad elemental y casi vana, aquellos versos que mis dedos mecanografiaron con una morosidad parvularia, letra a letra, palabra a palabra, y de los que más tarde hice tres copias que introduje, ceremoniosamente, en un sobre grande y anónimo, distinguido tan solo por el señuelo cómplice de un lema que, lamentablemente, también he olvidado.

Pero lo cierto es que aquel encuentro literario, en la Lorca de hace toda una década, permanecía dormido en mi memoria, como esperando, paciente, la chispa que lo reviviese, y esta comunicación telefónica de hace un par de meses, con los coordinadores del certamen, a mí me sirvió para reencontrarme de repente con las circunstancias y con las sensaciones de lo que -hoy puedo afirmarlo ante ustedes sin miedo a equivocarme- significó mi verdadero bautismo de escritor para un público que, de algún modo, había valorado, si no mi talento, sí al menos mi entusiasmo primerizo e inédito.

Confío en que sabrán disculpar la licencia de esta breve incursión autobiográfica; pero es que me ha parecido oportuno y conveniente indagar hasta qué punto va unido mi humilde destino de escritor -no hay falsa modestia en mis palabras: pienso que cualquier destino de escritor, si de verdad lo es, tiene que ser humilde, por principio-, hasta qué punto va unido mi destino, decía, a este premio, el “María Agustina” de Lorca, evidenciando así, de paso, más allá de mi propia y particular vivencia, la necesidad natural, casi biológica, de estos concursos que subsisten milagrosamente gracias al empeño de unas pocas personas, al margen de los circuitos comerciales, y que están pensados por y para jóvenes de la talla de estos cuatro que hoy, aquí, merecen nuestro reconocimiento y nuestro aplauso.

(Continuará)