viernes, 30 de marzo de 2012

MORATALLA (I)

Un día indeterminado de 1996, a comienzos de la primavera, recibí en mi casa la llamada de algún funcionario del ayuntamiento de mi pueblo que, sin grandes alardes ni rodeos, en calidad de portavoz del grupo de personas encargado de organizar las fiestas del Santísimo Cristo del Rayo (las fiestas de la vaca, como allí las nombramos), me propuso así, de sopetón, ser ese año el pregonero oficial. Estupefacto, aturdido y al mismo tiempo honrado por el hecho de que mis paisanos hubieran pensado en mí -al fin y al cabo un joven poetilla que se abría paso con dos libros editados en Barcelona-, dije simplemente que sí, y no hice más preguntas, y me puse a trabajar desde entonces en un discurso que yo quería que fuese, ante todo, honesto: para con mis amigos y vecinos, para con mi árbol genealógico, para conmigo mismo y también para con mis hijos aún no nacidos ni engendrados. Sé que hubo unos cuantos doctos locales que no encajaron bien el tono intimista y sincero de mis palabras, pues al parecer se alejaba de la retórica grandilocuente y chauvinista que por norma preside la consabida farsa de estos actos. No me pagaron ninguna dieta, ni yo lo esperaba. Tampoco me agradecieron que me hubiera tomado la molestia de escribirlo en soledad y de leerlo luego desde un estrado. Como colofón, nadie quiso acordarse de incluir el texto en el Programa de Festejos del año siguiente, según mandaban tradición y costumbre. Fue entonces cuando me dije que nunca más.


PREGÓN DE LA FIESTAS PATRONALES

Leído en Moratalla (Murcia) el 6 de julio de 1996

- I -

Queridos amigos y queridas amigas, paisanos todos:

Desde que yo no era más que un adolescente un poco más tímido que ahora y con muchos más pájaros en la cabeza que ahora, siempre he sentido una particular atracción por cuanto se hiciera y se dijera en este acto solemne que hoy nos reúne, en esta lúdica velada llena de tentadoras efigies femeninas, de lecturas poéticas muy floridas y muy ripiosas, y de aburridos discursos coyunturales, preludio todo ello de la semana festiva que se nos promete.

Yo, cuando el portero de turno se apiadaba de mí y me dejaba entrar a la sala (cosa que no siempre ocurría), me sentaba plácidamente ahí abajo, en cualquier butaca de las que ustedes ocupan esta noche, y con ese atrevimiento íntimo que algunas veces nos da la timidez me dedicaba a soñar en ser yo, algún día, quien desde este escenario recitara los gloriosos versos del poema premiado, y me dedicaba después a imaginar cosas inimaginables (mejor dicho, cosas no confesables) que admitían en su afán la presencia tentadora, y sin duda turbadora, de cualquiera de las damas de tan bella y fabulosa corte.

Pero nunca sospeché que mi papel en este acto pudiese ser alguna vez el que hoy represento, esto es, el papel del aburrido pregonero que, con su verbo fácil y diestro en la adulación casi profesional, construye (o permite que le construyan) un discurso serio, sensato, de concilio, a ratos cómplice y a ratos aleccionador, siempre correcto y siempre tedioso y siempre con su justa dosis de altivez académica, mesurado en las necesarias alabanzas y salpicado también, cómo no, de las imprescindibles referencias a nuestras fascinantes leyendas y a nuestras incomparables tradiciones y a nuestras ponderadas reliquias histórico-artísticas.

Sí, aquellos ilustres pregoneros foráneos que yo escuchaba desde mi butaca soñadora –escritores de postín, políticos provincianos y advenedizos, e incluso algún que otro torerillo de cartel- hablaban magníficamente, como libros abiertos, de las bondades innegables de esta tierra y de este pueblo: hablaban de sus parajes excelentes, de su rica huerta y de su extensa serranía, de sus pobladores siempre hospitalarios y alegres, del espíritu festivo que al parecer recorre nuestra sangre desde el principio de los tiempos como si se tratara de un don natural y de gracia exclusiva…

Hablaban de todo eso, es verdad, y hasta ponían a veces todo su corazón y su fe en las palabras que usaban; pero lo hacían -yo al menos así lo percibía- con esa magnífica frialdad de quien lee y lee y en realidad no entiende muy bien el significado profundo de cuanto está leyendo, y no lo entiende porque no lo ha vivido y porque no lo ha mamado, o porque definitivamente su bienintencionado discurso está tejido por esa otra mano solícita y ajena que sabe hurgar en los estantes polvorientos de las bibliotecas para extraer de ahí los fríos datos y las frías noticias que confinan la Historia a unas cuantas páginas cosidas entre dos tapas de cartón. Pero no: ustedes y yo sabemos que esta no es la verdadera Historia; ustedes y yo sabemos que la que nos venden en los libros y en las enciclopedias y en los voluminosos manuales de historia no es, de ningún modo, toda la Historia que merece contarse.

Por eso, cuando el representante de la mayordomía me llamó a mi casa por teléfono para proponerme con toda cordialidad ser el pregonero oficial de las fiestas de este año, yo creí que se había equivocado de número y de persona, pues en primer lugar yo no soy forastero, es decir, yo no me puedo permitir hablarles a ustedes de esta tierra ni de este pueblo y de sus gentes con la descomprometida facilidad con que lo haría, pongamos por caso, cualquier consejero o consejera de cualquier consejería de la Comunidad Autónoma de Murcia; y tampoco soy yo el típico personaje más o menos ilustre o más o menos célebre –ni soy banderillero, ni soy cantante, ni soy deportista de elite- que se plante en el escenario de esta velada solemne con su manojo de folios alquilados y con su empaque de mercenario oficial para leer aburridamente lo que ustedes ya esperan que se les lea, por ejemplo lo bonita que es Moratalla y lo femeninas que son sus mujeres y lo machos que son sus hombres y lo alto que está el castillo y lo encantado que está el peñón que da vida a la leyenda.

¡Cuán fácil es enumerar una tras otra todas y cada una de las excelencias verdaderas y fingidas de un pueblo y de una tierra que no es el nuestro, que no es la nuestra! Lo realmente difícil, os lo digo yo, es subir aquí para hablar ante ustedes de la propia tierra, de la tierra de uno, de la tierra que nos vio nacer y crecer y que luego nos vio marcharnos y que tarde o temprano nos verá volver. Lo difícil es conservar y transmitir la suficiente honestidad para sincerarse con uno mismo y con ese destino mío y nuestro que llamamos Moratalla, con un destino que entre todos compartimos desde el día en que nacemos o desde mucho antes, desde que somos engendrados para merecer este destino, lo queramos o no. Y entonces, a partir de ahí, empezamos a reconocer entre todos que no, que no es verdad, que aunque suene tan bonito de labios de un extraño no es esa que nos venden toda la verdad, y que nos engañan quienes, con sus trajes de entretiempo hechos a medida y con sus finas corbatas de seda, vienen a decirnos desde este estrado que hoy tengo el honor de ocupar que los moratalleros, por el mero hecho de serlo, somos perfectos y maravillosos, y que nuestro pueblo, como no podía ser menos, es el mejor y el más habitable de los pueblos; nos engañan sin mala intención, pero nos engañan, porque esos mismos que vienen a decírnoslo embutidos en sus trajes de entretiempo y con sus finas corbatas de seda podrían decir lo mismo, y dicen lo mismo de hecho, exactamente lo mismo, cuando se les reclama pregonar su discurso en San Sebastián de los Reyes o en Medina del Campo o en La Puebla de Don Fadrique o dondequiera que se les reclame.

(Continuará)